Licha leyó embájada, nuévayor, y Félix se dijo Sara no estuvo en mi entierro, ya estaba muerta, todos me están mintiendo, pero suprimió la emoción lo mismo por fuera que por dentro; se dijo que no debía dilapidarla ni en este ni en muchos momentos, sino reunirla para un solo instante, ahora no sabía cuál, ya vendría. Eso merecía Sara Klein, su amor por Sara Klein, un solo acto final que consagrara la emoción de haberla conocido, perdido una primera vez, reencontrado una noche en casa de los Rossetti antes de perderla para siempre.
Tampoco quiso hacer conjeturas sobre las razones o circunstancias de la muerte de la muchacha judía con la que salió a bailar una noche a un cabaret de moda de la época, ¿en dónde? el Versalles del Hotel del Prado. Bailaron para celebrar los veinte años de Félix Maldonado. La orquesta tocaba la Balada de Mackie. La había vuelto a poner de moda Louis Armstrong.
Le pidió a Licha que lo ayudara a salir del hospital. La enfermera le dijo que iba a ser difícil. Lo miró con sospecha, como si temiera que Félix ya la quería botar. Desechó la idea y repitió va a ser difícil, además piensa en mí, Ayub no me lo va a perdonar y Ayub me da miedo.
—¿No me crees capaz de protegerte contra ese renacuajo? —dijo Félix besando la mejilla de Licha.
Licha dijo que sí acariciando la mano de Félix.
—¿Cómo se puede salir de aquí, Lichita?
—No hay cómo, palabra. Te digo que es un lugar rete exclusivo. En la puerta hay guardias.
—¿Dónde está mi ropa?
—Se la llevaron.
—¿Hay elevadores?
—Sí, hay dos. Uno de tres personas y otro más grande para camillas y sillas de ruedas.
—¿Son automáticos?
—No. Los manejan unos tipos bien doblados.
—¿Hay montacargas?
—Sí. Recorre los tres pisos. La cocina está en el primero.
—¿Hay alguien de noche en la cocina?
—No. A partir de las diez las enfermeras preparan algo si hace falta.
—¿No hay salida de la cocina a la calle?
—No. Hay que pasar por la entrada principal. Nadie entra o sale sin vigilancia. Se necesitan tarjetas y los guardias llevan una lista de entradas y salidas del personal, los enfermos, las visitas, los mensajeros, todo mundo.
—¿Dónde está situado el hospital?
—En la calle de Tonalá, entre Durango y Colima.
—¿Qué clase de enfermos hay aquí?
—Turcos casi todos, está casi reservada a ellos, es de la beneficencia de los árabes.
—No, enfermos de qué…
—Hay muchas parturientas en el segundo piso, el primero está reservado para accidentes, acá arriba los casos graves, corazón, cáncer, de todo…
—¿No puedes sacarme vendado, diciendo que soy otro?
—Me conocen. Saben que sólo puedo cuidarte a ti, a nadie más.
—¿Nadie se muere? ¿No puedo salir en lugar de un muerto?
Licha rió mucho.
—Se necesita un certificado. No derrapes. Te verían la cara y te resucitarían veloz con un pellizco bien dado. Cómo serás vacilador.
—Entonces no hay más que una manera.
—Tú mandas.
—Si no puedo salir como el Conde de Montecristo, vamos a hacerles creer que el Conde de Montecristo ya no está aquí.
—Palabra que no ligo, corazón.
—¿Puedes robarte unos pantalones y unos zapatos de hombre?
—Veré si hay algún paciente dormido y trato. ¿Cuál es la onda, tú?
—Como no puedo salir de aquí solo, Lichita, voy a salir con todo el mundo: pacientes, enfermeras y guardias.
—De plano no te adivino.
—Tú haz lo que te digo. Por favor.
—Ya sabes cómo me gustas. Y además me cae de variedad darle una puñalada trapera al malcriado de Simón, sobre todo ahora que sé lo que te hizo. Anda, dime qué debo hacer, pero no estés triste. Vale lo que te dije, de veras. Si quieres estar conmigo después, suave. Si no, no te sientas privado.
—Lichita, eres a todo dar. No sé si estoy a tu altura, palabra de honor.
—Estás triste, amorcito, eso cualquiera lo ve.
—No te preocupes. Me cuesta dejar a una mujer.
—¿A cualquier mujer, corazón?
—Sí —sonrió un poco forzadamente Félix—. A veces me las arrebatan. Pero yo las arrastro a todas, vivas o muertas, como un caracol con su concha, toda la vida.
—Suave.
Licha cumplió su cometido a la perfección. Félix Maldonado miró el incendio de la clínica privada de la calle de Tonalá desde la banqueta de enfrente, perdido entre los enfermos, algunos tirados inconscientes en la calle, otros presas del shock, muy pocos de pie pero muy pocos también encamillados o en silla de ruedas, algunas mujeres llorando, los niños recién nacidos protegidos mal que bien
por
las enfermeras, envueltos en colchas, chillando, una enfermera gritando que el niño se moría fuera de la incubadora, un hombre quejándose lúgubremente del dolor cardíaco en el brazo, las enfermera.s nerviosas y confundidas que mantenían en alto las botellas de suero que lograron salvar del terror súbito, la mujer anunciando a gritos el parto precipitado por el miedo, algunos asfixiados a medias por el humo y un hombre amarillo, prácticamente evacuado de la vida, sonriente, divertido, agarrado a un arbolito raquítico, el mismo que sostenía a Félix Maldonado, silencioso, vendado, indistinguible en el remolino humano del pánico.
Licha lloraba histéricamente, alegando con uno de los guardias masculinos de la clínica, señalando hacia la izquierda y luego hacia la derecha, confusa, el pañuelo agitado entre los dedos.
—Pero por qué no lo buscan, no sean tarados, no puede haberse ido muy lejos, en el estado que estaba, ¿cómo?
—Cállate mensa, ésta fue una operación bien planeada —le contestó con espuma en los labios el guardia, vas a tener que responder de esto, me lleva…
—Ay, si yo solo fui al baño un minuto, ¿que ni pipí puede una hacer?, si él no podía moverse…
—Claro, lo sacaron sus cómplices, ¿pero cómo?
Félix se calzó y se puso los pantalones. Licha lo llevó hasta el montacargas en el tercer piso y allí se escondió como sardina Félix, rogando que nadie llamara a esa hora el aparato. Licha reunió los papeles, periódicos, kleenex, que encontró en botes de basura y dispensarios, junto con las sábanas sucias, las fundas de almohada, las toallas, lo reunió todo en la pieza de Félix encima del colchón y le vació las botellas de alcohol, lo encendió con un cerillo y salió gritando por los pasillos, fuego, fuego, apretó el botón del montacargas para que descendiera al primer piso, las pacientes y las enfermeras empezaron a correr, oliendo el humo que venía de la pieza de Félix. Licha bajó corriendo por la escalera al primer piso, se metió a la cocina, abrió el montacargas y llegó gritando a la puerta:
—Se escapó el del 33, fui a hacer pipí y al regresar ya no estaba.
—Por aquí no ha salido —dijo uno de los guardias.
—Tiene que estar en el edificio —dijo otro—, vente —y salió corriendo escaleras arriba a cerciorarse, pero el tropel de enfermeras bajó gritando fuego y el guardia trató de detenerlas:
—Bola de irresponsables, regresen con los enfermos.
—¡El elevador está lleno de humo! —gritó una enfermera.
El guardia que quedaba en la entrada lanzó un carajo y corrió a los ascensores; lo arrollaron los enfermos que podían moverse solos y que buscaban aterrados la salida.
Félix salió de la cocina y se unió, vendado, gritando, a los grupos de enfermos y el guardia de la puerta regresó al teléfono para llamar a los bomberos.
Tardaban en llegar; los guardias y las enfermeras seguían sacando enfermos y Licha prolongaba su escena de histeria hasta que el guardia se hartó, la llamó pendeja, por eso estamos como estamos.
—Pero vas a pagar caro tu irresponsabilidad, prietita, en ningún hospital te volverán a dar chamba, ya párale de gritar, sirve para algo, por lo menos atiende a la clientela, esto nos va a arruinar.
Félix permaneció un rato entre los enfermos, invisible en la confusión.
Se fue separando poco a poco, mezclándose con los curiosos que habían salido de las casas vecinas.
A ver si esto tampoco sale en los periódicos, murmuró secamente y caminó sin prisa rumbo a la Plaza Río de Janeiro. Tomó por Colima que era una callecita tranquila y oscura. Se quitó las vendas de la cara y las arrojó dentro dé una cubeta gris conserve limpia su ciudad suciedad.
Atravesó la plaza desierta y se dirigió a la esquina de Durango. Vio de lejos el edificio de ladrillo, la primera casa de apartamentos construida en la ciudad a principios de siglo, una monstruosidad roja con torreones feudales y techos de pizarra con forma de cucurucho de bruja: un castillo de cuatro pisos, construido para resistir las ventiscas invernales de la costa normanda.
Esta anomalía arquitectónica trasplantada a la meseta tropical había descendido socialmente hasta convertirse en lo que ahora era: una casa de vecindad para gente de muy pocos recursos. Aquí le dijo Licha que viniera y escribió a lápiz un mensaje en los bordes de la edición de las
Últimas Noticias
que Félix guardaba, doblada en cuatro, en la bolsa trasera del pantalón robado a un paciente dormido.
Apartó la reja de fierro oxidado y entró al pasaje oscuro y húmedo. La segunda puerta de la derecha, le dijo Licha, en la planta baja. Félix tocó una vez con los nudillos. Un dolor insoportable le recorrió los brazos.
Pegó lastimosamente con el periódico sobre la puerta, pero era apenas como un rasguño de gato herido. Así se sintió; un enorme cansancio le cayó sobre las espaldas y se le instaló para siempre en la nuca. Golpeó fuerte con la mano y una voz dijo desde el otro lado de la puerta, voy, voy, no coman ansias.
La puerta se abrió y un hombre en camiseta, con los tirantes colgándole hasta las rodillas y los pantalones flojos le preguntó:
—¿Qué se le ofrece?
Félix cinéfilo de la Calle 53 recordó
&
Raimu en
La mujer del panadero.
Era el chófer del taxi colectivo que lo condujo en el trayecto entre el Zócalo y el Hilton. Miró con sospecha a Félix y Félix olvidó a Raimu y recordó que él podía reconocer al chofer pero el chofer no reconocería la nueva cara de Félix.
—Me manda Licha —dijo sin ánimo Félix y le tendió el periódico doblado al chofer.
El taxista leyó el mensaje y se rascó el hombro peludo.
—Esa vieja es una hermanita de la caridad —gruñó.
Le dio la espalda a Félix, haciendo un gesto con la mano.
—Pásele. ¿Qué le pasó en la careta? ¿Dónde se hirió? No, no me diga nada. Mi esposa cree que todas las casas son hospitales. La muy mensa dice que tiene vocación de curar, que el dolor le duele. Más le valdría ocuparse de su hogar. Mire nomás el desorden. Dispense, ¿eh?
El cuarto tenía una cama deshecha y arrugada, una con patas de tubo y un par de sillas de hulespuma. Félix buscó el teléfono; Licha le aseguró que había uno. El chofer señaló hacia un calentador eléctrico con dos parrillas y una portavianda.
—Allí hay unos frijoles refritos en el sartén y tortillas en el portavianda. Están fríos pero sabrosos. Queda una botella de Delaware a medias. Sírvase mientras le busco la ropa. Ah que mi Lichita, si no estuviera tan buena…
—¿No me devuelve el periódico? —dijo Félix.
—Ahí te va.
El chofer se lo aventó sobre la mesa y Félix volvió a leer la noticia de la muerte de Sara Klein mientras devoraba los frijoles y las tortillas. Pasó las hojas hasta encontrar la página de anuncios de decesos. Allí estaba la información que buscaba.
El taxista le dio una camisa limpia, calcetines y un saco. Lo miró curiosamente a los ojos cuando le entregó las prendas.
—Oye, ¿qué te pasó en los ojos? No, ni me digas. Parecen huevos fritos. Mira, ponte estos anteojos negros. Se me hace que hasta la luna te hace parpadear.
Félix se vistió, se puso las gafas oscuras, pensó en el Director General fotofóbico y pidió permiso para telefonear, ¿tenía teléfono, verdad?
—Imagínese un chofer de taxi sin teléfono —rió—. Me costó un huevo obtenerlo y la mitad de otro pagar las cuentas. Es mi lujo.
Levantó una almohada. El aparato estaba debajo, como un pato negro celosamente incubado. Félix se sintió como un hombre obligado a saltar de la cubierta de un barco en llamas al mar. Midió visualmente las fuerzas del chofer; era corpulento pero no macizo, tenía un cuerpo de masa floja, horas sentado manejando, demasiadas gaseosas y frijoles. Se arrojó al mar.
—¿Puedo usarlo?
—Sírvase.
Marcó el número y le contestó la telefonista del Hilton.
—Páseme la administración… Bueno. Habla Maldonado, del 906…
Vio el gesto del taxista: se detuvo súbitamente, se le paró la cuerda. En seguida reaccionó y se dirigió a la mesa. Tomó la botella de Delaware Punch que Félix no había probado.
—Sí. Cómo le va. Mire, no tengo tiempo. Estoy en el aeropuerto.
Mientras hablaba, iba pensando qué era más dura, una botella de refresco o una bocina telefónica, con cuál de las dos se sorrajaba mejor la cabeza. El taxista empinó la botella hasta vaciarla.
—Al rato va a pasar un enviado mío. Lleva una nota escrita por mí con mis instrucciones. Que reúna en una maleta lo que quiera. Claro que es grave. Despierte al gerente. Gracias.
El taxista colocó la botella vacía sobre la mesa. Miró con una especie de sorna humilde a Félix. Félix colgó la bocina.
—No hay que meterse con los muertos, ¿verdad? —dijo el chofer.
—No, es mejor dejarlos en paz.
—A uno le pagan y ya, ¿verdad?
—A ti te van a pagar el doble, prometido.
Félix salió dándole las gracias al chofer.
—De nada, jefecito. No te cases nunca. Si no estuviera tan buena la Lichita.
Mostró la nota escrita en la clínica sobre un papel salvado por Licha de los botes de basura. El encargado nocturno de la administración del Hilton reconoció la letra. El licenciado Félix Maldonado era un viejo cliente. El gerente había sido avisado y bajaría en un instante.
El encargado lo acompañó al 906 y Félix reunió en una maleta ligera algunas prendas de vestir, objetos de aseo personal y cheques de viaje, Folleteó éstos; todos estaban firmados en la parte superior izquierda por Félix Maldonado. Luego marcó un número de teléfono. Al escuchar mi voz Félix dijo:
—When shall we two meet again?
[1]
—When the battle's lost and won,
[2]
—le contesté.