La canción de Nora (8 page)

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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

Ella se levantó, le cogió de la mano y le hizo levantarse y sentarse en el borde de la cama. Se puso de rodillas entre sus piernas abiertas —el cabello rojo cayéndole en cascada encima de la cara mientras el sol, a contraluz, parecía que le arrancaba destellos de fuego— hasta situarse a la altura de su miembro erecto. Pasó la lengua por la ingle derecha de Matías, notando cómo le provocaba un potente escalofrío. Hizo después lo propio con la izquierda. El escalofrío fue aún más intenso.

Sacó la lengua y lamió el sexo de su amante, de abajo hacia arriba. Una, dos, tres, doce veces. Giró ligeramente la cabeza para que sus labios hicieran una especie de surco con el que también acarició su glande, de abajo hacia arriba y después al revés.

Miró disimuladamente hacia arriba y vio que Matías tenía los ojos cerrados y no emitía ningún sonido. «Bien, ha pasado con éxito el pornotest», pensó Nora. El test solo tenía una prueba, tan sencilla como contundente y que para Nora era muy definitoria de cómo sería el sexo con el tipo en cuestión: los hombres que creen que las relaciones sexuales son como una peli porno, te cogen la cabeza o te tiran del pelo cuando les estás haciendo una mamada, algo bastante molesto y normalmente destinado a obligarte a hacer ciertos movimientos o acciones que pueden acabar, especialmente cuando hablamos de tamaños importantes, en náusea.

Como, felizmente, no era el caso, Nora se dedicó a disfrutar de lo que estaba haciendo. Pasando la lengua por el glande, suavemente, haciendo círculos, bajando por el tronco, jugando con el ritmo y la intensidad. A veces usaba también las manos para jugar con sus testículos, otras solo la boca.

Matías estaba jadeando ya de una manera evidente, emitiendo un sonido ronco y profundo que podría recordar al que emiten en sueños algunos mamíferos de gran tamaño. Se lo estaba pasando de muerte, totalmente abstraído en sus propias sensaciones. Ella también disfrutaba en su papel de donante de placer, casi tanto como había disfrutado unos minutos antes como receptora.

Cuando su amante susurró «no pares, por favor, ahora no pares», Nora empujó su miembro hasta el fondo de su garganta, donde notó todas y cada una de sus contracciones, desde las más fuertes al principio hasta los leves espasmos del final. Esperó unos segundos más, sintiéndose fuerte y poderosa, y de alguna manera difícil de explicar —y seguramente de tipo hormonal— extremadamente feliz.

Se levantó, sonrió y se dirigió al baño, porque con la mañanita que llevaba todavía no había hecho pis y estaba a punto de explotar. De paso se enjuagó la boca con pasta de dientes, y aprovechó para investigar un poco, abriendo un par de cajones y echando un vistazo a los botes del armario.

No había tampones, cuchillas de afeitar de color rosa, cremas de mujer ni ningún otro indicador de presencia femenina habitual en la casa. Cuando volvió a la habitación, sintiéndose fresca y aliviada, Matías seguía sentado en la cama, de espaldas a la puerta. Nora saltó encima de las sábanas revueltas, le abrazó por detrás y le besó en el cuello.

—¿Vamos ahora a por ese desayuno? —propuso.

—En realidad no tengo tiempo para mucho más que un café, tengo una reunión en una hora en la otra punta de la ciudad. Tendremos que dejar el
brunch
para otro día.

La respuesta prácticamente noqueó a Nora. Entonces, todo aquello que había pasado, o que ella creía que había pasado… Sus pensamientos se reflejaron en su cara como en un espejo. Matías vio su expresión descompuesta y sorprendida, y la culpa le sacudió como un puñetazo en la boca del estómago. Intentó suavizar la situación con un beso, pero Nora lo rechazó. Fue pescando su ropa y sus zapatos aquí y allí y se los llevó al baño para vestirse.

—¿Quieres una toalla limpia? —preguntó Matías.

—Da igual, prefiero ducharme en casa —contestó con desgana.

Se lavó la cara largo rato, para borrar los restos de maquillaje y las ganas de llorar. Recogió su cabellera en un moño y se alegró de haber metido las bailarinas en el bolso: salir de allí con esos tacones hubiera sido una labor titánica que podría haber acabado fácilmente con una de sus clavículas, si no con las dos.

Salió del baño y se dirigió directamente a la puerta.

«A la mierda», pensó Nora. Se sorprendió diciendo palabrotas en castellano otra vez, algo que sucedía en contadas ocasiones. «Ala mierda, a la mierda ya la mierda. Paso de ti, paso de tus cafés absurdos y paso de tus reuniones de mentirijilla. Hasta nunca, Matías Falcetti o como te llames».

Salió, dando un portazo, y le pareció que Matías la llamaba. Bajó las escaleras —estrechas, empinadas y desgastadas— lo más rápido que pudo, perdiendo el equilibrio en un par de ocasiones.

Mientras se dirigía a las Ramblas, su nombre resonaba por la calle Escudellers. Matías la llamaba desde el balcón. Nora no tenía ni la más mínima intención de girarse, y cuando llegó a la estación de metro de Drassanes, sintió que lo había hecho bien. En un par de días Matías no sería más que una de tantas anécdotas sexuales con final agridulce, de las que se cuentan a las amigas para compartir con ellas la infinita miseria del ser humano (especialmente el de sexo masculino).

Al salir de la estación de Fontana, su Nokia vibró para indicarle que había recibido un nuevo mensaje. Era del teléfono de casa, seguramente era Carlota preocupada porque no había dado señales de vida desde la noche anterior. Llamó al buzón de voz para ver qué le decía su amiga desde el contestador.

—Nora, ¿dónde coño estás? ¿Qué carajo hiciste ayer? Acaba de llegar un mensajero y ha dejado un montón de paquetes para ti. ¿Me puedes contar qué cojones es todo esto?

Cuando acabó de escuchar el mensaje, ya casi había llegado a casa, así que no hacía falta devolver la llamada. Subió por las escaleras, pensando de quién serían esos regalos. No era su cumpleaños, no había comprado nada por correo y su madre no era de las que mandan paquetes de comida.

Cuando abrió la puerta de casa, se dio literalmente de bruces con el ramo de rosas más grande que había visto en su vida. Era tan grande que venía con su propio jarrón, como si el mismo florista fuera consciente de que aquel yeti de los ramos no cabía en uno de los que la gente normal tiene en su casa.

Entró al comedor y encontró a Carlota sentada en la alfombra de piel de oveja, comiendo bombones a dos carrillos de una caja gigante con el logo de Escribá mientras miraba con cara de alucine algo indefinido que había en su regazo.

—Nora, me parece que tienes muuuuchas cosas que explicarme. Empezando por qué hiciste ayer por la noche y terminando por… bueno, por esta cosa.

Cuando Nora vio lo que su amiga le enseñaba, empezó a reírse. Primero risitas discretas que fueron a más hasta convertirse en carcajadas de esas imposibles de parar, que acaban en dolor de barriga.

Carlota tenía en la mano un gato sin pelo, pequeño, arrugado y de un extraño color gris, con un lazo rojo en el cuello. Del lazo colgaba una etiqueta, y en ella, escritas a mano y en mayúsculas, una pregunta y una firma:

¿Cenamos?

Xavier Dalmau

Capítulo 3

B
EAUTIFUL
D
AY

«Cómo odio, odio,
odio
levantarme y que aún no haya salido el sol. Es superior a mis fuerzas. Eso no debería pasar, nunca deberías levantarte de noche ni irte a dormir de día, a no ser que sea para echar la siesta, claro».

Nora estaba preparando ya la segunda cafetera. La primera se la había fundido casi entera Carlota, que —a pesar de que llegaba de tomar algo por ahí después de trabajar y se disponía a meterse en la cama— se tomaba unos tazones de café con leche como piscinas olímpicas en cuestión de segundos. Unos trozos de magdalena (que debía de ser de la semana anterior por lo menos, Nora no recordaba la última vez que fueron a la compra) flotaban como las islas a las que podrían ir de vacaciones los liliputienses en la tercera taza que su amiga se bebía en poco más de cinco minutos.

—Tía, qué asco, no sé cómo puedes beber esa cantidad de leche. Tú sabes que eso es para que se lo beban las terneras, ¿verdad? Sólo pensarlo me dan ganas de vomitar…

A Nora, como a casi todos los suecos, le encantaba el café y todo lo que lo rodeaba, pero especialmente la vertiente más social y acogedora de la bebida, esa que implica compartirla con alguien y arreglar durante un rato el mundo en buena compañía, pero lo de beberse algo que salía de las tetas de otra especie animal no lo acababa de ver claro. Carlota, con un pijama compuesto de una sudadera con los codos gastados y un pantalón de chándal Adidas —«esa prenda que bajo ningún concepto debería existir fuera de las clases de gimnasia escolares o, como mucho, de los gimnasios», pensó la fashion police que Nora llevaba dentro—, sorbía ruidosamente el brebaje infecto sin inmutarse.

—Ummmmm, qué bien voy a dormir después de tomarme este cafecito con leche robada a las pobres terneritas directamente de las ubres de su madre. Madre a la que, por cierto, me comeré esta noche, picada, acompañada de queso y pepinillos y con grandes cantidades de mayonesa y mostaza. Ah, y cuando se acaben las vacas, a la primera que me comeré será a ti, señorita defensora de los rumiantes.

Nora escuchaba las tonterías que le dedicaba Carlota solo en parte, porque la mitad de su cerebro estaba todavía dormido y la otra mitad demasiado concentrado en repasar la complicada agenda que le deparaba el día para hacerle mucho caso a su amiga levemente alcoholizada y carnívora convencida.

Mientras se recogía el pelo, buscaba un gorro, una parka abrigada, bufanda, botas de agua y cualquier cosa que la protegiera del frío, el viento y demás inclemencias que la iban a acompañar durante la larga jornada laboral que tenía por delante. A final de febrero de 2001, Nora por primera vez iba a ser la directora de una pieza audiovisual, y estaba tan nerviosa como emocionada. La responsabilidad era mucha porque al haber un presupuesto casi inexistente, también sería jefa de producción, encargada del
catering
, localizadora… En fin, una locura. Aunque el videoclip de una banda local no era el proyecto más ambicioso del mundo, a Nora le parecía, a estas alturas de su carrera, un reto de lo más interesante. Teniendo en cuenta que solo hacía unos meses que se dedicaba a poco más que ser la chica que trae los cafés y hacer reservas de hoteles y aviones, estaba yendo por muy buen camino. Aunque le había costado sangre, sudor y lágrimas terminar los estudios de cine sin asesinar a nadie, el hecho de tener la carrera en su currículum jugaba a su favor en el sector audiovisual. Una profesión que, pese a tener un tanto por ciento muy elevado de profesionales autodidactas, no deja de tener un punto elitista y hasta esnob.

En su corta (pero intensa) carrera como asistente de producción, Nora había preparado café (con leche, cortado y con variaciones que no sabía ni que existían) para equipos de entre treinta y cien personas, había recorrido la ciudad buscando una variedad concreta de pomelo que una estrella televisiva exigía como condiciones de su gira (y que después ni siquiera tocó) y había devuelto treinta y ocho bolsas de ropa a treinta y ocho establecimientos diferentes en un solo día. Había tenido que dejarse peinar por tres niñas de cuatro años que se aburrían entre escenas (y que la dejaron hecha un adefesio) y había renunciado a la oferta de un director bastante pulpo de cenar con él para presentarle después a «unos amigos que tenían un proyecto muy interesante». Había demostrado tener capacidad para improvisar cuando la ocasión lo requería, y lo había hecho todo sin una sola queja, sin llegar ni un minuto tarde y con una sonrisa en los labios, lo cual tenía mérito, teniendo en cuenta que todavía compatibilizaba el trabajo en producción con el de camarera, ya que los cobros a sesenta o noventa días eran incompatibles con su mala costumbre de comer y vestirse.

En unos pocos meses, su disponibilidad y su eficiencia habían jugado a su favor, y habían puesto en sus manos el primer proyecto que llevaría «el sello de Nora Bergman», como le dijo a Carlota, henchida de felicidad.

Siendo del todo sincera, Nora tenía que reconocer que, además de su talento, otro factor importante tenía que ver con el personaje que teóricamente hacía las veces de director. El «papanatas incompetente», como le apodó desde el minuto cero —un tal Oriol, al que conocía de la noche, que siempre iba rodeado de aspirantes a modelos que parecían tíos con (pocas) tetas y que se metía éxtasis sin parar—, consideraba el trabajo un producto menor y, por falta de motivación y ganas de implicarse, le había dado libertad para hacer lo que le diera la gana.

—Aunque seguro que se atribuirá el mérito de todo si la cosa sale bien y me echará la culpa a mí si sale mal, como si lo viera —le dijo Nora (que para detectar las malas intenciones era bastante Nostradamus, eso había que reconocérselo) a Henrik cuando se enteró de que en la productora le habían dado carta blanca—. ¿Sabes qué dijo el muy cretino? —Nora hizo su mejor imitación de un acento de auténtico pijo barcelonés—: «Dejemos que Nora lo intente, hay que dar una oportunidad a los jóvenes valores». ¡Valores, ja! Este idiota no reconocería el talento ni aunque le mordiera el culo, ¡hay que tener narices! Lo que ha hecho ha sido quitarse un marrón que no le apetecía de encima, y encima pretende disfrazarlo de filantropía, ¡yo es que alucino! —refunfuñó durante una noche entera, sentada en la barra donde trabajaba Henrik y pidiendo un chupito de tequila tras otro, para intentar apaciguar el mal genio.

Nora se tomó el reto como algo personal (más que de costumbre, que ya es decir) y encontró una fórmula sencilla y muy visual que encantó a la productora. Para ello, claro, tuvo que tirar de su agenda, de la de Carlota, de la de Henrik e incluso de la de gente a la que casi no conocía.

Era tan sencillo como arriesgado: se lo jugaba todo a una sola carta. La canción tenía una melodía pegadiza y una letra que hablaba sobre las vacaciones de verano, el amor, el fin de la adolescencia y el hecho de hacerse adulto. Todo el videoclip era una sola escena sin cortes —lo que en lenguaje cinematográfico se conoce como plano secuencia—, con más de cincuenta personas, vestidas de colores chillones, que tenían que ejecutar a la vez una sencilla coreografía mientras los miembros de la banda fingían tocar con instrumentos de mentira (guitarras hinchables, una batería hecha con ollas y cubos de fregar, un micrófono de Fisher-Price y un piano de madera) en medio de la marabunta danzante. Al final de la canción, todos tenían que saltar a la vez, tirando sus gorras y sombreros al aire.

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