La canción de Nora (12 page)

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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

Tartamudeó ligeramente.

Antes de salir de la habitación encendió un equipo de música tan camuflado que ella no hubiera sido capaz de encontrarlo ni con ayuda de la CIA —la domótica era para Nora un fenómeno incomprensible, ¿para qué clase de persona es necesario que una tostadora no parezca una tostadora?— y se escucharon los primeros acordes de una canción de U2 que sonaba muy a menudo en el coche de Xavi.

Nora, que en ese momento se estaba peleando con las botas, se dio cuenta de que era la segunda vez ese mismo día que el azar le mandaba una canción sobre momentos felices. «Por algo será», pensó, y empezó a canturrear, concentrada en las veinticinco vueltas de cordón que todavía le quedaban. Cuando Xavi volvió —con una botella de vino y dos copas—, ya había terminado de calzarse, y se puso en pie para recibirle.

La sensación le pareció alucinante desde el primer momento. La altura de los tacones le hacía mantener el culo apretado, la barriga hacia dentro y los hombros erguidos, la presión del cuero alrededor de sus muslos era excitante. Era la postura de una amazona, de una guerrera. Se sintió poderosa.

Cogió la fusta y se acercó a Dalmau, mordiéndose el labio.

Con su nuevo calzado era bastante más alta que él, y eso le puso todavía más.

—Deja eso y ven aquí. Ahora.

—¿No te pones el corsé?

Nora le azotó antes de que acabara la frase, totalmente metida en el papel.

—¿Te he dado permiso para que hables? ¡Pues ni una palabra!

Nora le empujó encima de la cama con un poco más de fuerza de la que Xavi esperaba, y ella vio en su mirada la sombra de la duda.

«Con que me gusta mandar, ¿eh? Ahora verás», pensó Nora. «Estás jugando con fuego».

Le arrancó el albornoz, quedándose con el cinturón en la mano. Se deslizó al lado de Xavi hasta ponerse encima de él. Cuando él quiso tocarla, ella le respondió con otro golpe de fusta.

—¿Te he dado permiso para que me toques?

Se estaba metiendo en el papel y se estaba poniendo extremadamente caliente. La sensación de poder, de superioridad, de dominar la situación física y psicológicamente era alucinante. Cogió las manos de Xavi y las ató por encima de su cabeza, suficientemente apretadas como para dejarle claro que no podía moverse aunque quisiera.

Superado el susto del primer momento, Xavi también estaba empezando a disfrutar del juego. Su mirada libidinosa y su erección eran pruebas evidentes.

Nora cogió la fusta y empezó a darle golpecitos en los pezones. La textura era muy agradable, y hacía un ruido parecido al de una leve bofetada, como de piel chocando contra piel.

Plas.

Un golpecito.

Plas, plas, plas, plas.

Una serie de golpecitos.

Nora estaba un poco asustada porque se dio cuenta de que quería más y más. Cada golpe pedía otro golpe, más rápido y más fuerte. Le daba un poco de miedo pensar cómo podía acabar aquello, viendo lo rápido que se estaba emocionando. «Es como cuando juegas a morder a alguien en broma y de repente te das cuenta de que, si te dejaras llevar, le arrancarías un trozo de brazo de un mordisco», pensó.

Plas.

Xavi soltó un gemido. Nora no identificó si era de placer o de dolor, pero en ese momento le daba igual. Empezó a jugar con el ritmo: tres golpes rápidos suaves, uno fuerte. Se puso de pie y empezó a juguetear con el escroto de su amante, dándole pequeños golpecitos, estirándolo con los dedos, con pellizcos amables pero contundentes. Los gemidos de Xavi, ahora sí, eran claramente de placer.

Nora le miró a los ojos y vio algo que no se esperaba.

Sumisión.

Xavi estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que ella le hiciera. Estaba dispuesto a dejarse morder, atar, arañar, lo que fuera. Se veía en su mirada, como de cachorro herido, como de cristiano que se ha ido de putas y busca la expiación de sus pecados.

Nora notó cómo se humedecía automáticamente. Más que humedecerse, estaba empapada. Le puso a Xavi un condón que había sobre la mesilla de noche y saltó encima de él. Le soltó las manos y rodaron por la cama, en una confusa maraña de brazos, piernas y sexo. Nora, según le contó Xavi a la mañana siguiente, estaba fuera de sí, mordiendo y arañándole la espalda.

En un momento dado, se puso a cuatro patas, con la espalda arqueada —en esa postura que la gente llama «el perrito» pero que en Nora tenía un aire claramente felino—, y le dijo: «Fóllame. Fóllame fuerte, ahora».

Xavi se aplicó, dando golpes de pelvis cada vez más fuertes. Ahora el que se sentía poderoso era él, como si estuviera partiendo a Nora por la mitad. Extremadamente varonil, hombre entre los hombres. Ese rollo. Los jadeos de Nora reafirmaban esa sensación.

Lo estaba haciendo bien.

Oh, sí.

Lo estaba haciendo tan bien que Nora empezó a gritar.

—¿Te gusta, zorra? ¿Te has corrido? —le dijo Xavi, totalmente metido en el rol, mientras le daba un cachete en el culo.

La respuesta no fue exactamente la que Xavi se esperaba…

—¡No, no! ¡Sal de encima de mí ahora mismo! ¡Grito porque me está dando un calambre en las… ahhhhh…! ¡Estas botas, apártate!

Nora tardó un buen rato en quitarse las botas, incluso con la ayuda de Xavi. Cuando acabó estaba tan enfadada que las tiró por la ventana. La aventura había acabado mal, pero la película había sido divertida.

Dos días después, Martí, un viejo pescador de Port Lligat, un pueblo junto a Cadaqués, encontró una presa inesperada atrapada en sus redes.

Capítulo 4

H
OLIDAY

—Tú y tus grandes ideas. ¿En qué momento de enajenación mental decidí hacerte caso? Tengo frío, tengo hambre, cuando llegue mi hermano y le abrace, oleré a taberna, a la cerveza que me has tirado por encima y además… ¿te he dicho ya lo del frío?

Carlota fumaba, enviaba mensajes de texto sin parar y apuraba una lata de cerveza, totalmente ajena a lo que Nora le contaba, como si no fuera con ella. Ambas estaban sentadas en un banco fuera del Aeropuerto del Prat, justo debajo del mural de Joan Miró.

—¿Por qué te metes conmigo? A ti te pareció tan buena idea como a mí. Además, eso ha sido así siempre: si te tienes que levantar antes de las seis de la mañana, es mejor no acostarse.

El motivo por el que Nora y Carlota se estaban pelando de frío —aunque era una noche casi veraniega, la proximidad del alba había hecho bajar la temperatura hasta un punto en que les hubiera hecho falta una chaqueta que no habían pensado en coger— a las puertas de la Terminal 2 era la llegada de Nikolas, el hermano mayor de Nora, que, cuando ella llevaba ya más de dos años en Barcelona, había decidido, por fin, dignarse a visitarla.

Su visita coincidía con las primeras vacaciones que Nora se tomaba desde que había llegado a la ciudad, una temporada en la que había trabajado duro y su concepto de descanso había sido desmayarse en la cama después de una noche de fiesta o de ir arriba y abajo como un pollo descabezado durante un rodaje de doce o de quince horas.

Mientras preparaba la visita de su hermano con la ayuda de Carlota —que pese a la ruptura conservaba una buena relación con Nikolas, con el que hablaba de vez en cuando por teléfono, básicamente en forma de insultos cariñosos, e intercambiaba algún que otro mail—, se dio cuenta de que había muchas cosas de su ciudad de acogida que no conocía.

Nunca había estado en la Sagrada Familia, ni se había perdido por los callejones de la Barceloneta ni había subido al Tibidabo o a Montjuk. Su máximo conocimiento de la ciudad se limitaba al barrio de Grácia, el Gótico, el Raval con Matías y un poco de la zona alta y pija con Dalmau. Poca cosa más. Eso en cuanto a las zonas de influencia diurna, claro. De noche se movía con soltura de las discotecas y bares del Gayxample a las tascas del Gótico, los clubs más pijos de la zona alta y hasta los afters del Eixample. Incluso podría asegurar sin equivocarse que había puesto copas en todos los distritos…

«Es que de noche todo parece más cerca, más alcanzable. De día siempre tengo algo que hacer fuera o siento esa extraña fuerza que no me permite salir de un radio de acción de cuatrocientos metros de casa, a no ser que una cita, el trabajo o cualquier otra necesidad imperiosa me lleven hasta allí», le rebatió a Carlota cuando le comentó el detalle y esta la acusó de ser una comodona a la par que una borracha y una juerguista. «Yo soy curiosa por naturaleza, pero claro, luego viene la realidad, con sus prisas y sus requerimientos absurdos y me da una torta en la nariz».

Así que su plan para la próxima semana era dejar que sus amigos barceloneses le enseñaran, a la vez que a Nikolas, la Barcelona más turística que aún no conocía. Y ella, a su vez, le enseñaría a su hermano algo en lo que era una especialista: la noche barcelonesa, ya que la visita familiar coincidía con el festival electrónico más famoso de la ciudad: el Sónar. Aunque su hermano siempre había sido más guitarrero que otra cosa, se mostró encantado con la idea de compaginar turismo diurno con conciertos nocturnos (aunque lo segundo hacía peligrar claramente lo primero) y le pidió a Nora, transferencia bancaria mediante —para eso del dinero era muy sueco y muy serio, por suerte—, que comprara abonos para los dos.

Cuando Carlota apagó el enésimo cigarrillo de un pisotón con sus Martens, entraron a la terminal, justo a tiempo para ver cómo Nikolas salía sonriente de la puerta de llegadas, con las gafas de sol puestas y cara de haber dormido más o menos lo mismo que ellas. O sea, nada.

A Nora le pareció que estaba más guapo que nunca, y de repente se dio cuenta de lo muchísimo que le había echado de menos. Estuvo a punto de ponerse a llorar, pero se puso a pensar en lo que se reiría Carlota de ella si se diera cuenta, y eso le dio todas las fuerzas que necesitaba para mantener el lagrimal seco. Salió corriendo a abrazarle, y él la levantó del suelo y le hizo dar varias vueltas.

—¡
Min älskade lillasyster
, cuánto tiempo sin verte, guapa! —le dijo Nikolas en español, con un acento que, después de dos años de vivir en España, a Nora le sonó extrañísimo—. ¡Mírate, si ya eres casi una mujercita!

Nora reconoció inmediatamente esas palabras, se rio a carcajadas y devolvió el chiste a su hermano.

—Y tú, Nikolas, ¿ya tienes novia? Mira que eres alto y guapo, las debes de tener a todas loquitas, ¡y cómo te pareces a tu padre!

Esas eran exactamente las frases con las que los recibía su abuela todas y cada una de las veces que la fueron a visitar. Siempre lo mismo, y después muchos besos cerca del oído, de esos ruidosos que amenazan seriamente con dejarte sordo —que los hermanos llamaban desde siempre «besos de abuela»— y un abrazo sorprendentemente fuerte para lo menuda que era la mujer, que siempre olía a la colonia Heno de Pravia que tenía en la mesita de noche. Su hermano nunca estuvo muy apegado a la familia de Benidorm, ya que desde que su padre dejó Suecia quiso distanciarse de él y de paso de sus raíces españolas. Nora atribuía la tardanza en visitarla a cierta resistencia de su hermano al hecho de que ella se hubiese mudado a Barcelona.

Terminada la sesión de saludos, abrazos y puñetazos cariñosos —Carlota y Nikolas se relacionaban entre ellos como si fueran dos chicarrones, dándose golpes y jugando todo el rato a pelearse, como para intentar de alguna manera demostrar que lo suyo ahora era una camaradería totalmente asexual—, cogieron un taxi en dirección a casa. La ilusión del reencuentro los había despertado, y los tres estuvieron charlando animadamente durante todo el viaje, recordando viejas batallitas y tramando excitantes planes para la semana que tenían por delante.

Durante un momento, viendo a Nikolas y a Carlota juntos, Nora no pudo evitar pensar qué habría pasado si hubieran seguido siendo pareja en vez de ser víctimas de la tendencia a la promiscuidad de su hermano. «Seguramente habrían sentado la cabeza, a su manera, y tendrían (o estarían a punto de tener) unos hijos guapísimos. Carlota sería ingeniera, aunque, claro, a lo mejor no sería feliz, porque en realidad ella…».

¡Plas!

Una contundente palmada en la frente la sacó de sus pensamientos, y esta vez no había sido Carlota (que estaba a punto de mearse de risa viendo la cara que se le había quedado), sino su propio hermano.

—¡Espabila, hermanita, que no te enteras! ¿Quieres dormir un rato o aprovechamos ya el día? Podemos pasear por la mañana, y ya dormiremos después de comer, ¿no? Tenemos millones de cosas que hacer, y solo una semana…

Nora se frotó la frente enrojecida.

«Bien, esto es la familia», sonrió para sí misma. «Cuando no la tienes, la echas de menos, y a los cinco minutos de estar con ellos ya tienes ganas de matarlos. Así ha sido desde que el mundo es mundo y así será para siempre, mejor ir asumiéndolo».

Antes de subir a casa decidieron tomarse otro café en el bar de abajo, menos Nora, que se decantó por una manzanilla. Compraron algunos cruasanes en la panadería de la esquina —aunque habían hecho la compra en previsión de la visita de Nikolas, al llegar a casa se dieron cuenta de que el cincuenta por ciento de ella consistía en cervezas y demás brebajes alcohólicos, y el resto en patatas fritas y
snacks
con alto contenido en grasas saturadas, de los que le gustaban a Carlota— y subieron a planificar el día, ducharse y cambiarse de ropa para afrontar el día con fuerzas renovadas.

Nada más llegar a casa y depositar la maleta de Nikolas (cuya cama «oficial» durante la visita era un sofá de Ikea, lo que provocó airadas protestas por su parte, y proclamó ser víctima de un «boicot antisexo, porque a ver dónde voy a ir si ligo») en un rincón del salón, se lanzaron sobre los cruasanes como alimañas y se los comieron en unos segundos, lamentando no haber subido más.

Nora se ofreció para ducharse la primera, y dejó a sus compañeros de correrías organizando el día, sentados cada uno en un sofá y rodeados de gatos curiosos que se acercaban en busca de mimos y con ganas de descubrir más cosas sobre el visitante, lleno de nuevos y emocionantes olores.

Con más diligencia que placer, pensando que una exposición prolongada al agua caliente le daría demasiado sueño, Nora cumplió con el ritual jabón-champú-mascarilla lo más deprisa que pudo, se puso un vestido floreado y unas Converse y salió al comedor.

—¡El siguienteeeeee, yo ya estoy!

Carlota dormía entre migas de cruasán, y Nikolas estaba fumando en el balcón. Nora y su hermano fueron juntos a ese misterioso lugar llamado mercado que tan pocas veces Nora había frecuentado —pese a vivir a poco más de cien metros de él— y compraron todo lo necesario para preparar la comida más saludable que esa casa hubiera visto jamás… lo cual no era demasiado difícil, teniendo en cuenta las horrorosas tendencias alimenticias de Carlota y lo descuidada que Nora se había vuelto al respecto.

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