No extendió la mano, pero fue como sí lo hiciera. Félix le pasó el tercer billete de a cien.
—¿Recuerdas a la monja, la noche del crimen?
El portero miró con los ojos velados a Félix y supo que ya no iba a recibir otro billete.
—Clarito la recuerdo. Nunca vienen religiosas a pedir limosna a esas horas de la noche.
—Dime más tarde si la señora que va a venir al rato se parece a la monja.
—Pues luego. Usted manda, jefe.
Nunca sonrió pero las arrugas de cuero alrededor de sus ojos temblaron un poco. No dio otra señal de que tenía la esperanza de recibir otros billetes más tarde.
Félix estaba duchado, rasurado y rociado con Royall Lyme cuando escuchó los nudillos tocando contra la puerta. Eran las once y media pasadas.
Abrió. Mary Benjamín, en la memoria fílmica de Félix, se parecía a Joan Bennett cuando Joan Bennett dejó de ser rubia tanto para diferenciarse de su hermana la adorable Constance como para competir con la exótica sensación de Hedy Lamarr. Ahora añadía una simulación más a ese cúmulo de imágenes disfrazadas; igual que Angélica en los muelles del golfo de México, Mary estaba peinada como Sara Klein, que usaba el peinado de fleco y ala de cuervo de Louise Brooks impersonando a la Lulú de Wedekind en la versión cinematográfica de F. W. Pabst. Por un instante, Félix sintió que una pantalla plateada los separaba a él y a Mary, él era un espectador, ella una sombra proyectada, el umbral de la puerta la línea divisoria entre los pobres sueños del cine y la miserable realidad del público que los soñaba.
Pero los ojos violetas eran de Mary, también el escote y el lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba. Sobre todo, era Mary porque se movía como una pantera negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra. Así entró al apartamento, preguntando ¿usted es el que dice ser Félix Maldonado?, me lo va a tener que demostrar, yo conozco a Félix Maldonado y asistí a su entierro en el Panteón Jardín el miércoles 11 de agosto, hace apenas una semana, además este cuarto está a nombre de un tal Diego Velázquez, ¿es usted?
Miró alrededor de la suite y añadió que todas eran iguales, qué falta de imaginación, ¿en un lugar exacto a éste murió Sara Klein, verdad?
—Ésta es precisamente la suite donde Sara fue asesinada —dijo Félix, hablando por primera vez desde que Mary llegó.
La mujer se detuvo, disimulando mal su turbación al reconocer la voz de Félix con un gesto de la mano que acompañó el vuelo del ala de cuervo de la nuca a la mejilla, mostrando apenas el lóbulo encendido de la oreja. Félix se dijo que de acuerdo con la teoría del profesor Bernstein, comprobada por los hechos, Mary no lo reconocía porque lo buscaba.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con falsa displicencia—, éste es un lugar para turistas y amantes de paso.
—Y yo soy un muerto —dijo sin inflexión Maldonado.
—Esperaba que fueras un amante de paso —rió Mary.
—¿Acostumbras asistir a citas hechas por teléfono y por desconocidos?
—No digas necedades y ofréceme una copa.
Ella misma se dirigió al barcito incrustado en una de las Paredes y lo abrió, escogió un vaso y se mantuvo lejos de Félix, mirándolo con curiosidad, esperando que le llenara la copa.
—Un vodka tonic —le dijo cuando Félix se acercó.
—Veo que de veras conoces bien este lugar —dijo Félix cuando encontró las botellas.
Destapó la botella de aguaquina. Mary tomó la de vodka y midió la porción en el vaso; Félix le añadió el agua hasta donde Mary le indicó con un dedo dotado de vida propia, como una culebrita.
—He estado, he estado. En las rocas, por favor. La nevera está abajo del bar.
Félix se hincó y abrió la hielera. El olor palpitante del sexo de Mary le llegó sin pagar derechos aduanales. Giró un poco la cabeza y miró el regazo de la mujer.
—¿Has estado antes en este lugar? —insistió Félix sin incorporarse, apretando el recipiente de plástico para separar los cubitos de hielo.
—Ajá. Y en muchos como éste. El que está junto al Restaurante Arroyo, por ejemplo. Fuiste tú el que me plantó.
—Te dije que tenía una cita importante.
—Yo soy la cita más importante, siempre. Pero claro, tú eres un pinche burócrata que tiene que estar donde le ordenen sus jefes. Prefiero a los hombres que son sus propios jefes.
—¿Como tu marido?
—Ahí tienes.
—Pero es un hombre que no te satisface y lo corneas más que esas pobres vaquillas que Abby se figura que torea.
—Tomo el placer donde quiero y cuando quiero, señor. ¿Se apura con los hielos? Tengo sed.
Ilustró su impaciencia con un repetido tamborileo de la punta del pie.
—Te sientes la mera mamá de Tarzán, ¿verdad, Mary?
Alargó la mano con el vaso hacia la nariz de Félix, solicitando el hielo y sonriendo con unos dientes que lo hubieran suplido dentro del vaso de vodka y aguaquina.
—Yo soy mi propio dueño en tecnicolor, pantalla ancha y sonido estereofónico, buey, y si no te…
No tuvo tiempo de terminar la frase; Félix metió la mano bajo la falta de Mary, separó el elástico del mínimo calzoncito y dejó caer dos cubos de hielo que fueron a derretirse sobre el moño ardiente de la mujer.
Mary gritó y Félix, de pie, la tomó entre los brazos, yo soy como tú, le dijo al oído, tomo el placer con quien quiero y donde quiero, te lo dije, sólo te deseo si te tomo en seguida, no puede haber distancia entre mi deseo y tu cuerpo, Mary.
Se vació en ella de todos los juegos de ratón y gato de la semana pasada, de todas las simulaciones, aperturas al azar y predisposiciones ciegas de su ánimo dispuesto a ser conducido, engañado, despistado pero obligado al mismo tiempo a mantener una imposible reserva racional para que el azar propio sólo coincidiese con la voluntad ajena a fin de vencerla en nombre de la propia voluntad, que tampoco era suya, era la de una organización embrionaria, la del hermano de Angélica, el jefe, el capi, Timón de Atenas en clave, el otro caballero de la justa, que no le daba siempre su lugar, confiaba en muchachitos imberbes, se servía de citas de Shakespeare tan transparentes que resultaban oscuras o viceversa, pensó mucho y rápido, todo lo que le pasara por la cabeza para no venirse pronto, aguantar mucho, hacerla venirse primero a ella con!a cara cicatrizada hundida entre los muslos empapados de la mujer súbitamente dócil, arañada por la cabeza de cabellera naciente de Félix mezclada con los mechones suaves y espumosos de Mary, la quiso lenta y brutalmente, con toda la suavidad que podía convocar la energía de su cuerpo de hombre hambriento pero que pensaba todo el tiempo para no venirse, para darle dos veces el placer a la mujer, sin dejar de pensar que una mujer sólo es amada cuando el hombre sabe que la mujer goza menos veces que el hombre pero siempre más intensamente que el hombre. Mary se vino en la cara de Félix y Félix se vengó con furia sobre el cuerpo de Mary de la muerte de Sara Klein, dentro del cuerpo de Mary de la operación en la clínica siriolibanesa y de la impotencia humillante ante Ayub y el Director General, para el cuerpo de Mary duplicó la energía física de la lucha contra el cambujo en el muelle de Coatzacoalcos y con el cuerpo de Mary se liberó del deseo que sintió ante el cuerpo muerto de Sara y el cuerpo desvanecido de Angélica al borde de la piscina, hacia el centro del cuerpo de Mary dirigió el dolor de Harding y su amor por una muchacha desaparecida que se llamó Emmita, la agredió físicamente como le hubiera gustado hacerlo con Trevor, la besó como le hubiera gustado aplastarle una toronja en la cara a Dolly, le metió el dedo en el culo para limpiarse para siempre del asco de Bernstein, le lamió los pezones para borrarse para siempre del sabor de Lichita y los dos se vinieron juntos cuando él se vino por primera vez y ella por segunda y ella decía Félix, Félix, Félix y él decía, Sara, Mary, Ruth, Mary, Sara.
—No te separes todavía, no te levantes, por favor, no vayas al baño como todos los mexicanos —le pidió Mary.
—¿Cuándo estuviste antes aquí? ¿Con quién? Mary sonrió dócilmente.
—Te vas a reír de mí. Estuve con mi marido.
—¿No tienen camas de este tamaño en su casa?
—Llevábamos mucho tiempo sin acostarnos juntos. Me propuso que nos encontráramos aquí, como dos amantes, en secreto. Eso nos excitaría como antes, dijo.
—¿Sirvió de algo?
—De nada. Abby me repugna. Es un asco peor que físico porque lo que verdaderamente me fastidia son el tedio y la falta de celos. Eso es peor que el asco de su cara siempre cortada porque se rasura mal con una navaja vieja de su abuelito.
—¿Él no siente celos de ti?
—No. Yo no siento celos de él. Él sí. Me hace escenas, pero hasta eso me aburre. Hay que tener tantita imaginación para ser celoso y excitarme con los celos. A él le falta hasta eso. Debiste casarte conmigo, Félix. Ruth es demasiado gris para ti. Conmigo hubieras triunfado, te lo aseguro. Además, tenías todos los derechos. Tú me quitaste la virginidad.
—¿Le has dicho eso a Abby?
—Es una de mis armas, con eso lo pico y pierde los estribos. Es un pendejo, rico pero pendejo. Sabe que jamás lo dejaré porque tenemos cuatro hijos, está forrado de lana y ya me acostumbré a golfear a mi gusto y sin consecuencias pero lo vuelve loco que le hable de un triste burócrata como tú, que ni a condominio en Acapulco llega. Lo desafío a que me dé algo más que montones de lana y como no sabe hacerlo, se muere del coraje.
—Qué bueno servirte de pretexto, Mary.
—No son más que defensas para entrarle sin traumas a la cuarentena. Qué quieres. Tú coges muy bien. Me gustó el revolcón. Tecnicolor y pantalla ancha.
—Podemos repetir la función. La entrada es gratis.
—No. El boleto cuesta caro y hoy lo pagamos los dos.
Fue ella la que se levantó primero y caminó hacia el baño.
—El otro día en mi aniversario de bodas me dijiste que sólo te gustaba tocarme pero sin deseo. Hoy sentí que sí me deseabas. Y eso no me gustó, porque la función ya no fue gratis, como antes. Prefería que me cogieras sin desearme y no como hoy, porque deseabas otras cosas y yo nomás fui tu pretexto.
Félix se sentó al filo de la cama.
—Eso lo pagué yo, en todo caso. El deseo no es algo barato.
—El rencor tampoco, Félix. Sólo vine para insultar a otras mujeres. Dijiste sus nombres cuando te venías. Ni creas que me ofendiste. Sólo a eso vine. A humillar a la infeliz de Ruth y a decirle a tu maravillosa Sara que está muerta mientras yo cojo contigo.
Entró al baño y cerró la puerta.
Félix la condujo hasta la puerta de las suites de Génova a las dos de la mañana. El portero les abrió y ella dijo que tenía el auto en un estacionamiento de la calle Liverpool, caminaría, no quería caminar con Félix por la calle a estas horas. Félix le contestó que andaban sueltos muchos júniores borrachos en convertibles por la Zona Rosa, a veces llevaban mariadús y daban serenatas frente a los hoteles, para seducir a las gringuitas pero Mary no dijo nada.
Se besaron en las mejillas, indiferentes al indio viejo que tiritaba de frío, envuelto en un sarape gris, junto a la puerta de cristal entreabierta.
—Diez años es mucho tiempo, Félix —le dijo cariñosamente Mary—. Lástima que tengamos que esperar otros diez, hasta que se nos salga toditito el veneno del cuerpo. Pero para entonces ya estaremos medios machuchos.
—¿Sabes algo de mi muerte? —preguntó Félix con una sonrisa chueca y las manos sobre los hombros de Mary, obligándola a girar para que el portero la viera bien.
—Ya viste que no te pregunté nada.
—Me reconociste.
—¿Tú crees? No, señor Velázquez. Eso fue lo bueno de esta aventurita. No sé si me acosté con un impostor o con un fantasma. Todo lo demás no me interesa. Chao.
Se fue caminando como una pantera negra, lúbrica y perseguida.
—¿Es la monja? —le preguntó Félix al portero.
—No. La religiosa tenía otra cara.
—¿Pero has visto antes a esta mujer?
—Eso sí.
—¿Cuándo?
—Estuvo aquí a pasar la noche hace ocho días.
—¿Sola?
—No.
—¿Con quién?
—Un señor patilludo y bigotón, con la cara como jitomate.
—¿Recuerdas la fecha?
—Cómo no, señor. Fue la misma noche que se murió la señorita en el 301. Cómo voy a olvidar.
A las diez en punto de la mañana, Félix Maldonado mordía con cara de deber religioso un bagel con salmón ahumado y queso crema cuando Rosita entró al Café Kinneret.
Félix no tuvo tiempo de asombrarse ni de la ausencia de Emiliano ni del extraordinario atuendo de la muchacha. En vez de sus eternas minifaldas y medias caladas, que le daban un aire pasado de moda sin que ella lo sospechase o quizá era intencional, de todos modos las modas llegaban con retraso a México y entre que se estrenaban en las Lomas de Chapultepec y percolaban para instalarse en la Colonia Guerrero pasaban lustros y Ungaro ya inventando líneas siberianas o manchús, la muchacha con cabecita de borrego negro traía puesto un hábito de penitente carmelita, burdo, ancho, largo y con muchos escapularios colgándole sobre las bubis por primera vez escondidas.
Se había lavado la cara y entre las manos traía un velo negro, un misal y un rosario blancos.
Rosita tampoco le dio tiempo a Félix de hablar.
—Pícale, Feliciano. El taxi está esperando afuera.
Félix dejó un billete de cien pesos sobre la mesa y siguió a la muchacha a la esquina de Genova y Hamburgo. Abordaron el taxi. Félix buscó la cara del chofer en el retrovisor. No era don Memo de grata memoria.
—El Maestro no tomó el avión —dijo Rosita cuando el taxi se puso en marcha.
—¿Dónde está?
—No te angusties. Emiliano lo anda siguiendo desde que salió de su casa.
—¿Iba con retardo?
—Mucho. Nunca hubiera pescado el avión.
—¿A dónde vamos?
—Pregúntale al chofer. ¿A dónde irías tú, Feliciano? —sonrió Rosita con su cara más mustia.
—A la Villa de Guadalupe —dijo Félix en voz alta.
—Cómo no, señor —contestó el chofer—, ya me lo dijo la señorita, al santuario de la morenita, más rápido no puedo ir.
Rosita no se regodeó en su triunfo. Fingió una piadosa lectura del misal y Félix observó la imagen de la Virgen de Guadalupe metida dentro de un huevo de cristal que se columpiaba suspendido cerca de la cabeza del taxista. Estalló en carcajadas.