—Claro que recuerdo. Buenas noches.
Félix estuvo a punto de dar media vuelta, pero Ayub hizo lo imperdonable: lo detuvo del brazo. Félix miró con asombro y rabia los dedos manicurados, las uñas esmaltadas, los anillos con cimitarras labradas en topacio y el aroma repugnante de clavo le insultó la nariz.
—¿Qué carajos? —exclamó enrojecido Félix.
—No vaya a la ceremonia —dijo con tono meloso Ayub, entrecerrando de una manera muy mexicana y muy árabe los ojos, velando cualquier intento de amenaza—, por su bien se lo digo.
Félix lanzó una carcajada en la que el desprecio le ganaba a la rabia:
—Palabra que éste ha sido mi día. Nomás faltaba que tú también me dijeras lo que debo hacer, enano jacarandoso.
—Palabra que no le conviene, señor licenciado.
Félix se zafó violentamente de la mano delicada de Ayub.
En el ascensor un anuncio con la figura del viejo Hilton le decía Sea mi huésped. Félix Maldonado apretó la llave de la recámara en la mano olorosa a clavo después del contacto con Ayub, hay gentes que sólo son huéspedes de sí mismas, nunca de los demás, le dijo en silencio a Mr. Hilton, sólo el cuerpo hastiado de tales huéspedes puede acabar por expulsarlos con todo y chivas, resentimientos, nostalgias, ambiciones, cobardías, todas las chivas de la vida, el bagaje del alma, carajo.
Entró al cuarto.¡ No tuvo que prender la luz. Las lámparas neón del tocador iluminaban el desorden de la habitación. Iba a llamar a la administración para protestar. Olió la lavanda de clavo. Las cerraduras de los cajones transformados en archiveros habían sido forzadas. Los papeles estaban en desorden, regados sobre la alfombra.
Cayó rendido en la cama tamaño real, llamó al servicio de cuarto y pidió que le subieran el desayuno a las ocho en punto. Se durmió sin desvestirse ni apagar la luz.
Bebió el jugo de naranja y dos tazas de café y bajó a las ocho y media con un traje limpio y planchado, uno de los muchos que tenía colgados en el closet de su recámara del Hilton. Pidió a servicio de valet que le lavaran en seco el traje con el que asistió a la cena de los Rossetti; las valencianas estaban enlodadas.
Esperó a la entrada del Hotel hasta que el portero uniformado se detuviese con el Chevrolet frente a él. El portero le entregó las llaves.
—¿Esta mañana no toma usted un taxi, señor licenciado? El tránsito está pesado, como siempre, a esta hora.
—No, necesito el coche más tarde, gracias —dijo Félix y le entregó un billete al portero.
Avanzó lentamente por Reforma y la Avenida Juárez, aún más lentamente por Madero y volteó en Palma para dejar el automóvil en un estacionamiento de cinco pisos. De allí se fue caminando por Tacuba hasta el Monte de Piedad, en la Plaza de la Constitución.
Apretó el paso. La gigantesca plaza le convocaba con su naciente animación matinal, su espacio desnudo, sus antiquísimas memorias de imperios indígenas y virreinatos españoles, sus tesoros perdidos en el fondo de una laguna evaporada, este escenario de levantamientos y crímenes, fiestas, engaños y duelos. Una vieja le echaba tortillas secas a una jauría de perros hambrientos frente a Catedral. Félix Maldonado entró por una de las puertas de Palacio. Mostró su invitación primero a los soldados de guardia, piel y uniforme color oliva y luego a un ujier que le pidió que subiera al Salón del Perdón, allí era la ceremonia.
Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el cuadro histórico del insurgente Nicolás Bravo perdonando a los prisioneros españoles. Félix ubicó rápidamente los rostros que le interesaban. Simón Ayub menudo y rubio, paseándose solo. Félix no necesitó acercarse para oler el perfume de clavo, podía olerlo de lejos, como si la loción de Ayub fuese una indecente carta de amor. Más lejos, más alto, Bernstein cegatón, era uno de los premiados. Félix trató de ver si Sara Klein lo acompañaba, pero distrajo su atención la presencia del Director General con las gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los fotógrafos de prensa y los reflectores de la televisión y Mauricio Rossetti junto a él, con cara de desvelado, hablándole al oído, mirando a Félix. Luego hubo un momento de susurro intenso seguido de un silencio impresionante.
El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados, saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos, evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores, despojado intermitentemente de sombra por los flashes fotográficos. Reconociendo, ignorando.
Se acercaba.
Félix preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata.
Si el señor Presidente de la República lo saludaba esta mañana, no habría duda de que él era él, Félix Maldonado. El señor Presidente de la República no saludaba a personas que no eran quienes decían ser. Qué lección para los que quisieron arrebatarle su identidad, aunque sólo fuese la identidad de su nombre. La pesadilla de ayer pasaría para siempre, estaba en una ceremonia de entrega de los premios nacionales de ciencias y artes y allí estaban todos los que dudaban de él o le pedían que renunciara a ser él. El señor Presidente no, lo saludaría, lo reconocería, le diría qué hay Maldonado, qué dicen esos precios. Maldonado evitaría contestar con una broma ligera, preciosos, señor Presidente, sube que sube, señor Presidente, para limitarse a inclinar la cabeza en señal de honra recibida: a sus órdenes, señor Presidente, gracias por reconocerme.
Félix trató de fijar los rasgos físicos del señor Presidente, recordar su cara. No pudo. No era posible. Y no sólo a causa de la ceguera blanca impuesta por reflectores y flashes. El señor Presidente sufría del mismo mal que Félix Maldonado, no tenía cara, era sólo un nombre, un título. Era la banda presidencial, la aureola, el poder, no era una cara ni un nombre propio, era una mano protectora, dispensadora, reconocedora. Maldonado miró rápidamente al conjunto de los asistentes, buscó inútilmente a los rostros dispersados por el tumulto, obnubilados por la oscuridad blanca que rodeaba al Señor Presidente. No pudo ver a Bernstein, Ayub, Rossetti o el Director General.
El señor Presidente estaba a unos cuantos metros de Félix Maldonado.
13EL AGENTE MEIXICANO
Tardó mucho en despertar. Pensó vagamente, como suele ocurrir en el sueño, que estaba muerto. Luego que dormía para siempre, lo que viene a ser lo mismo y sólo después que estaba dormido vivo pero en estado vegetal; al fin que el largo tiempo que le tomaba despertar no era nada comparado con el tiempo que estuvo dormido.
La mirada se le extravió a lo largo de dos túneles blancos. Debía mantenerla fija, siguiendo más o menos el norte imaginario de la punta de la nariz, para vencer la longitud de los túneles gemelos. El campo normal de visión le era vedado. Apenas movía los ojos hacia la derecha o la izquierda, se topaba con muros negros. Pero si miraba rectamente sólo veía un espacio blanco de ondulaciones inciertas.
No veía nada pero la nada que veía era algo pequeñísimo, distante, la visión bifocal a corta vista que todo lo minimiza. Las voces también le llegaban de lejos y reducidas, como a través de muros blandos, de algodón, blancos como la mirada. Cuando se estaba acostumbrando a la conjunción de lo que lograba ver y escuchar, las voces neutras y el espacio blanco, ambos se volvieron a desconectar y Félix Maldonado se quedó solo.
Volvió a hundirse en un sueño sin sueño, sin quererlo, sin contar borregos, repitiéndose nada más la misteriosa información de que la lengua española no distingue entre el hecho de dormir y el hecho de soñar, argumentando contra un enemigo sin rostro que era Félix Maldonado: a cambio de esa aparente Pobreza, es la única lengua que diferencia el verbo ser del verbo estar, eso es distinto, pero no el sueño, el sueño es único, el sueño es todo, el sueño es idéntico a sí mismo.
Despertó más tarde, con sobresalto. Ahora no veía nada, nada, por más que intentara perforar la oscuridad de los túneles. Hizo girar febrilmente los ojos en las órbitas secas. Tuvo la horrible sensación de que los globos de la mirada raspaban el lecho de nervios, tejidos y sangre en el que normalmente reposaban, deshebrándose como queso parmesano sobre una lijadura de metal.
Estuvo a punto de hundirse otra vez en ese sueño pesado y sin escapatoria que le acosaba desde siempre y para evitarlo se preguntó o más bien le preguntó a Félix Maldonado si era o estaba, si esto que acontecía ellos, los dos, lo actuaban o lo padecían. Para evadirse del sueño, intentó cerciorarse de su integridad física. Estaba inmóvil. Era inmóvil.
Trató sin éxito de levantar los brazos. Las articulaciones de todos los miembros le pesaban como una montaña de plomo. Apeló a sus nervios y a sus músculos. Invocó pacientemente un temblor en la punta de los dedos de la mano derecha, un espasmo latente en la boca del estómago, una cosquilla en la planta de un pie, una contracción del esfínter, una sensación de savia fluyente en los testículos. Estaba completo. Era único. Estaba acostado.
Mucho tiempo después, se sintió con fuerzas para incorporarse. La tiniebla no cedía una pulgada. Recorrió a tientas el espacio que le rodeaba. Las manos no le comunicaron sensación alguna. Movió las piernas hasta saber que caían. Buscó con los pies un piso. Cuando lo encontró, permaneció un rato sentado al filo de lo que imaginó ser una cama. Se decidió a levantarse.
Los pies no tenían base real de sustento. Eran como dos ruedas de piedra. Sintió que giraba, que caía, extendió los brazos pesados y fue a chocar, de pie pero tambaleante, contra una superficie plana. Se detuvo como pudo, arañando ese espacio Uso y gruñó con una extraña alegría. La enorme cabeza de algodón silencioso que era la de Félix Maldonado le devolvió, apoyada contra la cosa fría y lisa, una prueba de vida, un vaho, una humedad.
Ciñó con los brazos abiertos el contorno del objeto que le mantenía de pie y respiraba con él, contra él, al mismo tiempo que él. Temió que fuese algo vivo, otro ser que lo abrazaba
,
y lo detenía para que no cayera muerto.
Las luces se encendieron y Félix miró el reflejo de una momia, envuelta en vendajes, sin más ventanas que los hoyos de los ojos la nariz y la boca.
Ahora lo despertaron los rumores minuciosos de vidrio y metal, chocando entre sí, ruidos conocidos e inconfundibles, el líquido de una botella que se vacía, una cucharilla removiendo el contenido de un vaso, pisadas ligeras, como de zapatos tennis, pisadas de gato que chirrean sobre un piso de material plástico.
Luego sintió una punzada terrible en el interior del antebrazo y escuchó una voz de mujer:
—No se mueva. Por favor estése tranquilo. No mueva el brazo. Le hace falta su suero. Lleva cuarenta y ocho horas sin comer.
Movió el otro brazo y se tocó el cuerpo. Una sábana le cubría de vientre para abajo y una bata de mangas cortas arriba. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que estaba envuelta en trapos.
—Le digo que se esté quieto. No le encuentro la vena. Como no puede apretar el puño, es difícil.
Félix Maldonado respiró hondo y sólo ubicó la neutralidad aséptica del algodón mojado en alcohol y una lejana sospecha de cloroformo que parecía colgar del techo como una bruma matinal que al huir se encuentra con un cielo recalcitrante.
Repentinamente se unió a esos olores el de lavanda de clavo.
Félix giró desesperadamente los ojos dentro de las cuencas irritadas. No había nadie en su campo visual.
—Déjanos solos, Lichita —dijo la voz de Simón Ayub.
—Está muy delicado. Que no vaya a mover el brazo.
—Nosotros nos ocupamos de él. Es él quien no sabe ocuparse de sí mismo, lió una voz tajante y hueca.
La risa se suspendió abruptamente, a la mitad, cortada! como un hilo. Félix movió la cabeza vendada y por los túneles de los ojos vio al Director General sentado frente a él.
—Tengan cuidado, por favor —dijo la voz femenina.
Félix la quiso reconocer, alguna vez la había escuchado, pero lo agotó el esfuerzo y no le importaba; seguramente esa mujer era una enfermera y lo estuvo atendiendo durante las cuarenta y ocho horas a las que hizo alusión antes.
No importaba, sobre todo, porque ahora sabía perfectamente quiénes estaban allí: Simón Ayub, fuera de su visión pero presente por el aroma de clavo y el Director General, inverosímil en el claustro reverberante de una sala de enfermo, acaso un hospital: los lentes ahumados no domarían el brillo! de esmaltes blancos que hería los ojos del alto funcionario, obligado una y otra vez a quitarse los
pince-nez
con el pulgar y el índice de la mano izquierda y a frotarse los ojos resecos, privados de sombra bienhechora.
—Baja las persianas, Ayub —dijo el Director General—, corre las cortinas.
Félix escuchó estos movimientos. El Director General volvió a montar los lentes color violeta en el caballete de la nariz y miró inquisitivamente a Félix.
—Por el momento, usted no puede hablar —dijo el Director General cuando Ayub logró ensombrecer el cuarto—. Mejor. Así no hará preguntas innecesarias. Recuerdo su bufonería displicente cuando lo recibí en mi despacho. Se sentía usted muy gallo. Quizás ahora escuche razón. Repito que lo que hacemos es por su bien.
Félix intentó hablar; sólo logró emitir un sonido camuflado semejante al estertor de un moribundo. Aceptó, amedrentado, su posición pasiva y Simón Ayub rió discretamente.
El Director General, con un gesto violento que Félix sólo vio concluir, atrapó del nudo de la corbata a Simón Ayub y lo acercó grotescamente, como a una marioneta. Félix pudo ver al fin al pequeño siriolibanés, con la boca abierta y casi de rodillas frente a su jefe.
—No te burles de nuestro amigo —dijo el Director General con un tono ecuánime que contrastaba con la violencia del acto—. Nos ha servido y vamos a demostrarle que lo queremos mucho.
Soltó a Ayub y volvió a mirar fijamente a Félix.
—Sí, nos ha servido, aunque no con la discreción que hubiésemos deseado. ¿No le molesta que fume?
El Director General extrajo un cigarrillo inglés con filtro de corcho de un estuche de plata labrada.
—El día que me visitó, le pedí prestado su nombre. Nada más. Usted se sintió obligado a interponer su persona física en un asunto que no le concernía. Pero ese es un mal secundario y reparable. Por eso está usted aquí: para reparar el mal. Todo estaba preparado, ¿sí?, para que sólo su nombre fuese culpable. Usted entendería lo sucedido y aceptaría el trato que le ofreceríamos, sin necesidad de todas estas complicaciones. Se lo dije en mi despacho. No me gustan los procedimientos engorrosos, los trámites prolongados, el
red tape,
en suma. Voy a decirle exactamente lo que pasó, ¿cómo? Ni más ni menos. Los hechos. Si usted se propone averiguar más, lo hará por su cuenta y riesgo. Se lo advierto una vez más, ¿sí? Usted no es culpable de nada. Pero su nombre sí.