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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (37 page)

Tonio asintió.

—Cuando me lo dijeron, me eché a reír. Dije que a lo mejor el coronel estaba planificando la jubilación al final de su carrera y que había pensado en instalarse en este pueblo para cultivar uva. O que tal vez planeara enviar tropas por aquí de maniobras, o quizá, quizá, quizá. Pero insistieron en enviar agentes, así que... ¡He tenido que cavar un hoyo en la tierra de mi propio padre! Es que no se les pasa nada por alto, ni el más nimio detalle. Por eso tienen tanto éxito, por eso son los mejores. —Sonrió a Marimar—. Pero ten paciencia, pronto se habrán ido.

Al poco regresó el cabo Bagés.

—Señor —dijo a Josep—. ¿Puede acompañarme?

Guió a Josep hasta la puerta encajada en el monte.

—¿Qué es esto?

—Mi bodega de vino.

—Si no le importa... —dijo.

Josep abrió la puerta y entraron en la oscuridad.

En un instante Josep encendió una cerilla, prendió con ella la lámpara y permanecieron bajo su luz temblorosa.

—Ah —dijo el guardia, con voz suave. Era un sonido de placer—. Qué fresco hace aquí. ¿Por qué no viven aquí dentro?

Josep le dirigió una sonrisa forzada.

—Porque no queremos calentar el vino —contestó.

El cabo alargó una mano y cogió la lámpara. La sostuvo en lo alto y examinó lo que tenía delante: la pared y el techo rocosos, la mampostería que empezaba detrás de la hilera de botellas llenas.

Acercó la lámpara a la mampostería y la miró intensamente, estudiándola, y Josep se percató de algo con un desánimo repentino. Se iba a notar la distinta coloración de la argamasa que sujetaba las piedras en función del tiempo que llevaba secándose. La arcilla se volvía de un gris claro al secarse, casi del mismo tono que muchas de las piedras, mientras que en estado húmedo era mucho más oscura y tenía vetas marrones.

Se podían detectar las dos últimas secciones.

El corazón le daba martillazos. Sabía exactamente qué iba a ocurrir a continuación. El cabo observaría la arcilla y empezaría a quitar las piedras de colocación más reciente.

El hombre acercó la lámpara a la pared, dio un paso adelante y en ese momento se abrió la puerta de la bodega y entró el otro oficial.

—Creo que hemos encontrado algo —dijo el agente Manso.

El cabo dio la lámpara a Josep y se fue con su colega. Josep oyó las palabras susurradas:

—Una tumba excavada.

La puerta se había quedado abierta de par en par y estaba entrando calor.

—Señores, por favor... La puerta —consiguió decir.

Pero los guardias no lo oyeron, se marcharon a toda prisa, de modo que Josep apagó la lámpara y los siguió, tras cerrar firmemente la puerta.

No era un día extremadamente caluroso para el clima catalán, pero el contraste con la frescura de la bodega resultaba mareante.

Vio que todos se habían reunido en el límite trasero del este de la parcela de los Álvarez, incluso Ángel Casals, que debía de haberse acercado cojeando lentamente desde sus tierras. El alcalde parecía acabado y se apoyaba en Marimar.

Se oía el ruido de una pala y los leves gruñidos de quien la usaba.

Al acercarse, Josep vio que estaban todos mirando a Tonio Casals, que permanecía dentro del gran hoyo que acababa de excavar.

Josep se unió a los demás, con un histérico regocijo interno, pues la situación era exactamente la misma que había imaginado con terror, con su mujer y su hijo y los vecinos presentes como testigos del desastre y la desgracia en el momento en que se cernían sobre él.

—Aquí hay algo —dijo Tonio.

Soltó la pala y se agachó para coger algo y dar algunos tirones hasta que emergieron del suelo dos huesos unidos con trozos de tierra y de materia todavía pegados.

—Creo que es una pierna —dijo Tonio. A Josep le pareció que se daba demasiada importancia. Sin embargo, enseguida soltó un gritito—: ¡Madre de Dios! —Tiró al suelo aquel objeto espeluznante—. ¡Una pezuña hendida! ¡Es una pierna del demonio!

—No, señor —sonó la voz juvenil, emocionada y aguda de Francesc—. No es un demonio, es un cerdo.

En el breve silencio que siguió, Josep vio que Eduardo se echaba a temblar. Se le agitaban los hombros y su cara seria se retorcía.

Eduardo gruñó, con un sonido que parecía venir de una bomba de agua, y luego Eduardo vio y oyó por primera vez en su vida la verdadera risa de Eduardo Montroig. La carcajada era suave y aspirada, como el ladrido de un perro asmático después de correr mucho.

Casi al instante se sumaron los demás, incluso los guardias, seducidos a la vez por la irrefrenable alegría de Eduardo y por la situación. A Josep le resultó fácil rendirse a la histeria y a las risas que estallaron de nuevo mientras Tonio volvía a enterrar el jabalí.

Preocupado por el aspecto que lucía el alcalde, Josep lo acompañó al banco y le llevó agua fresca.

Tonio siguió ignorando a Josep, pero se dirigió a Marimar:

—Me gustaría probar vuestro vino —dijo.

Ella vaciló mientras buscaba el modo de evitar tener que servirle, pero Ángel Casals se dirigió a su hijo con brusquedad:

—Y a mí me gustaría que me llevaras a casa ahora mismo. He contratado a Beatriu Corberó para que nos cocine su paella de verano, con butifarra y verduras, una cena de pueblo para ti y tus amigos, y tengo que ir a ver cómo va.

Así que Eduardo ayudó al alcalde a montar en la mula de su hijo y Tonio se lo llevó.

Aturdido, Josep llenó una jarra del barril de vino común, ya casi vacío, y usó las copas de Quim para servírselo a los dos guardias, a Marimar y a Eduardo.

Los guardias civiles no tenían prisa por irse. Bebieron despacio, felicitaron a Josep por el vino y se dejaron convencer de que no pasaba nada porque se tomaran otra ronda, a la que él mismo se sumó.

Luego le estrecharon la mano, le desearon una cosecha abundante, montaron en sus caballos y se fueron.

61
Monsieur

A principios de septiembre había aparecido bastante gente en busca de la bodega para comprar vino, y cuando Josep vio que un jinete entraba en su viña desde el camino creyó que se trataba de otro cliente. Pero al acercarse vio que el hombre tiraba de las riendas para examinar el cartel.

Y entonces reconoció su cara, que lucía una sonrisa bien amplia.

—¡Monsieur! ¡Monsieur! —lo llamó.

«¡El señor Mendes podrá probar mi vino!», pensó de inmediato, con una mezcla de alegría y terror.

—Señor —le respondió Mendes.

Le encantaba poder presentar a Maria del Mar y a Francesc a Léon Mendes.

Había hablado mucho de él con su esposa y ella sabía lo que el francés significaba para él. Una vez hechas las presentaciones, Marimar se llevó a Francesc de la mano y corrió a la granja de los Casals a comprar un pollo, así como a la tienda de comestibles en busca de otros ingredientes, consciente ya de que se iba a pasar la tarde entera preparando la cena.

Josep desensilló el caballo. Cuando él estaba en Languedoc, monsieur Mendes llevaba una muy buena yegua árabe negra. Ésta también era yegua, pero se trataba de un animal marrón, de lomo jorobado y dudoso linaje, un caballo propio de sirvientes, alquilado por Mendes en Barcelona al bajar del tren. Josep se encargó de alimentarlo y darle agua. Puso dos sillas a la sombra y llevó a su visitante unos trapos mojados para que se humedeciera la cara y las manos y se quitara el polvo del camino.

Luego sacó un cántaro y dos tazas, se sentaron los dos a beber agua y empezaron a charlar.

Josep le contó a Mendes la historia de cómo había conseguido su viñedo. Que su hermano y su cuñada habían decidido vender la tierra de los Álvarez y él la había comprado. Explicó que el vecino, poseído de amor, le había forzado a asumir la responsabilidad de las tierras contiguas, de los Torras, y que al casarse con Marimar habían fundido sus propiedades.

Mendes lo escuchaba con atención y hacía alguna que otra pregunta, con los ojos abiertos de satisfacción.

Josep no quería abalanzarse sobre el francés sin darle antes la bienvenida durante el tiempo suficiente, pero le resultó imposible contenerse más.

—¿Una copa de vino, tal vez? —preguntó.

Mendes sonrió.

—Una copa de vino será bienvenida.

Sacó dos copas y fue corriendo a la bodega en busca del vino. Mendes miró la etiqueta y enarcó las cejas mientras le devolvía la botella para que la abriese.

—A ver qué le parece, monsieur —dijo Josep, mientras lo servía.

Ni se les ocurrió brindar por su recíproca salud. Ambos sabían que se trataba de una cata.

Mendes alzó el vaso para observar el color del vino, lo movió trazando leves círculos y estudió los finos rastros translúcidos que dejaba el líquido en el cristal al arremolinarse. Lo acercó a la nariz y cerró los ojos. Bebió un sorbo, conservó el vino en la boca e inspiró con los labios un poco abiertos para que el aire lo atravesara de camino a la garganta.

Luego se lo tragó y se quedó sentado con los ojos cerrados, el rostro pétreo y muy serio. Josep no podía adivinar casi nada por su expresión.

Abrió los ojos y bebió otro trago. Sólo entonces miró a Josep.

—Ah, sí —dijo suavemente.

—Es muy delicado, como sin duda sabrás ya. Es intenso y afrutado, y al mismo tiempo bastante seco. ¿La uva es Tempranillo?

Josep estaba exultante, pero se limitó a asentir como quien no quiere la cosa.

—Sí, nuestra Tempranillo. Y algo de Garnacha. Y una cantidad menor de Cariñena.

—Tiene mucho cuerpo, pero es elegante y conserva el espíritu mucho después de tragarlo. Si yo hubiera hecho este vino, estaría enormemente orgulloso —dijo Léon Mendes.

—En cierta medida sí que lo ha hecho usted, monsieur —respondió Josep—. He intentado recordar cómo lo hacía, paso a paso.

—En ese caso, estoy orgulloso. ¿Lo vendes?

—Claro, por Dios.

—Me refiero a que me lo vendas a mí, a granel.

—Sí, monsieur.

—Enséñame tu viña —pidió Mendes.

Recorrieron juntos las parras, y recogieron de vez en cuando una uva para probar su creciente madurez y comentar cuál sería el momento óptimo de vendimia. Cuando llegaron a la puerta encajada en el monte, Josep la abrió e hizo entrar a su invitado.

A la luz de la lámpara, Léon Mendes estudió hasta el último detalle de la bodega.

—¿La has cavado tú solo?

—Sí.

Josep le contó el descubrimiento del agujero en la roca.

Mendes miró los catorce barriles de cien litros, más los tres de 225.

—¿Es todo el vino que has hecho?

Josep asintió.

—Para financiar esto tuve que vender el resto de la uva para hacer vinagre.

—¿Has hecho una segunda etiqueta?

—Sólo un barril. —Guardaba una taza encima del barril para sacar vino y, para darle una muestra a Mendes, tuvo que inclinar el tonel—. Ya sólo quedan los restos —advirtió.

Sin embargo, Mendes lo cató con atención y proclamó que se trataba de un
vin ordinaire
perfectamente correcto.

—Bueno, volvamos a nuestras sillas a la sombra —dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.

—¿Has vendido algo de tu vino bueno?

—Relativamente pocas botellas hasta la fecha en el mercado de Sitges, desde la parte trasera del carromato.

Cuando Josep dijo a Mendes cuánto cobraba, el hombre suspiró.

—Has rebajado un vino excelente. Bueno. —Tamborileó con los dedos sobre el muslo mientras pensaba—. Me gustaría comprarte once toneles de cien litros. Te doblaré el precio que pedías para venderlo desde tu carro. —Sonrió al ver la expresión pintada en el rostro de Josep—. No es por generosidad, es el precio de mercado. En los años que han pasado desde que te fuiste de Languedoc, la filoxera lo ha invadido todo. Esa pulguilla cabrona ha destruido tres cuartas partes de los viñedos de Francia. Hay un clamor en busca de vinos bebibles, el precio está muy alto y sigue subiendo. Después de pagar el embotellado y el transporte, podré vender tu vino con excelentes beneficios. Desde un punto de vista egoísta, podría comprarte hasta la última gota, pero te dejo lo suficiente para llenar unas 900 botellas, y deberías servirte de eso para empezar a crear una clientela en tu propio territorio.

»Para vender tu buen vino has de comprar botellas nuevas y buscar una imprenta para las etiquetas. Consigue una caseta pequeña en alguno de los mercados cubiertos de Barcelona y multiplica por dos y medio el precio que pusiste en Sitges. En Barcelona hay compradores de medios reducidos, igual que en los pueblos de pescadores, pero también hay prósperos hombres de negocios y una rica aristocracia que compra lo mejor y siempre anda en busca de algo nuevo. Venderás tu vino muy rápido. ¿Cuánto planeas prensar en la próxima cosecha?

Josep frunció el ceño.

—Un poco más que el año pasado, pero volveré a vender la mayor parte del zumo fermentado para hacer vinagre. Necesito dinero en efectivo.

—Sacarás mucho más si lo vendes para vino que para vinagre.

—No tengo suficiente dinero para pasar el año, monsieur.

—Te adelantaré el dinero que necesites para trabajar, a cambio del derecho exclusivo sobre dos tercios de tus toneles de vino. —Miró a Josep—. He de decirte que si no aceptas mi oferta, no tardarás en recibir otras. Me he encontrado con una docena de viticultores franceses que intentaban comprar vino por aquí. De ahora en adelante será muy común verlos en Cataluña y en todo el resto de España.

La mente de Josep era un torbellino.

—He de tomar decisiones importantes. ¿Le importa que le deje solo un rato y me lo piense un poco?

—Claro que no —contestó Mendes—. Daré una vuelta por el resto de tu viñedo y me entretendré.

El hombre sonrió, y Josep pensó que monsieur Mendes sabía perfectamente a qué iba a dedicar él aquel intervalo.

La casa olía a ajo, hierbas y guiso de pollo.

Josep encontró a Marimar en la cocina, desvainando judías y con un copo de harina en la nariz.

—Ángel sólo ha querido venderme una vieja gallina que ya no le pone huevos —dijo—. Pero quedará bien. La estoy estofando a fuego lento con ciruelas y un poco de vino y aceite, y luego tomaremos una tortilla de espinacas con salsa de tomate, pimienta y ajo.

Se sentó con él y escuchó atentamente su descripción de la oferta de monsieur Mendes. Le interrumpió con alguna pregunta, pero se esforzó por absorber todo lo que le contaba Josep.

—Es una oportunidad para establecernos como productores de vino. Deberíamos aprovechar la situación. La filoxera, la carestía de vino en Francia...

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