Reflexionó y se dijo que en cualquier otra ocasión habría hecho una de dos cosas. Seguir adelante, imperturbable, sin mirar siquiera a la mujer con la mano adelantada y el niño en brazos. O darles la espalda y regresar por donde había venido. Pero esta mañana sólo se atrevió a cruzar a la acera de enfrente. Sin duda, la solución más cobarde y menos digna. ¿Qué le costaba pasar frente a la triste pareja y darles veinte centavos?
Desde la acera de enfrente, vio que la mujer era una niña indígena, de no más de doce años. Descalza, morena, tiñosita, con el bebé en brazos, tapadito por el rebozo.
¿Es suyo, se preguntó Félix Maldonado, es su hijo o es sólo su hermanito?
¿Es suyo?, repitió, como si alguien le hiciese la pregunta a él y él dijo en voz baja:
—No, señor, no es mío.
La niña lo miró intensamente, con la mano extendida. Félix tenía que regresar con urgencia a la oficina para aclarar las cosas. Redobló el paso hasta llegar a la Avenida Cuauhtémoc. Volteó una vez más, sin poder impedirlo, para ver a la pareja de la niña madre y del niño hermano. Dos monjas se inclinaban junto a la pareja de desvalidos. Las reconoció por las faldas negras, el peinado restirado, de chongo. Una de ellas levantó la mirada y Félix creyó reconocer a una de las religiosas que viajaron con él en el taxi esa misma mañana. La monja le dio la espalda, tapándose la cara con un velo, tomó a su compañera del brazo y las dos se alejaron de prisa, sin voltear a mirarlo.
Entró a la Secretaría y se dirigió al ascensor. Con suerte encontraría a un amigo al subir. El elevadorista lo conocía, claro. Perdón, el elevadorista está ausente, se ruega al respetable público usar el automático de la izquierda. Félix recordó al elevadorista, lo recordó nítidamente. Un hombrecito sin edad,
muy moreno, con pómulos altos y ojos llorosos, un bigote muy ralo y uniforme gris con botonadura de cobre y unas iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Si él recordaba al elevadorista, se dijo Félix mientras ascendía rodeado de desconocidos, lo lógico era que el elevadorista lo reconociera a él. Generalmente, la señorita Malena le cobraba su quincena en la pagaduría y él se limitaba a firmar la nómina. Hoy decidió ir personalmente. Salió del ascensor y se acercó a la ventanilla. Había cola. Se unió a ella, sin hacer valer sus prerrogativas de funcionario. Le precedían dos muchachas de hablar nervioso e inmediatamente detrás de él se colocó el elevadorista, su conocido, el hombre moreno. Félix le sonrió pero el hombrecito estaba absorto en la contemplación de una moneda.
—¿Cómo le va? ¿Qué mira usted? —le dijo Félix. —Este peso de plata —dijo el elevadorista sin levantar la mirada—, ¿no ve usted?
—Sí, claro —contestó Félix, deseando que el elevadorista lo mirara—, ¿qué le llama tanto la atención?, ¿nunca ha visto una moneda de a peso antes?
—L'águila y la serpiente —dijo el elevadorista—, estoy mirando l'aguilita y la serpiente de la moneda. Félix se encogió de hombros:
—Es el escudo nacional, hombre. Está en todas partes. ¿Qué tiene de raro?
El elevadorista meneó la cabeza sin dejar de mirar la moneda de plata ennegrecida:
—Nada de raro. Nomás es muy bonito. Una águila sobre un nopal, devorando una serpiente. Me gusta más que el valor.
—¿Cómo dice?
—Que no me importa el valor de la pieza. Me gusta el dibujito.
—Ah. Ya veo. Oiga, ¿no quiere verme? El elevadorista levantó por fin la mirada y observó a Félix con los ojos llorosos y una sonrisa de piedra.
—Todos los días subo a mi oficina en el elevador que usted maneja —dijo abruptamente Félix.
—Sube tanta gente. Si usted supiera.
—Pero yo soy un alto funcionario, el jefe de…
Exasperado, Félix dejó la frase en el aire.
—Yo soy el que no se mueve. Todos me miran, yo no miro a nadie —dijo el elevadorista y siguió observando su moneda.
Félix tuvo que prestar atención a lo que decían las dos secretarias para no quedarse allí como bobo, mirando al elevadorista que miraba el águila y la serpiente. Ya estaban cerca de la ventanilla de cobros.
—Si tú misma no te das a respetar, ¿quién?
—Tienes toda la razón. Además, todos parejos. Ay sí.
—Ojalá. Pero como ella es su preferida, de plano.
—No es nada democrático. Yo se lo dije. Ay sí.
—¿De veras? ¿Te atreviste?
—¿No me crees? Me canso, ganso. Ay sí. Usted le da trato distinto a Chayo, a la legua se ve. Eso le dije. Ay sí.
—En cambio, ¿se dignó venir a nuestra posada el año pasado? No, ¿verdad? Perdóname, pero eso se llama discriminación.
—¿Eso le dijiste?
—Pues casi casi. Me dieron ganas. Mangos Méndez de Manila. Ay sí.
—Dispénsame, pero yo sí que se lo hubiera dicho, todas tenemos nuestra dignidad. Nomás porque nos ve usted más humilditas no es razón para ofendernos, señor licenciado.
—Ay, si lo que pasa es que la Chayito se siente la divina garza. No es culpa de ella, hasta eso el lic Maldonado es bastante gente…
Cobraron, firmaron y se fueron contando los billetes en sus sobres de papel manila. Félix dudó entre seguirlas o cobrar. El empleado de la ventanilla lo miró con impaciencia.
—¿Diga?
—Maldonado —dijo Félix—, Análisis de Precios.
—Perdón, pero nunca lo he visto antes. ¿Tiene con qué identificarse?
—No. Mire, mi secretaria viene siempre a cobrar por mí.
—Lo siento, señor. Necesita identificarse. —Sólo traigo mi tarjeta de crédito. Tome.
—¿Se llama usted American Express? No hay nadie en la nómina que se llame así.
—¿No basta mi firma? Puede compararla con la de todas las quincenas.
El empleado negó severamente y Félix abandonó la ventanilla decidido a buscar su permiso de manejar, su pasaporte, su credencial del Partido Revolucionario Institucional, su acta de nacimiento si necesario. ¿Cómo era posible que Malena cobrara en nombre suyo cada quince días sin ningún problema y él, el titular del puesto, necesitase identificarse? Caminó enojado hasta la puerta del ascensor. Buscó inútilmente a las dos secretarias que hablaron de él. ¿No había otro licenciado Maldonado en la Secretaría? ¿Por qué no? No era un nombre tan raro.
Dentro del ascensor automático, rodeado de desconocidos, se dijo que lo más sencillo era enviar a Malena, como siempre, Malenita, dése una vuelta por la pagaduría, ¿quiere? Salió en el piso de su oficina contrariado porque ya nunca traía encima nada que lo identificara. Caminó por el pasillo estrecho y atestado de gente apremiada, miró los techos bajos y planos de la Colonia de los Doctores, llenos de tinacos de agua.
Su vida era tan previsible, se dijo, tan ordenada, sólo iba a lugares donde le conocían, le daban trato especial, los bares y restaurantes donde le bastaba firmar su tarjeta de crédito del American Express, con eso bastaba y suelto para las propinas. Pero ese idiota cajero pedía lo que nadie le pedía en el Hilton o el Jacarandas: una foto que lo identificara.
—Puro subdesarrollo, murmuró al entrar a su oficina, ese cajero idiota todavía no se entera de la existencia de las tarjetas de crédito, le han de pagar con cuentas de cristal, pendejo.
Frente a la puerta de su privado, estaban reunidas con las cabecitas pegadas Malena y las dos secretarias que cobraron delante de él. Parecía un conciliábulo de fútbol americano. Tosió y Malena se estremeció, las tres se separaron nerviosamente, las dos jóvenes de prisa diciendo ahí nos vemos, Male, dile a tu mami que te deje ir a la charreada del domingo y Malena no se contuvo y gritó:
—¡No sean de a tiro! ¡No me dejen solita!
Sollozó y se sentó frente a la máquina de escribir, protegida por el bulto de la Underwood vieja.
—¿Por qué no se pone de capuchón la funda de la máquina, bruja? —le dijo brutalmente Félix.
Malena se tranquilizó súbitamente, se arregló los moños de seda en la cabeza, tomó el teléfono, marcó un número corto y dijo sin resabio de llanto pero con una mueca que Félix notó, de niña vengativa y chismosa:
—Ya está aquí. Ya regresó.
Félix Maldonado entró a su oficina privada, prendió la luz neón y sacó automáticamente el plumón de fieltro para firmar los oficios y correogramas de esta mañana. De costumbre, la eficaz Malena le tenía la firma lista pasadita la una. Pero esta vez, con la pluma en la mano, Félix vio que no estaba frente a él la carpeta de firma.
Iba a sonar la chicharra para llamar a la secretaria. En vez, entró sin pedir permiso un hombre menudo, rubio, uno de esos güeritos chaparos que se sienten muy salsas y nada acomplejados nomás porque son blanquitos y bonitos. Estos muñecos convierten su pequeñez en arma de agresión, como si ser enano autorizara todos los excesos y exigiera todos los respetos, se dijo Félix. Pero este particular petiso agredía más que nada por su olor, un perfume penetrante de clavo que emanaba del pañuelo que le colgaba de la bolsa en el pecho del saco. Le hubiera gustado decirle todo esto de entrada al impertinente.
—¿Qué se le ofrece?
—Perdón. ¿Puedo sentarme?
—¿Más?
—¿Cómo dice?
—Cómo no, sírvase —dijo Félix, al cabo contento—, si me pide permiso reconoce que está en mi oficina.
—Me presento, Ayub, Personal, Simón. Este… ¿cómo le diré? —tosió.
—Diga nomás —dijo fríamente Félix y pensó Ayub, qué raro un siriolibanés rubio, si oía el nombre sin ver a su dueño se hubiera imaginado a un bigotón color aceituna.
—Sucede… ¿señor licenciado…? —dijo Ayub con tono de interrogación prudente—, sucede que hemos constatado una anomalía en las tarjetas de entrada y salida de personal.
—Usted dirá, señor Ayub. Yo soy funcionario. No poncho.
—El hecho… señor licenciado… es que desde esta mañana buscamos desesperadamente a un señor que… normalmente… trabaja en esta dependencia… inútilmente…
—Exprésese con claridad. ¿Trabaja inútilmente o lo buscan sin éxito?
—Esto es, señor licenciado, esto es.
—¿Qué?
—No lo encontramos.
—¿Cómo se llama?
—Félix Maldonado.
—Soy yo.
El güerito miró a Félix con desesperación. Tragó varias veces antes de hablar.
—No le conviene, créame, ¿señor licenciado?
—¿No me conviene ser yo mismo? —interrogó Félix, disfrazando su desconcierto con un puñetazo sobre la mesa que rajó el cristal protector.
—No me malinterprete —dijo entre tosidos Ayub—, estamos tratando de contemplar el caso globalmente.
Félix miró con irritación la vena verdosa del vidrio roto que corría como una cicatriz sobre la foto de Ruth, su mujer.
—Tendrá usted que pagar desperfectos causados a bienes de la Nación —dijo con la voz más neutra del mundo Ayub, mirando la rajada sobre la mesa del funcionario.
Félix consideró indigno dar respuesta.
—El Director General le ruega que lo vea hoy a las seis de la tarde —dijo para terminar Ayub, se levantó y salió excusándose, desparramando olor a clavo—, buenas tardes, buen provecho.
Esto le recordó a Félix que debía llegar a una comida en el Restaurante Arroyo por el rumbo de Tlalpam y con el tráfico se tardaría una buena hora en llegar. Miró su reloj: era la una y media. Cuando salió al vestíbulo, la señorita Malena ya se había ido. La máquina estaba perfectamente cubierta, una violeta respiraba dentro de una flauta de cristal y un osito de peluche viejo se sentaba en la silla secretarial de Malenita.
El resto de la Secretaría de Fomento Industrial parecía funcionar como un reloj, suavemente, en silencio. La hora normal de salida era entre dos y media y tres de la tarde.
Tardó un poco más de la hora prevista en llegar manejando su Chevrolet a Tlalpam. Era viernes y mucha gente se iba de fin de semana largo a Cuernavaca. Pasó muchos minutos perdidos, detenido en medio del tráfico estrangulado y una vez hasta se quedó dormido y lo despertó el concierto de cláxones furiosos.
Desde la carretera se oían los mariachis del Arroyo. Trató de recordar el motivo de la comida mientras estacionaba y tuvo un escalofrío. No podía darse el lujo de olvidar nada, de olvidar a nadie, él menos que nadie.
Agresivo, rozagante, con las patillas canas y el bigote negro, el rostro burdo, feo, coloradote, Félix lo saludó y sólo pudo retener una impresión: era un hombre feo con manos hermosas. Y ella estaba a su lado, recibiendo a los invitados.
—Hola, Félix.
—Hola, Mary.
Su aturdimiento era natural, se dijo cuando logró soltar la mano de la mujer y encaminarse hacia las mesas donde estaban las botanas. No sólo había tocado la mano y mirado los ojos de la mujer que más le gustaba tocar y mirar del mundo. Además, esa mujer lo había reconocido, le había dicho con toda naturalidad hola Félix. Claro, se empinó el vasito de tequila añejo, el hombre de la cara fea y las manos hermosas era su marido. Jamás lo hubiera reconocido solo, sin ella, ¿quién iba a recordar al dueño de una cadena de supermercados? La presencia de Mary era indispensable para situarlo. Eso era todo. No es que lo hubiera, verdaderamente, olvidado. El marido de Mary, a pesar de su aspecto florido y sus ademanes agresivos, carecía de personalidad. Eso era todo, se repitió cuando Mary se acercó a él y le dijo que la comida era muy informal, cada quien se sirve, cada quien se sienta donde más le guste y con quien más le guste.
—Además, los mariachis son ideales para disfrazar las conversaciones íntimas, ¿no? —dijo Mary velando un poco más sus ojos violeta como la solitaria flor en el escritorio de la señorita Malena.
Ojos violeta con destellos dorados, reconstruyó Félix comiendo botanas, totopos con guacamole, una hermosísima muchacha judía de pelo negro y escotes profundos que se untaba lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba.
La siguió de lejos cuando pasaron las quesadillas de huitlacoche y los mariachis berreaban en la distancia pero lo invadían todo. Ella sabía que los ojos de Félix no la dejaban sola un instante. Se movía como una pantera, negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra: Mary.
Félix miró de reojo la hora. Las tres y media y aún no empezaba la comida. Tequila y antojitos nada más. Le exasperaban estas comidas mexicanas de cuatro o cinco horas de duración. A las seis en punto lo esperaba el Director General. Mary le guiñó desde lejos cuando los meseros entraron con las cazuelas de barro llenas de mole, arroz hervido, chiles en nogada y los platos de tortillas humeantes y chiles variados, chipotles, piquines, serranos, jalapeños.