Félix recogió las piernas cuando el taxi se detuvo en Gante para dar cabida a una muchacha vestida de blanco, una enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos y ampolletas envueltas en celofán. Le pidió a Félix que se corriera. Él le contestó que no, se iba a bajar pronto. ¿Dónde? En la glorieta de Cuauhtémoc, frente al Hilton. Pues ella antes, frente al Hotel Reforma. Pronto, iba de prisa, tenía que inyectar a un turista, un turista gringo se estaba muriendo de tifoidea. La venganza de Moctezuma, dijo Félix. ¿Qué? No sea guasón, muévase para allá. Félix dijo que no, un caballero le cede el lugar a las damas. Bajó del taxi para que la enfermera subiese. Ella lo miró con sospecha y detrás del pesero los demás taxis en fila tocaron los claxons.
—Píquenle, ya me la mentaron —dijo el chofer.
Dicen que ya no quedan caballeros dijo la enfermera y le ofreció un Chiclet Adams a Félix, quien lo tomó para no ofender. Tampoco quería abusar de la muchacha. Respetó el espacio vacío entre los dos. No tardó en llenarse. Frente al Palacio de Bellas Artes una mujer prieta y gorda detuvo el taxi. Félix intentó bajar para probarle a la enfermera que era caballeroso lo mismo con las bonitas que con las feas pero la señora gorda traía prisa. Cargaba una canasta colmada y entró con ella al taxi. Cayó de bruces sobre las piernas de Félix y la cabeza pegó sin ruido contra el regazo de la enfermera. Las monjas rieron. La señora gorda abandonó su canasta sobre las rodillas de Félix mientras se acomodaba, quejándose. De la canasta salieron velozmente docenas de polluelos amarillos que se regaron alrededor de los pies de Félix, se le subieron a los hombros, piaron y Félix tuvo miedo de pisarlos.
La placera trató de incorporarse, abrazada a su canasta vacía. Cuando vio que los pollos se le habían salido, soltó con alboroto la canasta que fue a dar contra las cabezas de las monjas, se agarró del cuello de Félix y empezó a reunidos incómodamente, logrando desparramar un plumaje semejante al bozo de la adolescencia sobre el rostro de Félix.
El taxi se detuvo para dar cabida a un nuevo pasajero, un estudiante con una pila de libros bajo el brazo que desde lejos hacía señas. Félix, tosiendo por la cantidad de plumitas que se le metieron por la nariz, protestó y la enfermera le secundó. No cabía más gente. El taxista dijo que sí, sí cabían. Atrás había cupo para cuatro. Adelante también, rió una de las monjas. La señora gorda gritó Dios nos coja confesados y una de las monjitas rió Dios nos coja punto. El chofer dijo que él se ganaba la vida como podía y al que no le gustara que se bajara y tomara un taxi para él solito, a dos cincuenta el puro banderazo. El estudiante corrió hacia el taxi detenido, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros. Corrió con los brazos cruzados sobre el pecho. Maldonado notó ese detalle curioso, chiflando. La muchacha con cabeza de rizos salió detrás de la estatua titulada «Malgré tout», agarró al estudiante de la mano y los dos subieron a la parte de atrás del taxi. Pidieron perdón pero pisotearon a varios pollitos. La placera volvió a gritar, le pegó al estudiante con la canasta y la novia del estudiante dijo que si era taxi o mercado sobre ruedas de la CEIMSA. Félix miró con ensueño la estatua que se alejaba, esa mujer de mármol en postura abyecta, desnuda, dispuesta a los ultrajes de la sodomía, «Malgré tout».
Los libros cayeron abiertos al piso, matando a más pollitos y el estudiante logró acomodarse sobre las rodillas de la enfermera. Ella no pareció molestarse. Félix dejó de mirar la estatua para mirar con sorna y rabia a la enfermera por el hueco del brazo de la placera gorda y jaló a la novia del estudiante, obligándola a sentarse en sus rodillas. La chica le dio una cachetada a Félix y luego le gritó al estudiante este cochino me anda metiendo mano, Emiliano. El estudiante aprovechó para voltearse, dándole la cara a la enfermera, guiñándole y acariciándole las corvas. Ahoritita nos bajamos, le dijo a Félix, ahorita nos damos un entre, usted lo quiso, no yo.
El estudiante hablaba con la voz gangosa y su novia lo animaba, dale en toditita la torre, Emiliano, no me toque a mi noviecita santa. Un vendedor de billetes de lotería metió una mano llena de papeles olorosos a tinta fresca, morados, negros, por la ventana abierta, frente a las narices de Félix. Aquí está el esperado, señor. Terminado en siete. Para que se pueda casar con la señorita. ¿Con cuál?, preguntó Félix con cara de inocencia. No me busque que me encuentra, gruñó el estudiante. Las monjas rieron y pidieron bajada. La novia vio que el estudiante miraba con cariño a la enfermera y dijo vámonos al frente, Emiliano.
Al mismo tiempo que descendieron las monjas, el estudiante se bajó por el lado derecho para evitar rozarse con Félix y el chofer le dijo no le hagas, pinche baboso, la multa me la ponen a mí y la novia con la cabecita de borrego negro le pellizcó una rodilla a Félix antes de bajar. Sólo Félix se dio cuenta en medio de la confusión de que las monjitas se habían detenido junto a la estatua de un prócer en el Paseo de la Reforma y reían. Una de ellas se levantó las faldas y movió una pierna como si bailara el cancán. El taxi arrancó y el estudiante y su novia se agarraron a cachetadas en plena calle, luego él recordó los libros, gritó los libros y corrió detrás del taxi pero ya no lo alcanzó.
—Se bajaron sin pagar —le dijo Félix al chofer con un absurdo rubor por meterse en lo que no le importaba.
—Yo no les pedí que se subieran —contestó el taxista.
—¿Piensa cobrarse con los libros? —insistió Félix.
—Usted me oyó: les pedí que no se subieran —dijo de manera terminante el taxista.
—Eso no es cierto —dijo con escándalo Félix—, usted quería que se subieran, los que protestamos fuimos la señorita enfermera y yo…
—Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús —dijo la enfermera tamborileando con un dedo sobre el hombro del chofer y descendió frente al Hotel Reforma.
Félix tomó nota mental pero la gorda le dio un nuevo canastazo en la cabeza y le dijo usted es el culpable, no se haga el inocente, no ponga cara de menso, si nomás se hubiera corrido tantito, pero no, cómo iba a correrse si lo que quería era tentarles las posaderas a todas las viejas al subirse y al bajarse, conozco a los léperos como este individuo. Lo acusó de matarle a sus pollitos pero Félix no le hizo caso. Había pollos muertos en el piso y sobre los asientos y algunos embarrados contra los vidrios y libros regados, abiertos y pisoteados, con huella negras de zapato sobre las huellas negras de la tinta.
—Me van a multar a mí, señor —dijo el chofer—. Así no se vale.
—Aquí tiene mi tarjeta —dijo Félix, entregándosela al chofer.
Bajó en Insurgentes y miró al taxi alejarse con la gorda asomando la cara y el puño por la ventanilla, amenazándole como la estatua de Cuauhtémoc parecía amenazar a la ciudad vencida con su lanza en alto. Llegó a la puerta del Hilton y el portero lo saludó llevándose la mano a la visera del gorro militar azul polvo como su uniforme. Le entregó a Félix las llaves del Chevrolet y Félix le dio un billete de cincuenta pesos. La silueta recortada en cartón del viejo señor Hilton pedía detrás de la puerta de cristales, Sea mi huésped.
En la oficina sólo estaba la señorita Malena y al principio no vio llegar a Félix Maldonado. La señorita Malena tenía un más de cuarenta años pero su peculiaridad consistía en fingir que era niña. No simplemente joven, sino verdaderamente infantil. Usaba fleco y trenzas, trajes floridos de muñeca, calcetines blancos y zapatitos de charol. Era bien sabido en el Ministerio que de esta manera la señorita Malena daba gusto a su mamá, que desde pequeñita le había dicho Ojalá que siempre te quedes así, ruego a Dios que nunca crezcas.
La oración fue escuchada pero ello no impedía que la señorita Malena fuese una eficaz secretaria. Ahora estaba doblando un pañuelito de encaje sobre la mesa y Maldonado tosió para anunciarse y no sorprenderla. Pero no pudo evitarlo. La señorita Malena levantó la mirada y dejó de doblar el pañuelo, abriendo tamaños ojos de muñeca.
—¡Ay! —gritó.
—Perdón —dijo Maldonado—, ya sé que es demasiado temprano, pero pensé que podríamos adelantar algunos asuntos.
—Qué gusto volverlo a ver —logró murmurar la señorita Malena.
—Lo dice usted como si me hubiera ido hace mucho —rió Maldonado—, dirigiéndose a la puerta del cancel que decía con letras negras Departamento de Análisis de Precios Jefe Lic. Félix Maldonado.
Malena se incorporó nerviosamente, estrujando el pañuelo, adelantando un brazo como si quisiera detener a Maldonado. El Jefe del Departamento de Análisis de Precios notó ese movimiento, le pareció curioso pero no le prestó importancia. Abrió la puerta y sintió el ligero desfallecimiento de la secretaria. La señorita suspiró como si se rindiera ante lo inevitable.
Maldonado prendió las luces neón de su cubículo sin ventanas, se quitó el saco, lo colgó de una percha y se sentó en la silla giratoria de cuero frente a su mesa de trabajo. Cada uno de estos actos fue acompañado por un movimiento nervioso de parte de Malena, como si quisiera impedirlos y luego, al no poder hacerlo, se sintiese obligada a ruborizarse.
—Si quiere usted traerse su bloque de taquigrafía —dijo Maldonado mirando con creciente curiosidad a la señorita Malena—, y su lápiz, señorita.
—Perdón —tartamudeó Malena, acariciándose nerviosamente los bucles de tirabuzón—, ¿qué asunto vamos a tratar? Maldonado estuvo a punto de decirle, ¿qué le importa?, pero era un hombre cortés: El programa integrado y la indexación internacional de precios de materias primas.
El rostro de Malena se iluminó de alegría. Ese expediente lo tiene el Señor Subsecretario, dijo. Maldonado se encogió de hombros. Entonces las importaciones de papel del Canadá. Ese expediente está bajo llave, suspiró con alivio Malena. La verdad, concluyó la secretaria, es que llegó usted demasiado temprano, señor licenciado, todavía no dan las diez. El archivista no está aquí y dejó todo bajo llave. ¿Por qué no sale a tomarse un café, señor licenciado, se lo ruego, por favor, señor licenciado?
Entonces la simpática e infantil Malena estaba protegiendo al archivista en retraso y eso lo explicaba todo. Él tenía la culpa, se dijo Maldonado mientras se ponía el saco, por llegar antes que nadie.
—Comuníqueme con mi esposa, señorita.
Malena lo miró con espanto, petrificada en el dintel de la puerta.
—¿No me oyó?
—Perdón, señor licenciado, ¿puede darme el número?
Esta vez Félix Maldonado no pudo contenerse. Rojo de cólera le dijo, señorita Malena, yo sé su número de teléfono de memoria, ¿cómo es posible que usted no sepa el mío?, lleva seis meses, la doceava parte de un sexenio, comunicándome dos o tres veces al día con mi esposa, ¿sufre usted de amnesia súbita?
Malena se soltó llorando, se cubrió la cara con el pañuelo y salió rápidamente del cubículo de Maldonado. El jefe de la oficina suspiró, se sentó junto al teléfono y compuso él mismo el número.
—¿Ruth? Llegué hoy temprano de Monterrey en el primer vuelo. Tuve que irme directamente a un desayuno político. Perdona que hasta ahora te avise que llegué bien. ¿Tú estás bien, amor?
—Sí. ¿A qué horas nos vemos?
—Tengo una comida a las dos. Luego recuerda que vamos a cenar a casa de los Rossetti.
—Cuántas comidas.
—Te prometo ponerme a dieta la semana entrante.
—No te preocupes. Nunca engordarás. Eres demasiado nervioso.
—Paso a cambiarme como a las ocho. Por favor, está lista.
—No voy a ir a la cena, Félix.
—¿Por qué?
—Porque va a estar allí Sara Klein.
—¿Quién te dijo?
—Ah, ¿es un secreto? Angélica Rossetti, cuando nadamos juntas hoy en la mañana en el Deportivo.
—Me acabo de enterar en el desayuno. Además, hace doce años que no la veo.
—Escoge. Te quedas conmigo en casa o vas a ver a tu gran amor.
—Ruth, Rossetti es el secretario privado del Director General, ¿recuerdas? —Adiós.
Se quedó con la bocina hueca en la mano. Apretó un timbre del aparato sin colgarla y oyó la voz de Malena en la extensión.
—…creo que sí, alguna vez lo vi, lo recuerdo vagamente, pero la mera verdad no sé quién es, señor licenciado, si usted quisiera pasar a ver, me pide expedientes reservados, se comporta como si fuera el dueño de la oficina, si usted quisiera… Maldonado colgó, salió al vestíbulo y miró fijamente a la secretaria. Malena se llevó una mano a la boca y colgó el teléfono. Maldonado se acercó, plantó los puños sobre la funda de la máquina de escribir y dijo en voz muy baja:
—¿Quién soy, señorita?
—El jefe, señor…
—No, ¿cómo me llamo?
—Este… el señor licenciado.
—¿El señor licenciado qué?
—Este… nomás, el señor licenciado… igual que todos…
Se soltó llorando inconteniblemente, pidiendo la presencia inmediata de su mami y volvió a esconder el rostro en el pañuelito de encaje, que tenía polluelos amarillos bordados alrededor de la inicial, M.
Durante más de una hora, Félix Maldonado caminó sin rumbo, confuso. Lo malo de la Secretaría es que estaba en una parte tan fea de la ciudad, la Colonia de los Doctores. Un conjunto decrépito de edificios chatos de principios de siglo y una concentración minuciosa de olores de cocinas públicas. Los escasos edificios altos parecían muelas de vidrio descomunalmente hinchadas en una boca llena de caries y extracciones mal cicatrizadas.
Se fue hasta Doctor Claudio Bernard tratando de ordenar sus impresiones. Lo distrajeron demasiado esos olores de merenderos baratos abiertos sobre las calles. Dio la vuelta para regresar a la Secretaría. Se topó con un puesto de peroles hirvientes donde se cocinaban elotes al vapor. Se abrió paso entre las multitudes de la avenida llena de vendedores ambulantes. Se rebanaban jicamas rociadas de limón y polvos de chile. Se surtían raspados de nieve picada que absorbían como secante los jarabes de grosella y chocolate.
Más que nada, sintió que su voluntad desfallecía. Respiró hondo pero los olores lo ofendieron. Se metió por Doctor Lucio y una cuadra antes de llegar a la Secretaría vio a una mendiga sentada en la banqueta con un niño en brazos. Era demasiado tarde para darles la espalda. Sintió que los ojos negros de la limosnera lo observaban y lo juzgaban. Era lo malo de caminar a pie por la ciudad de México. Mendigos, desempleados, quizás criminales, por todos lados. Por eso era indispensable tener un auto, para ir directamente de las casas privadas bien protegidas a las oficinas altas sitiadas por los ejércitos del hambre.