La canción de Nora (4 page)

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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

Nora no solo no estaba cansada, sino que además volvía a estar bastante chispa, así que le pidió a su amiga «por favor, por favor, por favoooor» que la llevara un rato a bailar.

—Mira que eres plasta cuando bebes. Venga, va, pero solo una copa más, que mañana quiero hacer cosas.

Cruzaron las Ramblas en dirección a la plaza Real. Allí estaba el mítico Jamboree, donde un portero mulato, no muy alto pero bastante fuerte, vestido de negro de la cabeza a los pies —gorra incluida— las saludó con un «buenas noches, señoritas» guasón, y les abrió paso con una sonrisa que a Nora le pareció muy sensual. Empezaba a estar bastante receptiva, y se daba cuenta.

La música en ese sótano sonaba a sexo puro en los oídos de Nora. Marvin Gaye, James Brown y otros éxitos de la Motown a un volumen bastante moderado, una banda sonora tan sensual que mandaba ondas directas de su cerebro a su coño, sin pasar por la casilla de salida. Cada vez que sonaba una trompeta, se mojaba un poco más. El ambiente era inmejorable y el público del Jamboree estaba sin duda disfrutando de la primera noche del 2000.

Carlota dejó a Nora en una barra pidiendo las copas y se fue a hacer una ronda de reconocimiento —que llamaba irónicamente «la putivuelta»—. Tras esperar un rato, Nora cogió las copas y salió en su búsqueda, que fue infructuosa. Seguramente Carlota se había encontrado a uno de sus amantes esporádicos, ya volvería a aparecer… ¿O no?

El cabreo se suavizó rápidamente porque vio en seguida un grupito de chicos que parecía estar pasándoselo en grande. Aunque en Suecia era bastante habitual que una chica saliera a bailar sola de noche, Nora era más que consciente de que en España eso aún parecía raro, y la podía situar directamente en las categorías de: a) puta, b) ninfómana o c) cazadora de hombres. Algo que, de hecho, en ese momento tampoco estaba muy alejado de la realidad. Ella era dueña de su cuerpo y ahora mismo tenía ganas de darle placer, ¿qué mal puede haber en eso?

Levantó los brazos, los juntó detrás del cuello y empezó a mover las caderas rítmicamente. El mundo empezaba a desaparecer, y solo existían ella y la música; la música y ella. Mientras se mecía a un lado y a otro, sin levantar los pies del suelo, acariciándose el pelo, notó que la tocaban. Alguien estaba detrás de ella, siguiendo su ritmo, moviendo la pelvis a derecha e izquierda. Nora no le rehuyó, al menos no de momento, y simplemente miró por encima de su hombro izquierdo para verle la cara al bailarín que buscaba su contacto de manera tan descarada.

Cuando lo vio, sonrió. Era el portero de la sonrisa bonita y la gorra de lana, pero esta vez sin la gorra.

—¿No hay mucho trabajo hoy? —le dijo ella al oído.

—El que tú me des, pelirroja —respondió él.

Había estado rápido, y la agilidad mental era uno de los afrodisíacos más potentes para la libido de Nora.

—No me tientes, que puedo darte mucho trabajo… —replicó, todavía más cerca, y cogiéndole de la nuca.

—Señorita, yo estoy aquí para servirle en lo que necesite… —Y, jugando con la posibilidad de ser rechazado o incluso de llevarse una hostia, rodeó una de las nalgas de Nora con la mano, empujándola hacia él.

En cualquier otra circunstancia le habría dado una lección y lo habría mandado a dormir solo y caliente, pero eso era exactamente lo que a Nora le apetecía ese día. Se apretó contra él, presionando su pelvis contra la de él, y le mordió el lóbulo de la oreja antes de decirle: «¿Dónde vamos?».

Cinco minutos después estaban en un cuartito de personal anexo al almacén. Se besaron tanto que parecía que se iban a comer. Los labios de su amante —del cual no sabía el nombre, ni tampoco quería saberlo— eran gruesos y carnosos, y su lengua se movía despacio. Nora le mordió un par de veces, ebria y excitada, y él la reprendió con un siseo, como si fuera un gatito. Nora le mordió el cuello y él buscó el lóbulo de su oreja y lo chupó. Nora no entendió muy bien este gesto, y aprovechó para cogerle las manos y ponérselas en sus tetas. Las amasó delicadamente, como sopesándolas, hizo un ruido parecido a un ronroneo gustoso y le quitó, de un solo gesto, la camiseta y la sudadera. Tiró hacia abajo del sujetador, encajando los pechos encima de este, y se entregó totalmente al gesto de lamerle los pezones.

Nora se dejaba hacer, aunque se estaba excitando muchísimo por momentos. Ella misma se desabrochó los vaqueros y se los intentó bajar con tan poca fortuna que estuvo a punto de caerse. Cuando consiguió poner la cinturilla a la altura de las rodillas, cogió la cabeza de su amante y le obligó a parar durante un momento y a mirarla a los ojos.

—Quiero que sigas, pero un poco más abajo —le pidió con la voz ronca y pastosa a causa del alcohol.

En un segundo la había subido encima de un montón de cajas y la estaba lamiendo frenéticamente. «Tal vez un poco demasiado frenéticamente», pensó Nora, y cogió su cabeza y le obligó a seguir el ritmo que ella le marcaba. Suave, suave, suave, un poco más deprisa, la lengua de su
partenaire
era dura, y sabía cómo usarla. Daba vueltas alrededor de su clítoris, lo mordisqueaba suavemente… y de repente, y cuando más lo necesitaba, introdujo dos dedos en su coño húmedo y resbaladizo.

Nora soltó un gritito de placer y, con la voz ronca, susurró «siiiiiií», mientras levantaba la pelvis para forzar todavía más el contacto con su lengua. En pocos segundos se corrió, y dos segundos después se dio cuenta de que se estaba clavando varias botellas de Coca-Cola en diferentes partes de su anatomía, y que eso dolía. Antes de ser del todo consciente de lo incómodo de la situación, se dio la vuelta —teniendo en cuenta que aún llevaba los pantalones por las rodillas tampoco podía hacer gran cosa más— y le ofreció las nalgas a su eventual pareja.

—Ahora, ponte un condón y fóllame.

—¿No piensas tocarme ni un poco? ¿Ni siquiera me vas a desabrochar los pantalones? —preguntó él, entre indignado y divertido.

—Fóllame y después hablamos —insistió una Nora cada vez más incómoda tanto por la postura como por la situación.

—Yo no soy de esos, necesito que me toques, que me beses… y además no tengo condones.

Nora se deslizó hasta poner los pies en contacto con el suelo, buscó en su bolso donde seguro que tenía dos, pero no los encontró…

—Yo tampoco tengo, joder, creía que tenía. —Nora se enfadó consigo misma, porque le apetecía este polvo improvisado, notó que ya se había cortado el rollo, la cosa se había enfriado, como pasa cuando los condones tardan en aparecer…

—Oye, pues lo siento, muchas gracias por el orgasmo. Ha sido bastante agradable, aunque deberías trabajarte un poco más el principio, has ido un poco demasiado rápido para mi gusto. Nos vemos otro día… o tal vez no. —Un beso en la mejilla y Nora desapareció, antes de que su ojiplático amante tuviera tiempo de reaccionar. Dijo «adiós, buenos días» al personal que recogía la sala y cargaba neveras y salió a la calle, dispuesta a buscar un taxi y a dormir el sueño de los justos. Se rio de lo que le había pasado, pero a la vez pensó que había tenido muy mala suerte perdiéndose un polvo que tenía buena pinta por no llevar preservativos encima precisamente ese día, cuando ella siempre iba preparada para todo.

Estaba justo en medio de la plaza Real, pensando en cómo las cosas pueden desaparecer de un bolso, cuando un pensamiento cruzó su mente y le hizo pararse. «¡Carlota, eres una bruja ladrona! ¡Me las vas a pagar!».

Capítulo 2

S
UPER
F
REAK

Estaba sentada en una cafetería de un lugar que parecía Berlín o Viena, tomando un cruasán caliente y deliciosamente crujiente por fuera y tierno por dentro y un café con hielo, leyendo un periódico cuya cabecera no había visto nunca antes. Las noticias eran sorprendentemente positivas, llenas de paz en el mundo y buenas intenciones, señalando el fin de diversas guerras, hambrunas, sequías y todos los horrores que habían estado machacando la Tierra durante las últimas décadas.

En ese mismo momento Nora se dio cuenta de que estaba soñando. Nadie en su sano juicio podía creer que aquello fuera verdad —por muy dormido que estuviera—, pero dejó que la historia siguiera su curso. Tenía curiosidad por saber qué pasaría a continuación, y además quería aprovechar ese momento de semiconsciencia en el que, si te sabes manejar y tienes un poco de suerte, puedes controlar por dónde van tus sueños, llegando a poder montarte tu propia película.

El plano, de repente, se abrió. «Buena fotografía», pensó la parte despierta de Nora. «Tal vez un poco de grano lo mejoraría…». Inmediatamente la imagen se granuló, consiguiendo un efecto ligeramente
vintage
.

«Muchísimo mejor ahora. Ojalá todo fuera así de fácil en el cine de verdad», suspiró. Una melodía interrumpió su hilo de pensamientos.

«Y ahora, ¿qué pasa?».

Chirrió ligeramente la puerta del café mientras se abría, y apareció Woody Allen, su director de cine favorito de todos los tiempos. Pero no el Woody Allen del año 2000, sino su versión de principios de los ochenta: más joven, atrevido, más rompedor e incluso atractivo (si te gustan los hombres judíos de mediana edad con gafas de pasta y pinta de estar a punto de sufrir un ataque de nervios). Nora estaba entre encantada y muerta de risa con lo extremadamente tópico que era todo, pero sin duda no estaba dispuesta a despertarse sin descubrir cómo acababa eso. Allen se sentó directamente en su mesa —más que sentarse, se dejó caer en la silla, como semidesmayado—, pidió un té y un pastelito
kosher
al camarero y empezó su discurso con su característica voz titubeante.

—Te-tenemos que hablar, Nora. Estoy preparando una nueva película, y quiero que seas la asistente de dirección. Me han hablado muy bien de ti, he visto todas las películas en las que has trabajado, creo que estás preparada. Te quiero en mi equipo —afirmó.

—¿Cómo se llama la película? —preguntó a bocajarro la Nora del sueño, que se ve que no se cortaba un pelo.

—Bueno, creo que… todavía no lo tengo claro, pero creo que se llama
Lee y el marido de su hermana
.

—Ummm… ¿Y no prefieres
Hannah y sus hermanas
? El director se frotó el mentón, pensativo aunque nada sorprendido por la clarividencia de su interlocutora, que había descubierto ella sola el nombre y el hilo argumental de la película en un solo instante.

—Pues… pues… ¡claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? —le dijo Allen, tan emocionado que la voz le hacía gallos, como la de un adolescente—. Suena mucho mejor, más potente, más directo, más corto… ¡Estás contratada, eres un genio! Habla con producción, ¡pide lo que quieras!

¡Bip, bip, bip, bip, bip, bip!

La alarma del despertador acabó de espabilar a Nora, que dio por finalizada la siesta y se levantó rápidamente. Eran las seis y media. Cogió una toalla y se fue directa a la ducha, aún alucinada por la cantidad de tópicos que podían aparecer en sus sueños. «Supongo que en la siguiente escena me daban un Oscar… Qué pena habérmelo perdido, ¡
fann
!», suspiró, medio en broma, medio en serio.

El origen de todo ese despropósito onírico estaba clarísimo. Henrik, que se había convertido rápidamente en su amigo gay, confidente y compañero de correrías nocturnas, estaba trabajando en un local de la zona alta donde esa noche se celebraba la fiesta de fin de rodaje de una película de un director más o menos
indie
que se había ganado cierto renombre haciendo películas de
skaters
que se ponían hasta el culo de drogas, alcohol y sexo. En esta ocasión había decidido dar un giro a su carrera y filmar un drama, una coproducción franco-española que llevaba rodándose en Barcelona un par de meses y que había hecho que todos y cada uno de sus amigos y conocidos se hubieran cruzado con tal actor o cual actriz en diferentes lugares de la ciudad. Parecía que la única habitante de la ciudad que no había tenido la suerte de tomar un café en el Zurich o una cerveza en el Octopussy a menos de diez metros de una estrella del cine europeo era Nora: todos los demás habían tenido su dosis de famoseo.

Bien, pues esa noche se iba a tomar la revancha. Henrik la iba a colar en el evento —«super-super-superex-clusivo», como le repitió su amigo varias veces— y ella iba a conocer a todo el mundo, y a salir de allí con números de teléfono, ofertas de trabajo y docenas de amantes extremadamente sexys que la llevarían a desayunar a París y a cenar a Nueva York. «Al menos hasta que mi fortuna sea diez veces mayor que la suya y los lleve yo a ellos, o a quien me apetezca», pensó mientras se exfoliaba los codos a conciencia. Mientras se secaba el pelo y le daba forma con la ayuda de un cepillo, Nora vio que una mariposa amarilla, ocre y negra se había colado por la ventana y daba vueltas por el cuarto de baño. Paró un momento de acicalarse para abrir del todo el ventanal y facilitarle la huida a esa maravilla alada de la naturaleza, y en ese preciso instante fue plenamente consciente de que ya casi, casi era verano, su estación favorita.

Las terrazas de la plaza del Sol estaban a tope de gente alargando la comida del sábado, tomando los últimos cafés o las primeras cervezas, gafas de sol haciendo compañía a los paquetes de cigarrillos sobre las mesas y los jerséis y cazadoras —inútiles con los más de veinte grados de temperatura que hacía bajo el sol— descansando en los respaldos de las sillas.

Todo en el ambiente invitaba a la pereza y la indolencia, pero Nora tenía una misión: convertirse en la mujer más sexy sobre la faz de la tierra. Para ello estaba dispuesta incluso a ofrecer algún amigo o familiar en un sacrificio a los dioses o, aún peor, maquillarse y ponerse esos instrumentos de tortura llamados tacones. «Tacones que, por cierto, no tengo ni la más remota idea de dónde deben de estar», se dijo, preocupada porque —dado su nivel de desorden habitual— encontrar unos zapatos en esa jungla que era su habitación podía ser una labor titánica.

Decidida a empezar el ejercicio de espeleología, abrió el armario. Bajo capas y capas de ropa sin doblar y que no había visto la plancha desde el siglo pasado (literalmente) encontró la maleta con la que había llegado a Barcelona, hacía cinco meses.

«Cinco meses ya…», pensó. La verdad es que no había perdido el tiempo. Ya tenía un trabajo —aunque fuera de camarera en un bar, pero al menos era un bar donde ponían la música que le gustaba, con compañeros simpáticos y copas gratis ilimitadas, algo muy importante cuando tienes veintitrés años y una sed eterna— que le permitía pagarse la comida, la ropa y su parte de los gastos del piso, y hasta había ahorrado algo para hacer una escapada veraniega. Su horario laboral —terminaba a las tres— le permitía vivir también de día y compatibilizar su trabajo «alimenticio» detrás de una barra con alguna colaboración esporádica con los alumnos de la ESCAC, la Escuela de Cine de Cataluña, ayudando gratis en algún corto o, en un par de ocasiones, cobrando en calidad de asistente del asistente del asistente del asistente de producción en un anuncio de coches y otro de turismo de Barcelona.

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