La canción de Nora (14 page)

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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

Mientras hablaba, Nora se estaba dando cabezazos contra la pared con la imaginación y recitando un mantra consistente en la repetición infinita de las palabras «soy idiota, qué idiota soy, pero mira que llego a ser idiota».

—Si no fuera tan cabezona, o tan absurdamente digna, o él no hubiera sido tan capullo aquel día, ahora le habría saltado encima, le habría dado el beso de su vida y posiblemente habríamos follado en el primer portal, porque en realidad cuando le miro de alguna manera ya me lo estoy follando, y él… ¡él también! ¡Es que no lo puede disimular! —le contaba un par de horas después a Henrik, al que había ido a ver para llorar sus penas (previamente empapadas de vodka con Red Bull en grandes cantidades) en su hombro—. «¿Por qué las cosas tienen que ser tan puñeteramente difíciles? ¿Por qué?»

Para rematar aquel sentimiento tan «noresco» que no sabía si llamar amor u obsesión, dos días antes de las vacaciones había recibido un sms de un número larguísimo que decía: «¿Cómo estás, pelirroja? Te extraño desde Buenos Aires, mi ciudad te encantaría. Besos grandes. Matías».

¡Te echo de menos!, le había dicho. Te echo de menos. Con dos huevos. Nunca antes le había dicho nada parecido a eso, y tenía que hacerlo justo ahora, ahora que él estaba en la otra puñetera punta del mundo y ella estaba a punto de irse de vacaciones a su destino soñado dispuesta a pasárselo teta, descansar y no pensar demasiado en nada. Y ahora, claro, tenía la cabeza más liada que nunca y su deseo por el argentino más sexy y tocapelotas del mundo se había multiplicado por un millón. ¿Qué haría cuando le viera? ¿Le besaría? ¿Saltaría a su cuello? ¿Le invitaría a casa? ¿Le…?

Nora aparcó cualquier recuerdo que pudiera perturbar su descanso tomando un par de dormidinas más «por si acaso», y descansó como una piedra y sin ser consciente de haber tenido ningún sueño durante todo el trayecto.

Al llegar las esperaban Bea, Lola y algunos otros amigos, que habían ido a buscarlas al salir del trabajo. Se abrazaron y dieron grititos de felicidad, realmente contentas de encontrarse de nuevo. Mientras buscaban un taxi para ir a casa a dejar las maletas, les contaron historias de barras VIP donde podías conseguir billetes recién acuñados de quinientos euros como propina, de príncipes que llevaban a todas partes su propio equipo médico por si se pasaban con la cocaína y de gogós a las que jeques árabes habían ofrecido una mansión o cien camellos —«de los peludos, ¿eh?, los animales, vamos», apuntó la siempre cándida Lola— a cambio de una noche de sexo.

—Lola es como el
Tómbola
ibicenco —resopló Bea, dándole un cachete cariñoso en la pierna—. La más cotilla de la isla, mi niña. En seguida se generó un ambiente de amable cordialidad. La otra pareja que vivía en la casa las saludó amablemente y se fueron a sus cosas, y las chicas decidieron ir a pasar el día a la playa.

Durante cuatro días enteros Nora fue fiel a sus intenciones de vivir más la Ibiza de día que la de noche, aunque Carlota olvidó pronto la decisión que habían tomado en común antes del viaje: que era mejor invertir sus ahorros en paellas y pescado fresco que en alcohol y discotecas. De vez en cuando recibía algún sms de Matías explicándole dónde estaba, qué hacía o alguna situación que le había hecho pensar en ella. Curiosamente desde la distancia se mostraba mucho más cálido que cuando la tenía delante, «el muy idiota», pensaba Nora. Como método de castigo, solo respondía un sms de cada dos que le mandaba Matías. Esa era su manera de hacerse la dura y de demostrar, por esa vez, que ella era la que no estaba tan interesada en comunicarse con él como él con ella. Esa sensación de poder, no podía engañarse a sí misma, le encantaba.

Mientras Nora iba en bici y llegaba a calas desiertas donde solo cabían como mucho cuatro personas, Carlota llegaba a casa ya entrado el día y cada vez con peor cara. Una vez incluso la trajo un inglés porque ella no era capaz ni de andar. Cuando Nora la llamó inconsciente y le echó la madre de todas las broncas, Carlota se rio de ella y la llamó monja.

Nora se ofendió tan profundamente que decidió no volver a decirle nada más, aunque la pillara inconsciente en plena orgía con un equipo de rugby americano al completo.

—Tú verás, Carlota. Ya eres mayorcita.

Cogió la bici, se compró unas gafas, un tubo de esnórquel y mucho protector factor cincuenta, y se dedicó a admirar durante horas los millones de pececillos que se movían en grupo —siempre, todos en la misma dirección—, contrastando con la blanca arena del fondo. Cinco horas de la actividad más zen que se le ocurría no hicieron que no se planteara cuánto había de verdad en las acusaciones de su amiga, y, tras pensarlo mucho, su conclusión fue contundente: absolutamente nada. No era una ursulina, pero su cuerpo aún no se había recuperado de los estragos del Sónar, y comer buen marisco, playita y limitar el alcohol —como mucho vino blanco a la hora de comer— era, por el momento, lo que más le apetecía.

Pero llegó la noche de San Juan, y Bea y Lola la amenazaron con echarla de la casa «como a los perros» si esa noche no se dignaba a acercarse a verlas a la discoteca.

—La noche de San Juan hay que salir, eso es así —le dijo Lola con contundencia—. Os ponéis guapas, os vais juntas a cenar vuestros pescaditos y vuestras cosas, que menudo despiporre de vacaciones lleváis, cada una por su lado, y después os venís al Privilege, que queremos fardar de amigas.

Era una oferta difícil de rechazar, y después de una larga siesta, una corta sesión de chapa y pintura —Carlota nunca se maquillaba, y Nora se sentía tan bien con su bronceado que solo se puso un poco de rímel— y de ponerse unos zapatos «de verdad» por primera vez en la isla, comieron algo rápido y, sin intercambiar demasiadas impresiones —Nora silenciosa, Carlota incluso huraña—, fueron a la discoteca donde trabajaban sus amigas. Los porteros, muy amables, las dejaron pasar, y Nora alucinó con el tamaño del club, el más grande en el que había estado nunca, que debía de tener por lo menos cuatro pistas, otras tantas terrazas y unos cuantos miles de personas con muy poca ropa moviéndose a ritmo de
house
.

Cuando fueron a la barra de Bea a pedirle una copa, Nora se dio cuenta de que esta le metía algo a Carlota en la boca. Su amiga interceptó su mirada y le hizo la pregunta del millón, como intentando recuperar de esa manera la conexión que habían perdido.

—¿Quieres probar?

—No, gracias Las drogas no están en mis planes estas vacaciones. Bueno, ni estas vacaciones ni nunca. Igual que no estaban tampoco en tus planes, ¿te acuerdas?

Un instante después de hacer el comentario que puso la puntilla a la frase, se arrepintió de lo que había dicho.

La mirada helada de Carlota la fulminó.

—Está bien, como quieras. Pero al menos te voy a buscar una copa, ¿o tampoco vas a beber?

Nora aceptó un vodka con Red Bull a modo de pipa de la paz, muy sorprendida por la capacidad de su amiga para olvidarlo todo en un segundo. Cogió el vaso con una sonrisa y se lo tomó casi de un trago; las gambas de la cena y la tensión vivida unos momentos antes le habían dado muchísima sed.

Media hora después, el mundo tal y como lo conocía había cambiado. Todo. Estaba como raro, como del revés, según le dijo a Carlota, que asentía con la cabeza, riéndose por lo bajini y sin hacerle demasiado caso.

Nora nunca había bailado tanto ni de esa manera. Se había sentido parte de la música, sí, y se había dejado transportar por ella. Pero ahora… bueno, ahora era ella la que hacía la música. Eran sus movimientos los que decidían cuál iba a ser el próximo sonido, y no al revés. Ella era la mujer que dirigía la orquesta global, la madre de todos los sonidos. Los bombos salían de su estómago, los sonidos más agudos de sus manos, los graves los generaba con los movimientos de sus pies. Y de repente, empezó a sonar una de sus canciones favoritas,
And I miss you
, de Sade, el único detalle que faltaba para lanzarla directamente y sin pasar por la casilla de salida a la estratosfera del placer sensorial…

Carlota estaba a poco más de un metro de ella, también bailando sola y como si le fuera la vida en ello. Su amiga se contoneaba moviendo los hombros, con los ojos cerrados, los brazos casi pegados al cuerpo, siguiendo el ritmo de la música a su manera, algo arrítmica en ocasiones.

A Nora le pareció más guapa que nunca, tan alta, tan inalcanzable, tan sola y a la vez tan cercana, tan adorable…

De repente Nora se dio cuenta de lo mucho que echaría de menos a Carlota cuando sus vidas se separaran. ¿Qué sería de ella, quién la cuidaría, a quién cuidaría? De hecho, Nora pensó que ya la echaba de menos, esos centímetros que las separaban se le antojaban una distancia infranqueable, como si estuviera en otra calle, en otra ciudad, en otro mundo.

Tuvo una necesidad irrefrenable de acercarse a ella y tocarla, cogerla de la mano, después coger la misma mano suavemente, y acercarla a su cara. Como si ella misma se estuviera acariciando con la mano de Carlota, las caricias que ella nunca le hacía, ¿por qué nunca se abrazaban ni se tocaban ni nada?

—¿Por qué nuuuunca me abrazas, Carlota? Abrazarse es muy bonito, es muy dulce y muy agradable, y suave, y tú eres suave y yo también, la gente que se quiere se abraza, y yo te quiero muuuuucho, Carlota, te quieeeero… —susurraba cerca del oído de su compañera de piso, que obviamente no entendía nada (gracias en parte al colocón que seguro que llevaba y en parte al volumen de la música), y la miraba entre tierna y divertida, con un cigarrillo entre los labios que se le había consumido hacía por lo menos diez minutos.

Nora abrió los brazos de su amiga, que no entendía nada, y se arrebujó entre ellos, como autoabrazándose sin que Carlota tuviera nada que ver en el proceso. Necesitaba tanto,
tanto
, un poco de amor en ese momento, se sentía tan sensible, tan sola, tan desprotegida, como si le acabaran de decir que era huérfana o que todos los gatitos del mundo habían muerto. Tenía tantas emociones aflorando en distintas direcciones que estaba a punto de ponerse a llorar.

Nora todavía no se había dado cuenta, pero un grupo de chicos y chicas con pinta de nórdicos revoloteaban a su alrededor desde hacía un buen rato, bailando, bebiendo y haciendo comentarios sobre ellas. Especialmente uno de los chicos, que las observaba con ojos golosos —y con las pupilas dilatadas que delatan el consumo de éxtasis— a la par que divertidos. Era alto, guapísimo y tenía los músculos de los brazos más definidos que Nora hubiera visto nunca. Un tatuaje tribal adornaba su bíceps derecho. Era como un dios griego, pensó Nora. Alucinante.

Se acercó a la pareja de amigas y le quitó a Carlota la colilla de los labios, ofreciéndole un cigarrillo nuevo y encendiéndoselo cuando ella —tras unos segundos de vacilación— lo aceptó.

—Mi nombre es Otto.

Nora, como saludo, acarició su tatuaje y sonrió.

Le besó en la mejilla, y él a ella, y los dos a Carlota.

Bailaron los tres abrazados, bebieron lo que a Nora le parecieron tres bañeras de vodka con Red Bull, se prometieron visitarse, intercambiaron direcciones de mail y números de teléfono, organizaron viajes futuros a los cinco continentes, compartieron confidencias de todo tipo y se juraron amor y amistad eternos.

Nora no sabía qué le pasaba, pero entendía exactamente los sentimientos de los demás, casi podía leer sus mentes, se sentía muy sensible y capaz de casarse con la primera persona que le dijera que necesitaba cariño, que la vida le había tratado mal o que su equipo favorito de fútbol había perdido un partido. Nunca se había sentido tan desprotegida y a la vez tan protectora.

«La empatía es la peor de las enfermedades», pensó para sí misma. O tal vez lo dijo en voz alta, tampoco lo tenía muy claro. Hacía unas cuantas horas que no tenía nada muy claro, ese vodka con Red Bull estaba haciendo un efecto la mar de extraño, aunque muy agradable.

Cuando se acabó la música y sus amigos empezaron a salir de detrás de las barras y a proponerles millones de planes relacionados con afters, más música y más fiesta, a Carlota, Nora y su nuevo amigo Otto les entró la más absoluta de las perezas, hasta que él propuso un plan que sedujo inmediatamente a las dos amigas.

—La casita que tengo alquilada con mis amigos no está muy lejos… y tiene una pequeña piscina y vistas al mar. Ellos van a seguir de fiesta hasta la noche (por lo menos), así que no molestaremos a nadie ni nadie nos molestará… ¿Quién se apunta? —propuso mientras apuraba una copa y calculaba a ojo el contenido de su «cajita mágica», de la que ya había compartido varios «tesoros» con Carlota.

Lola y Bea se apuntaron inmediatamente, no tenían ganas de irse a dormir porque acababan de salir del trabajo y «necesitaban hacer la descompresión y que les dejaran de zumbar los oídos», pero tampoco de enrocar con gente que llevaba toda la noche de fiesta y estaba hasta el culo de todo y en una onda totalmente diferente. Como la casa no estaba lejos y el tema taxis en las horas punta (esto es, los cierres de las discotecas) estaba imposible, decidieron ir andando.

Cuando llegaron, las cuatro amigas empezaron a dejar ir un coro de «ooooohs» y «ahhhhs» que no parecía tener fin. La «casita» resultó ser una auténtica mansión, la «piscinita» tenía casi las proporciones de una olímpica y al lado tenía un jacuzzi donde cabían holgadamente diez personas. El interior no era menos impresionante, con chimenea, sofás y cojines por todas partes y esa extraña mezcla entre diseño y calidez tan difícil de conjuntar.

En el salón había un mueble bar lleno a reventar y una nevera exclusivamente para la bebida.

—Si alguien tiene hambre, hay otra nevera llena de comida en la cocina. Hay fruta, queso, lo que queráis —explicó Otto mientras repartía cervezas y demás bebidas entre sus nuevas amigas.

Después de un breve descanso en un mullido sofá y otra visita a la surtida caja mágica de Otto —a la que incluso Bea y Lola se apuntaron, mientras Carlota, solícita, le preparaba a su amiga otro vodka con bebida energética—, todo el mundo sintió la llamada de la piscina se dirigieron corriendo hacia allí —quitándose la ropa y tirándola por el camino, gritando y empujándose como adolescentes— y se tiraron, entre risas escandalosas y grandes salpicaduras. Disfrutaba de la sensación del agua —más caliente que el aire a esas horas de la mañana— y la sentía, al contacto con su cuerpo desnudo, como una especie de vestido líquido. Su textura le recordaba por momentos a la del mercurio, y se quedó atrapada jugando con sus manos durante unos minutos.

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