Angélica había salido de la piscina y subió al trampolín. Volvió a clavarse. Félix arrojó la bata a un lado y se zambulló en dirección contraria a la de ella.
El agua era demasiado tibia y la piscina estaba iluminada con claraboyas de luz sumergidas. Félix mantuvo los ojos abiertos a pesar de la irritación del cloro; vio a Angélica, lavada para siempre de la máscara de Sara Klein, nadar bajo el agua hacia él, con los ojos cerrados y movimientos regulares de los brazos y los tobillos.
Félix giró apenas, la tomó del cuello y Angélica debió dar un grito de tiburón herido; el agua quebrada como cristal los liberó y disparó hacia la superficie abrazados en una figura de Laocoonte, aunque en este caso cada cual podía creer que el otro era la serpiente.
Félix tuvo que imaginar el terror de la mirada de Angélica; le tapó la boca con la mano y volvió a hundir a la mujer en el agua; sintió un vencimiento similar al de los cuerpos femeninos que resisten el asalto del hombre para salvar las formas y en seguida se rinden; agarró con fuerza la mano de Angélica y le arrancó el anillo; en otras circunstancias, esta mujer decidida y atlética que nadaba todos los días con Ruth en el Deportivo Chapultepec se hubiera defendido mejor; ahora no supo ofrecer resistencia y Félix volvió a abrazarla para sacarla de la piscina.
El contacto con el cuerpo casi inánime lo excitó, hay mujeres que son más bellas inmóviles y Angélica, agresiva y llena de modales de señora bien en la vida diaria, parecía una diosa salvada del mar, orgullosa, solitaria y sensual, cuando Félix la abandonó, desvanecida, al borde de la alberca.
No le sobraba tiempo; se vistió, salió del hotel y volvió a arrancar en el Pinto. En la supercarretera rumbo a Galveston exploró la piedra redonda como una canica, clara como el agua de la piscina pero quebrada en miles de destellos minúsculos. Sólo en los momentos en que un auto lo rebasaba, iluminándolo desde atrás, se atrevía a levantar la piedra entre el pulgar y el índice, mirarla, buscarle inútilmente una fractura. Viajaba a noventa millas por hora y no tenía tiempo.
Cuando se detuvo frente a la casita de madera gris del capitán Harding, probó que la piedra correspondía perfectamente a la montura del anillo de Bernstein y volvió a engarzarla en su sitio, original. Se burló de esta idea; ¿por cuántas monturas habría pasado este objeto indescifrable cuyo secreto, estaba seguro de ello, habría de resultar tan obvio como la carta robada de Poe?
Harding lo esperaba. Le comentó sin dramatismo que el capitán del Alice y el marinero pecoso estaban detenidos, acusados de conspiración, usurpación de funciones, engaño, falsas apariencias, el libro entero, dijo. Cargos no faltaron, añadió Harding, y hasta logró darle un puñetazo en la boca al pecoso cuando admitió que se había encargado de cambiar entre Coatzacoalcos y Galveston, las letras blancas de la Popa del buque suspendido sobre unas tablas de pintor. El Emmita zarpaba a las seis de la mañana. Estaría en Coateacoalcos dentro de las cuarenta y ocho horas. ¿Qué se le ofrecía?
—¿Te cabe este anillo en el dedo, capitán?
Harding observó la piedra con reticencia y se la probó,
—Sí, pero los muchachos se van a reír de mí. Voy a parecerme a Lala Palooza con una gema así.
—¿A quién?
—¿No leíste los monitos de chico? No importa. No es de tu época. No te preocupes. Pensar que me insultaron de esa manera, mi barco, mi nombre, mi reputación, todo. A los viejos enfermos los retiran. Amigo, yo quiero al Emmita como a una mujer. No tengo nada más en la vida. Es como si estos bastardos me la hubieran culeado. ¿A quién le entrego el anillo?
—¿Conoces La tempestad?
—Todas —rió el viejo.
—Un muchacho y una muchacha te esperarán en el muelle. Te preguntarán si vienes de parte de Próspero y les dirás que sí. Te preguntarán dónde está Próspero y dirás en su celda. Entrégales el anillo.
—Próspero —repitió Harding—, en su celda.
—El mar tiene tristezas, ¿verdad, Harding?
—Igual que una madre que sobrevive a sus hijos —contestó el viejo.
No le costó explicarse el movimiento de entradas y salídas en la recámara de los Rossetti. Dejó abierta su propia puerta cuando regresó de Galveston y me llamó por teléfono a México para comunicarme las citas de The Tempest. Antes de colgar añadió con una mezcla de desafío y humor muy propios de mi amigo Félix Maldonado:
—Your sister's drown'd, Laertes.
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—Too much of water bast thou, poor Ophelia
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—le contesté porque no me iba a dejar apantallar por la cita, pero también porque era mi manera de darle a entender que igual que él mis emociones personales se mezclaban con mis obligaciones profesionales pero tanto Félix como yo debíamos mantenerlas separadas—. And therefore I forbid my tears
[34]
Apartó la bocina de la oreja y la acercó a la puerta abierta para que yo escuchase el movimiento de doctores, enfermeras, aparatos de reanimación y los olores de alcohol e inyecciones me llegasen por teléfono de Houston a México. Fui yo quien colgué.
Félix durmió tranquilamente; tenía indicios suficientes de que en esa relación Angélica llevaba la voz cantante y Rossetti no daría un paso hasta que la mujer se aliviara. Un ahogado muere en seguida o se salva en seguida; la muerte por agua no admite crepúsculos, es una noche negra e inmediata o un día luminoso como este que Félix descubrió al correr las cortinas. Un viento del norte barrió las nubes pesadas hacia el mar y limpió el perfil urbano de Houston. Yo tuve que soñar pesadamente con mi hermana Angélica flotando muerta en un río, como una sirena silvestre cubierta de guirnaldas fantásticas.
A las tres de la tarde, los Rossetti salieron de su habitación. Angélica se apoyó firmemente en el brazo de su marido y los dos abordaron el Cadillac listo a la entrada del Warwick. Félix volvió a seguirlos en el Pinto. La limousine se detuvo frente a un edificio disparado hacia el cielo como una saeta de cobre cristalino. La pareja descendió. Félix estacionó en plena avenida para no perderlos de vista y entró al edificio cuando los Rossetti tomaban el elevador.
Tomó nota de las paradas en el tablero y luego consultó e1 directorio del edificio para cotejar los pisos en los que el ascensor se detuvo con los nombres de las oficinas en cada uno de ellos. La tarea le fue facilitada porque los Rossetti tomaron el directo a los pisos superiores al 15. Pero de falta de variedad no pudo quejarse: financieras, compañías de importación y exportación, firmas de arquitectos, bufetes de abogados, aseguradoras, empresas navieras y portuarias, empresas de tecnología petrolera, relaciones públicas.
Calculó que la importancia de la misión del matrimonio Rossetti los conduciría al último piso, el treintavo, reservado para penthouses ejecutivos. Pero esa era la deducción más fácil y seguramente la pareja la había previsto. Félix leyó los nombres de las oficinas del penúltimo piso. Otra vez los apellidos de abogados unidos en listas kilométricas por las cadenas de culebrillas jerárquicas & & amp;, Berkeley Building Associates, Conally Interests, Wonderland Enterprises Inc.
—¿Hay una escalera que comunique al piso 30 con el 29? —le preguntó al conserje chicano.
—Naturalmente. Hay una escalera interior para todo el building. Con pintura repelente de fuego y todo. Este es un lugar muy seguro con todos los adelantos. Se inauguró hace apenas seis meses.
—Gracias.
—De nada, paisa.
Subió al penúltimo piso en el ascensor y caminó hasta la puerta de vidrio opaco con el rótulo pintado WONDERLAND ENTERPRISES INC. Le llamó la atención el carácter anticuado de la presentación en un lugar tan moderno, donde las oficinas se anunciaban discretamente con plaquitas de cobre sobre puertas de madera fina. Entró a una recepción ultrarefrigerada y amueblada con canapés de cuero claro, palmeras enanas en macetas de terracota y, presidiéndolo todo desde una mesa en media luna, una rubia precariamente detenida al filo de los cuarenta pero con carita de gato recién nacido. Leía un ejemplar de Viva y miró a Félix como si fuese el desplegado central a colores de la revista.
Más que interrogarlo, lo invitó con la mirada.
—Hello, bandsome. What's on your mind?
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Félix buscó en vano un espejo para confirmar el piropo de la recepcionista.
—I have something to sell.
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—I like things free
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—dijo la secretaria con la sonrisa congelada del gato de Cheshire y Félix vio un buen augurio en la aportación involuntaria de la güera a la comunicación de signos literarios.
—Let me see your boss.
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La rubia felina hizo una mueca de decepción.
—Oh. You're really on business, are you? Whom sall I say is calling?
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—The White Knight
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—sonrió Félix.
La secretaria lo miró con sospecha y automáticamente escondió una mano bajo la mesa, dejando abierta la revista con un hombre desnudo sentado en un columpio.
—Bossman busy right now. Take a seat
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—dijo con frialdad la rubia y cerró apresuradamente la revista.
—Tell him l'd like to join the tea party
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—dijo Félix avanzando hacia la mesa de la secretaria.
—You get away from me, you dirty Mex, I know your sort, all gliter and no gold. You ain't foolin this little girl.
[43]
Félix cinéfilo aplastó aún más la cara chata de la güera nerviosa con la palma abierta y ensayó su mejor mueca de James Cagney; le hubiera gustado tener una toronja en la mano. Apretó el botón oculto bajo la mano pecosa, doblemente delatora de edad e intención, de la güera más humillada que Mae Clarke y la puerta cubierta de cuero se entreabrió. La secretaria chilló una obscenidad y Félix entró al despacho aún más refrigerado que la antesala.
—Bienvenido, señor Maldonado. Lo estábamos esperando. Haga favor de cerrar la puerta —dijo un hombre con cabeza demasiado grande para su mediana estatura, una cabeza leonina de pelo entrecano que caía con un mechón sobre la frente alta y se detenía en la frontera de las cejas altas, finas, arqueadas y juguetonas que daban un aire de ironía a los ojos helados, grises, brillantes detrás de los párpados más gruesos que Félix había visto jamás fuera de una jaula de hipopótamos. Pero el cuerpo era llamativamente esbelto para un hombre de cerca de sesenta años y el traje azul cruzado de raya blanca era caro y elegante.
—Perdone a Dolly —añadió cortésmente—. Es tonta pero cariñosa.
—Todo el mundo parece estarme esperando —dijo Félix mirando a Rossetti, vestido de blanco y sentado sobre el brazo del sillón de cuero claro ocupado por Angélica, disfrazada por anteojos negros y con el pelo oculto por una mascada.
—¿Cómo pudo…? —dijo alarmada Angélica con la voz ronca de tanto tragar agua con cloro.
—Hemos sido muy cuidadosos, Trevor —dijo en son de disculpa Rossetti.
—Ahora ya sabe usted mi nombre, gracias a la discreción de nuestro amigo —dijo con afabilidad cortante el hombre de labios delgados y nariz curva de senador romano. Eso parecía, se dijo Félix, un Agrippa Septimio & Severo vestido accidentanmente por Hart, Schaffner & Marx.
—I thought you were the Mad Hatter
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—dijo Félix en inglés porque el hombre llamado Trevor hablaba un castellano demasiado perfecto y con acento difícil de ubicar, neutro como el de un oligarca colombiano.
Trevor rió.
—That would make him the Dormouse and bis spouse a slightly drowned Alice. Drowned in a cup of tea, of course. And you, my friend, would have to take on the role of the fiarch Hare
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—dijo con acento universitario británico.
Sustituyó la risa por una mueca tiesa y desagradable que le transformó el rostro en máscara de tragedia.
—A las liebres como esas se las atrapa fácilmente —prosiguió en español—. Las pobres están condenadas entre dos fechas fatales, los idus de marzo y el primero de abril, que es el día de los tontos y engañados.
—Con tal de que no salgamos del país de las maravillas, las fechas me valen sombrilla —dijo Félix.
Trevor volvió a reír, metiendo las manos en las bolsas del saco cruzado.
—Me encantan esas locuciones mexicanas. En efecto, una sombrilla vale muy poco en un país tropical, a menos que se tema una insolación. En cambio, en países de lluvia constante…
—Usted sabrá; los ingleses hasta firman la paz con un paraguas —dijo Félix.
—Y luego ganan la guerra y salvan a la civilización —dijo Trevor con los ojos perdidos detrás de los párpados abultados—. Pero no mezclemos nuestras metáforas. Welcome to Wonderland.
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Lo felicito. ¿Dónde estudió usted?
—En Disneylandia.
—Muy bien, me gusta su sentido del humor, se parece al nuestro. Por eso escogimos claves tan parecidas, seguramente. Nosotros Lewis Carroll y ustedes William Shakespeare. En cambio, miró con desdén a los Rossetti, imagínese a este par tratando de comunicarse a través de D'Annunzio. Out of the question.
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—Tenemos al Dante —dijo frágilmente Rossetti.
—Cállate la boca —dijo Trevor con una amenaza acentuada por la inmovilidad de las manos metidas en las bolsas del saco—. Tú y tu mujer no han hecho más que cometer errores. Lo han exagerado todo, como si estuvieran extraviados en una ópera de Donizetti. No han entendido que la única manera de proceder secretamente es proceder abiertamente.
Miró con particular desprecio a Angélica.
—Disfrazarte de Sara Klein para que luego no pudiera trazarse tu salida de México y se quebraran la cabeza buscando a una muerta. Bah, pamplinas —dijo Trevor curiosamentete, como si hubiera aprendido el español viendo comedias madrileñas.
—Maldonado estaba en Coatzacoalcos, a punto de obtener el anillo, es un sujeto emotivo, lo hubieras visto en mi casa la otra noche, Trevor, cómo trató a Bernstein, estaba loco por Sara, sólo quise perturbarlo emocionalmente —dijo Angélica con una energía estridente, artificial.
Trevor sacó la mano de la bolsa y cruzó con una bofetada seca y precisa el rostro de Angélica; la mujer permaneció con la boca abierta como si se fuese a ahogar de nuevo y Rossetti se incorporó con la actitud indignada del caballero latino.