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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

La cabeza de la hidra (11 page)

—I have but little gold of late, brave Timón,
[3]
—me dijo Félix.

—Wherefore art thou?
[4]
—le pregunté.

—At my lodging?
[5]
—respondió.

—Aü is well ended if this suit be won
[6]
—le dije para concluir y colgué la bocina.

Al bajar, el gerente estaba allí, con la cabeza plateada, impecable como si fuesen las diez de la mañana y le dijo que tenían que estar seguros, él comprendía, que dispensara, era para proteger los intereses del propio señor Maldonado, tan buen cliente, pero la letra de la carta parecía, bien estudiada, un poco insegura y el papel de calidad muy extraña. ¿Podía ofrecer mayores seguridades?, le preguntó al hombre mal vestido, con gafas oscuras, la cabeza rapada y herida, una barba de varios días y la maleta de Félix Maldonado en la mano.

—No tardan en llamar —dijo Félix.

El gerente mostró una desazón evidente al escuchar la voz de Félix. En seguida le avisaron que había una llamada telefónica urgente y alargó con alarde de seguridad el brazo, mostrando, como era su intención, las mancuernas de rubíes.

Escuchó mis instrucciones con atención.

—Cómo no, señor, no faltaba más, como usted mande —me dijo el gerente y colgó.

Félix recorrió a pie el corto trecho que separa el Hilton de la funeraria Gayosso en la calle de Sullivan. La maleta era muy ligera y no le importó el dolor del brazo. Necesitaba toda la fuerza de su alma para llegar a Gayosso, más que la de su pobre cuerpo vencido. El fajo de billetes que le entregó el gerente se sentía confortable, cálido, dentro de la bolsa del pantalón.

Llegó a la puerta principal del edificio construido como un mausoleo de tres pisos de piedra gris
y
mármol negro. La agencia Gayosso es una simple avanzada de los cementerios dentro de la dura geografía de esta ciudad donde hasta los parques, como el que se extendía aquí entre Melchor Ocampo y Ramón Guzmán, parecían fabricados de cemento. Subió las escaleras de piedra porosa y buscó el nombre en el tablero, SARA KLEIN, SEGUNDO PISO. Un guardián uniformado de gris oscuro dormitaba, con cara de pequeño simio simpático, en la conserjería del inmueble.

La mujer estaba tendida en la capilla neutra. Desde la contigua llegaban murmullos de avemarias y poderosos olores de corona fúnebre. Aquí no había ofrendas de amistades, socios o familia. Sólo un menorah con las velas encendidas. Félix se acercó al féretro abierto. El rostro y el cuerpo de Sara estaban cubiertos por una sábana húmeda aún. El ritual del cuerpo lavado fue cumplido por alguien, ¿por quién?, se preguntó Félix al depositar la maleta al lado de la caja de plomo gris.

Sólo los pies de Sara Klein estaban descubiertos. Félix supo lo que debía hacer. Tocó los dedos desnudos de Sara, los apretó y sintió que poseía por primera y única vez el cuerpo que la vida y la muerte, en esto hermanas, le vedaron.

Con la mano apretando el pie de Sara, le pidió perdón. Era el rito. Para Félix significaba mucho más, aunque el sentido de un rito es resolver un gesto personal más que conocer las actitudes ajenas. La humedad del cuerpo lavado permitía distinguir las formas de Sara Klein como un palimpsesto sobre la sábana pegada a la carne. Miró las facciones perdidas detras de la máscara blanca. Nunca había visto ese cuerpo desnudo. Sintió una atracción irresistible y develó el cadáver de la mujer.

El rostro era el mismo pero lo separaba del resto del cuerpo una gruesa venda alrededor del cuello. Recordó que en la clínica se prometió a sí mismo reservar toda su emoción para un solo instante. Era éste en el que descubría por primera vez el misterio de un cuerpo amado. Pero no era distinto de otros. Había mirado muchas veces a muchas mujeres desnudas, recostadas, dormidas. Pocas cosas le excitaban tanto como mirar largo tiempo a una mujer poseída por el sueño, desnuda, sin defensa. Esta situación las despojaba de algo más que la ropa, que es parte de la convención amatoria consciente. Para Félix, el sueño arrebataba a una mujer todos los hábitos de la lucha contra el hombre, reticencias fingidas, pudor, invitación coqueta o descarada, negación o afirmación del cuerpo. Una mujer inconsciente, dormida, era suya por la mirada; el contrincante de Félix era igual a la situación misma de la mujer abandonada a la conquista del sueño. El sueño era entonces el rival de su pasión. Ahora ese sueño, su rival, se llamaba la muerte y Félix estuvo a punto de cubrir el cuerpo de Sara: existía, después de todo, un objeto que se entrometía entre la identidad del sueño y de la muerte, una gruesa venda que separaba la cabeza del tronco, un collar que debió ser sangriento. Lulú había sido asesinada por Jack el Destripador.

Miró el rostro de Sara. No se parecía ni al sueño ni a la muerte que deberían habitarlo. Se parecía a otra cosa y Félix tuvo que repetir las palabras que le obligaban a entrar al rito que de esa manera dejaba de ser espectáculo ajeno para convertirse en un gesto que él no miraba sino del cual participaba. Se dijo en casa de los Rossetti que la
amaría
siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Ahora debería añadir: viva o muerta.

—Viva o muerta —murmuró y vio en el rostro de Sara lo que la distinguía del sueño mortal de cualquier otra mujer, viva o muerta. El rostro inmóvil de Sara Klein era el ostro de la memoria, una memoria fatigada que ni en la muerte encontraba el reposo del olvido.

Félix había venido aquí a concentrar y consagrar su amor.

Entró dispuesto a darle eso a una mujer a la que quiso mucho.

En cambio, era ella quien le daba algo, una luz del rostro lavado, sin maquillaje, con los ojos cerrados, el misterio de un rostro que en vida hubiese aceptado la muerte a fin de | ganar el olvido prometido y que en la muerte parecía fijado para siempre con el rictus de una memoria dolorosa.

Cubrió desoladamente el cuerpo con la sábana, deja ya de recordar, le dijo nerviosamente, olvida tu niñez perseguida y huérfana, las penitencias de tu vida de mujer, Sara, y escuchó los pasos detrás de él. Las velas del candelabro judío se consumían. Seguramente el solitario guardián del cuerpo de Sara Klein entraba a cambiar los cirios. Volteó esperando encontrar a un empleado de la funeraria y miró la figura de la chaparrita cuerpo de uva, Licha.

La enfermera, tensa, tímida, se acercó a él. Félix la miró con rabia y notó que había tenido tiempo de cambiarse. Traía puesta una minifalda negra y una blusa oscura también y escotada. En vez de los zapatos blancos de suela de goma, se había encaramado en unas monstruosidades de charol negro, plataforma y tacón repiqueteante. Una bolsa acharolada le colgaba del brazo.

—¿Qué haces aquí? —le dijo Félix con la voz apagada que imponen los lugares de la muerte.

—Me imaginé que estarías aquí —contestó Licha.

—¿Cómo sabes?, ¿cómo te atreves? —dijo Félix vencido por la ruptura del momento único, detestando a Licha por la profanación del instante perfecto y en realidad fatigado físicamente por el traslado inconcluso de la memoria de Sara Klein a la suya, un traslado interrumpido como un coito que al no consumarse acumula todo el cansancio del mundo sobre los pobres cuerpos aplazados.

—Perdón, corazoncito, ya te dije que soy muy cobarde.

—¿De qué hablas? —dijo con impaciencia Félix, apartando la mirada de los pies desnudos de Sara Klein. —No te pude decir antes lo de don Memo, no me atreví.

—¿Quién carajos es don Memo?

—Mi viejo, pues, el chofer donde te mandé. Mejor que averigüe solo —me dije—, si me quiere me perdona y si no,

pues ya te lo dije, ni modo. Ya veo que te encabronaste mucho.

Félix sofocó una risa impúdica:

—¿Crees que por eso…?

Licha tomó actitudes de niña enfurruñada, juntando las puntas de los zapatos y remoliendo el tacón sobre el piso de mármol.

—No digas nada, óyeme. Memo es un hombre muy bueno, es como mi papá más que mi marido. Tú no sabes, amorcito. De la calle del Peñón nadie sale a recibirse de enfermera. Sales de huila, criada o placera. Don Memito me dio su protección y me hizo sentirme segura. Me pagó los estudios y si no me aparezco varias noches seguidas dice que es porque cuido enfermos. No me pide explicaciones. Le basta saber que soy su vieja por lo civil, con eso se conforma. Yo le vivo agradecida, ¿me entiendes?

—Está bien, no me importa —dijo Félix.

Licha se acercó de puntúas:

—¿De veras? ¿Entonces juega?

Se prendió cariñosamente al cuello de Félix; él la apartó para mirarle los ojos. Pero no bastó la mirada; a esta mujercita había que formularle explícitamente las preguntas, sacarle las respuestas con tirabuzón.

—¿Qué quieres decir?

—Corazón, nunca he estado con un hombre como tú. Sólo por ti dejaría para siempre a don Memo a quien tanto le debo.

Félix había mirado la memoria dolorosa en los ojos cerrados para siempre de Sara; en los ojos bien abiertos de Licha vio una amenaza sonriente. No pudo reírse de ella ni enojarse con ella. Desvió la mirada hacia el féretro de Sara. De una panera misteriosa estas dos mujeres a las que todo en la vida separó se estaban reuniendo en un lugar de la muerte, repartiéndose un poco este y otros dolores. Súbitamente, las dos aparecían aquí como nunca habían aparecido antes, portadoras de secretos, terribles las dos.

—¿Quién trajo aquí a esta mujer? —Félix decidió tomar por los cuernos la novedad de su visión de Lichita —¿quién puso el anuncio en el periódico comunicando el deceso, el lugar del velorio, la incineración mañana…?

—Si te digo que fueron los meros gallones de su país, ¿me vas a creer? —sonrió Licha.

—Me estás pidiendo que no te crea.

Licha le guiñó un ojito de capulín:

—Segurolas. Si chencho no eres.

—El periódico decía que la embajada de Israel se desentendió de ella. ¿Entonces quién? Bernstein fue herido, ¿está muerto también? —dijo Félix más para sí mismo que para Licha. Si no fueron ellos, ¿entonces quién?

El silencio taimado de la enfermera se prolongó como el chisporroteo de las velas agonizantes. Félix se negó a precipitar lo que temía, las palabras absurdas de Licha, las condiciones que quería imponerle esta mujer inesperada.

—Corazón, no hay más que un macho en este mundo que me pueda obligar a traicionar a don Memo que tan bueno ha sido conmigo.

—¿Te refieres a Simón Ayub? —dijo Félix brutalmente.

Licha se le prendió de la solapa:

—Tú, corazón, tú sólo tú como dice la canción. Sólo si tú me lo pides yo te lo digo. Sólo si tú me lo das yo te lo doy, corazoncito.

—No —dijo Maldonado agarrándose a la cola de una intuición que le pasó como un cometa por la mente—, te pregunto si Simón Ayub dispuso todo esto…

Permitió que su mano señalara hacia el féretro, los pies desnudos y el menorah que se iba apagando. No era ese el lugar de su mano; acarició un seno bajo el escote de Licha, la miró como dándole a entender que sí, estaba bien, lo que ella quisiera.

—¿Tú crees? —Licha se apartó de Félix contoneándose victoriosa, pero Félix la sintió por primera vez asustada. Licha extrajo un chicle de su bolsa acharolada y lo desenvolvió deliberadamente. Félix la tomó del brazo y se lo apretó.

—¡Ay! No maguyes.

—¿Sabes? —dijo Félix con la voz de familiaridad violenta que en realidad le gustaba a Licha, recordó eso, a eso sí respondía sin defensas Licha—, ¿sabes? —le dijo—, a todas las mujeres hay que aguantarlas…

—Yo no corazón, yo me hago querer —chilló quedamente la enfermera.

—A todas hay que aguantarlas —dijo Félix sin soltar el brazo adolorido de Licha—, a cualquiera o a una sola, da No hay salida. Hasta cuando las rechazas, tienes que aguantarlas.

Recogió la maleta y salió caminando de prisa del recinto fúnebre. Licha se quedó un instante con el chicle en la boca, sin mascarlo, aturdida por los cambios de actitud de Félix y en seguida corrió detrás de él, repiqueteando con sus tacones picudos. Lo alcanzó en la escalera. Trató de detenerlo tirando de la manga, se adelantó y se le plantó enfrente.

—Déjame pasar, Licha.

—Está bueno, ya no me castigues más —dijo Licha aventando hacia atrás la cabeza—, Simón se ocupó de todo, es cierto, él la trajo aquí —dijo que tú la seguirías a cualquier parte porque estabas enculado de la vieja…

El tono rispido, histérico de la voz de Licha fue cortado por una bofetada de Félix. La enfermera fue a dar contra un muro de mármol, se retiró dejando una huella húmeda, como la sábana sobre el cuerpo de Sara.

—¿Para quién trabaja Ayub? —dijo Félix sin dejar de descender la escalera, aliviado por la presencia ultrajante de Licha, desposeído del momento que quiso consagrarle a Sara Klein por una mujercita vulgar y estúpida que se coló a la fuerza en su vida porque creía que él ya no tenía vida, ni nombre, ni nada.

—No sé, corazón, palabra.

—¿Cómo se apoderó del cuerpo de esta mujer, quién se lo entregó, por qué dices que quiso atraerme aquí si me tenía bien encerrado en el hospital, para qué tuvimos que armar esa tramoya ridicula del incendio, para qué me escapé?

—No sé, me cae de madre —chilló Licha—, sólo dijo que te quería poner una soba de perro bailarín, así dijo…

—Me la pudo poner en el hospital.

—Más respeto —dijo el conserje con cara de mico cuando llegaron al vestíbulo—, aquí es lugar de respeto.

Félix se detuvo un instante, sorprendido, al ver de nuevo los rasgos olvidados del conserje. Giró para mirar la escaleta de piedra que lo alejaba del cadáver de Sara Klein. Recordó el rostro de la mujer, que identificaba la memoria y la muerte y sólo entonces se dio cuenta de que la había mirado con un rostro que no le pertenecía, el rostro del hombre que sustituía a Félix Maldonado. Si Sara hubiese despertado, no lo habría reconocido.

Salieron a la madrugada de la calle de Sullivan; el olor de tortilla tatemada de la ciudad renacía. Licha se le volvió a abrazar.

—A eso vine, corazón, te lo juro, a advertirte, pícale, vámonos juntos, yo sé dónde meternos, que no te encuentren, te juro que no sé nada más.

Félix detuvo un taxi, abrió la portezuela, arrojó la maleta adentro y subió sin mirar a la enfermera.

—Vámonos juntos —gimió Licha—, quiero que seas mi galán, ¿me entiendes?, por ti hago cualquier cosa…

La enfermera se quitó el zapato de tacón puntiagudo y lo arrojó con fuerza hacia el taxi que se perdía velozmente en la calle desierta.

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