La canción de Nora (2 page)

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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

El proyecto de mudarse había empezado el 19 de septiembre en un cine de Estocolmo, en el estreno de
Todo sobre mi madre
de su idolatrado Almodóvar. Allí, emocionada por la película que transcurría en gran parte en Barcelona, decidió que se mudaba ya al Mediterráneo. Siempre se acordaría de la fecha porque era 19 del 9 de 1999, y se dijo: «Nora, Barcelona será tu ciudad». Sabía que allí se rodaba una cantidad respetable de anuncios cada temporada, series de televisión, cortometrajes, había productoras muy interesantes, cultura cinematográfica en general, con festivales de cortos populares, cine de verano al aire libre… Sin duda Barcelona era un buen lugar para empezar una carrera, siempre que no te diera miedo hacerlo desde abajo, arremangándote y trabajando todo lo duro que hiciera falta. Y Nora estaba dispuesta a eso y a todo lo que hiciera falta. De hecho no creía que hubiera otra manera de hacer las cosas que currárselo desde cero.

El ruido de la montaña de
tuppers
, cajas de cereales y demás que se le cayeron a Carlota del armario mientras buscaba el bote del café la sacaron de sus ensoñaciones.

—¡Joder! Ayúdame a recoger esto, vikinga. Toda, toda, toda la culpa de todo es tuya —musitó su amiga, mientras le arrancaba de las manos el comprimido que una Nora demasiado sonriente le ofrecía, tragándoselo a palo seco, a pesar del claro riesgo de asfixia que ello conllevaba—. ¿A quién se le ocurre mudarse de ciudad el 31 de diciembre a las nueve de la noche? Un poco más y te comes las puñeteras uvas en el avión.

—En Suecia no comemos uvas para celebrar el fin de año, querida, allí lanzamos fuegos artificiales y bebemos champán —replicó Nora con tono aristocrático—. Además, toda la culpa de esto es tuya. Tú me llevaste a beber que si una copita de cava aquí, un chupito de tequila a otro local, un par de cervezas al bar ese, Benidorm, y a partir de entonces ya no recuerdo gran cosa más. Y eso que yo prefiero el vodka con Red Bull… Si no tuvieras amigos en todos los locales de la ciudad, ahora estaríamos mucho mejor. No te quejes, bonita, que en el pecado llevas la penitencia.

Apenas tuvo tiempo de agacharse para que el almohadón rojo que le tiró Carlota no le diera en toda la cara. El principal damnificado de esta muestra de agilidad —que sorprendió a todos, pero sobre todo a la misma Nora, que no se consideraba precisamente ágil y veloz— fue Thor, un gato naranja que recibió de pleno el cojinazo que le sacó del más profundo de los sueños mininos con un sonoro bufido.

—¿«En el pecado llevas la penitencia»? ¡Joder, Nora, en vez de un pibón sueco de veintitrés años pareces una abuela murciana de setenta y cinco! ¿Dónde has aprendido esas expresiones? ¿Leyendo
El Quijote
o
El Lazarillo de Tormes
? Desde luego, lo tuyo no es normal.

Carlota no se había equivocado mucho: había una abuela detrás de esa expresión, pero no era de Murcia, sino de Benidorm. Nora era el segundo fruto de un amor de verano que duró algo más de lo esperado. En concreto, diez años. Su madre, Inga, era una de las suecas avanzadas a su tiempo que invadieron las costas españolas durante la década de los setenta en busca de mar, sol y juerga, y a pesar de que encontraron bastante más de lo primero que de lo último, se convirtieron en un mito de la liberación femenina y las axilas sin depilar —aunque en aquella época en España no se llamaba a eso «movimiento feminista», sino más bien «ser una fresca»— durante los estertores del franquismo. Inga, además de conseguir un bonito tono dorado que acentuaba su rubio natural, también se llevó otro recuerdo español: Antonio, un alicantino estudiante de último año de Periodismo que se sacaba unos duros tocando canción ligera acompañado de un guitarrista en los bares de la zona guiri de Benidorm.

Sus futuros padres pasaron todo el verano juntos, y cuando el mes de agosto acabó, quedó claro que lo suyo no era solo cosa de un calentón y las posibilidades de seguir postergando la vuelta a casa de Inga desaparecieron, la pareja decidió volver junta a Estocolmo. Aunque Maruja, la madre de Antonio, nunca superó eso de que «la fresca» se llevara a su hijo a un país frío en el que la gente iba por las casas descalza, algo totalmente inconcebible «para cualquier persona de bien».

Todavía había en casa de su madre muchas fotos de esa época, escondidas en un cajón que Nora espiaba cuando era pequeña, poco después de que sus padres se separaran. Nora solía mirar esas fotos muy de cerca, escudriñando las caras sonrientes, jóvenes y evidentemente enamoradas que aparecían en ellas para intentar adivinar qué había fallado entre esa pareja que se abrazaba en las fotos. A finales de los ochenta Inga y Antonio ya no se llevaban muy bien, en realidad él nunca consiguió adaptarse al clima y a la mentalidad de Suecia. En 1988 fue a cubrir los juegos olímpicos de Seúl para una agencia de noticias en la que trabajaba, se enamoró de una empresaria coreana y se trasladó a vivir allí. Solo regresó a Suecia un par de veces durante la adolescencia de Nora. Ni ella ni su hermano fueron nunca a visitar a su padre, quizás porque les incomodaba que allí él hubiese formado otra familia.

Nora se embobó y sonrió pensando en su infancia, y en la yaya Maruja, que se convirtió en el único vínculo con España a medida que se desvanecía la relación con su padre.

Carlota acertó de lleno con una almohada en la cara de Nora, sacándola de golpe de la nube de recuerdos.

—¡Auuuuuu,
din idiot, sluta för fan
! —Una de las pocas cosas que a Nora nunca le sonaron bien del castellano fueron los insultos y las palabrotas, que profería siempre en su lengua materna—. Deja de intentar rematarme, pon música y prepara algo para comer mientras me ducho. Tenemos que hacer toda la lista de propósitos de Año Nuevo que nos iremos cargando poco a poco en los próximos meses, como manda la tradición.

Carlota encendió uno de los Lucky Strike Light que siempre llevaba pegados a los labios y puso un CD de Beck a un volumen que Nora consideró bastante soportable, dada su proverbial afición a los decibelios.

—Frita me tienes con tus costumbres suecas de buenas intenciones que os dan cada fin de año. Ya te voy avanzando, como ves por el cigarrillo que me acabo de encender, que no tengo ni la más mínima intención de dejar de fumar. Ni de apuntarme al gimnasio. Ale, vete a la ducha, tía, que hueles a tigrillo. —Y acompañó el consejo de un simpático pero enérgico cachete en las rotundas nalgas de Nora.

Nora sacó su albornoz de la maleta todavía sin deshacer y decidió cambiar la ducha por un baño reparador que, seguro, se llevaría con él los restos dolorosos de la fiesta. Mientras buscaba la temperatura perfecta y dejaba que se llenara la bañera, se pasaba el cepillo por el pelo enredado, donde aún quedaba algún confeti, con la mirada perdida. Todavía seguía pensando en su abuela española, una viuda de armas tomar con la que había pasado los quince primeros veranos de su vida, muchos en compañía de Nikolas, su hermano mayor, llamado así en honor a un abuelo al que Nora no llegó a conocer más que en una foto que había en la repisa de casa de la yaya, siempre con una flor fresca al lado. Nikolas era sorprendentemente parecido a su padre: de cabello oscuro y ojos castaños, alto y de complexión fuerte, de risa fácil y voz potente. Los genes suecos no habían hecho mucha mella en su pigmentación, mientras que Nora, pelirroja, rotunda de formas pero no excesivamente alta, de piel clara y pecosa —jamás se ponía morena, solo se quemaba— y ojos verdes, era una belleza exótica que hacía que, a veces incluso en su Suecia natal, todo el mundo se dirigiera a ella en inglés, a falta de más pistas sobre su enigmática procedencia.

Fue su abuela la que les enseñó a apreciar (y a cocinar, algo que hizo de Nora una compañera de piso muy valorada durante su época de estudiante de cine, y que su hermano aún utilizaba como arma de seducción infalible) la tortilla de patatas, la fabada y unas albóndigas con pisto «que alimentaban solo con olerlas», afirmaba orgullosa Maruja cada vez que las preparaba, mientras se secaba las manos en el delantal.

La influencia de la abuela también hizo que, como bien había dicho Carlota, su conocimiento del castellano —idioma que hablaba casi tan bien como el sueco— estuviera trufado de expresiones de persona mayor que habían hecho que en innumerables ocasiones los profesores no nativos que le «enseñaban» español en la escuela le preguntaran qué quería decir exactamente eso de «tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe» o «gallina vieja hace buen caldo».

Perdida en el laberinto de sus pensamientos, y con el pelo más desenredado de la tierra, ya que llevaba casi diez minutos cepillándoselo sin parar, Nora se dio cuenta de repente de que el agua del baño estaba a punto de desbordarse. Cerró el grifo y se metió con cuidado en el agua, caliente y reconfortante, a la vez que se felicitaba por el acierto: esto era exactamente lo que necesitaba.

Mientras sus músculos se relajaban y su mente hacía lo propio, Nora recordó el último verano que pasó en Benidorm, siendo ya una adolescente. «Todo el mundo tiene un verano como ese», pensó. «El verano en el que dejas de ser un niño y te conviertes en un adolescente. El momento en el que todos tus valores cambian y todo en lo que creías se destruye, para que lo vuelvas a construir. El verano en el que descubres la cerveza, la música, te convences de que los amigos son la auténtica familia y te das cuenta de que lo que hay debajo de la ropa de los chicos no solo no da miedo, sino que puede ser extremadamente divertido».

En su caso fue, además, el verano en el que perdió la virginidad en la parte de atrás de una furgoneta, en brazos del que creía que sería el hombre de su vida. Martín tenía veinte años y el cuerpo de un atleta, la lengua afilada y el piropo rápido de un obrero de la construcción y una guitarra con la que le descubrió al que se convirtió automáticamente en el grupo favorito de Nora: The Pixies.

Martín tuvo que cantarle
Come on Pilgrim y Surfer Rosa
durante muchas noches, mientras fumaban paquetes de cigarrillos comprados entre toda la pandilla y bebían tragos de un vodka que era auténtico alcohol de quemar y cerveza recalentada y sin gas, pero que sabía a rebeldía, a gloria, y a ser una persona mayor.

Cuando, entre canción y canción, Martín dejaba la guitarra para tocarla a ella, a Nora le parecía que sus manos seguían tocando aquella melodía, en su pecho, en sus muslos, en su estómago o en sus nalgas. Se dio cuenta, no sin sorpresa, de que todavía se ponía caliente al pensar en las manos grandes y fuertes de Martín, toscas pero a la vez delicadas, que seguro que ya habían tocado a más de una mujer —las malas lenguas decían que se acostaba con las esposas de los militares del cuartel, pero Nora nunca quiso saber más, porque se ponía extremadamente celosa— y que le hicieron llegar a los primeros orgasmos en compañía de su vida. Sin darse cuenta, dejándose llevar por los recuerdos y relajándose gracias al baño, Nora abrió las piernas y se mordió ligeramente el labio inferior.

Hizo una valoración rápida de la situación y se decidió: aunque todo el mundo sabe que la masturbación femenina y el agua caliente no son la mejor de las combinaciones, también es vox pópuli que un orgasmo es una de las mejores maneras de rematar una resaca. Nora cogió un gel de baño con perfume de vainilla y empezó a enjabonarse el pecho, generoso, redondo y firme. A pesar de la temperatura del agua, sus pezones no tardaron en ponerse duros, gracias en parte al recuerdo de los labios de Martín posándose en ellos, chupándolos con gula, mordiéndolos con el punto de torpeza que dan el ansia y la juventud. Sintió cómo su sexo empezaba a responder al estímulo de sus caricias y sus recuerdos —un lametón en la oreja, un dedo travieso jugando dentro de sus Levi's 501, la voz de Martín diciéndole «pero mira que estás buena, pelirroja», ronco a causa de la excitación— con una ligera palpitación, y metió el cabello en el agua, estirándose todo lo que la bañera le permitía, postergando «un poco más, solo un poco» el ansiado momento de posar las manos entre sus piernas, separar los labios, hundir entre ellos primero delicadamente el dedo corazón y después el índice, con un poco más de fuerza, usando su propia humedad como una guía infalible del camino hacia el placer, apretar las piernas para intensificar las sensaciones y…

—Tía, ¿qué haces ahí dentro tanto rato? ¡La comida está en la mesa y se va a enfriar! ¡Deja de masturbarte y sal a comer!

Nora volvió de golpe a la realidad, llevándose un buen susto. Estaba muy cachonda, y asustada de lo bien que la conocía Carlota, ¿o la estaba espiando?

La bendita pasta con tomate y chorizo de Carlota —sin duda, su plato estrella, por no decir el único que su amiga sabía preparar decentemente— acabaría de arreglarle el cuerpo. «Ya que lo de abajo está complicado ahora mismo, arreglemos por lo menos la parte superior», pensó, riéndose mientras se secaba el pelo con una toalla y se ponía unos
leggings
y una camiseta vieja de los Rolling casi transparente, tan gastada que cualquier madre la habría colocado hacía tiempo en el cajón de los trapos, pero a la que Nora tenía un cariño especial.

Sentadas en el sofá, con los tres gatos rondando cerca de sus pies por si se despistaban y les caía algo comestible, viendo las repeticiones de los terribles programas de fin de año por la tele, bebiendo Coca-Cola y devorando los macarrones de Carlota con cantidades ingentes de queso, acabó de pasar la tarde, y con ella la resaca. Charlando de todo y de nada, a veces quedándose calladas, porque su relación era de esas que no solo toleran, sino hasta celebran los silencios compartidos.

Nora y Carlota, Carlota y Nora. Se conocieron en Suecia en 1995, gracias a Nikolas, el hermano mayor de Nora, que por aquel entonces era un saco de hormonas con patas de veinte años con tres prioridades: mujeres, videojuegos y amigotes.

Le contó que había conocido a una española que le gustaba muchísimo, «y cuando hablo de gustar no me refiero solamente a follar», puntualizó Nikolas con una gravedad casi adulta.

A Nora, tras un constante «Carlota esto, Carlota lo otro, Carlota lo de más allá» por parte de su enamorado hermano, cada vez le picaba más la curiosidad y tenía más ganas de conocer a la chica de pelo corto que tanto fascinaba a Nikolas. Primero porque no parecía el prototipo de rubia tetona y descerebrada con la que su hermano solía salir —de hecho debía de ser una tipa bastante brillante, ya que estaba becada en el prestigioso KTH, Real Instituto de Tecnología— y segundo por la fascinación que ejercía en él, normalmente bastante impermeable a los encantos que no fueran físicos.

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