La cabeza de la hidra (14 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

—Tú nomás acuérdate —dijo Ayub —que el doctor tiene fines más altos en esta vida que el amor de una vieja, por muy cuero que haya sido.

Ayub dio tres pasos hacia atrás, extendiendo las palmas abiertas.

—Calmantes montes, mi licenciado. Las cosas como son. Cuidado, que no se te caiga el paquete; se rompe la urna y luego vamos a tener que barrer juntos…

—Hijo de tu chingada —dijo Félix sin soltar el paquete—, la viste desnuda, la tocaste con tus cochinas manitas de puerco manicurado.

Ayub se quedó callado un segundo, rechazando el insulto, mirándose la mano con los anillos de topacio y cimitarras labradas.

—Sara Klein era la mujer de mi primo, un maestro de escuela en los territorios ocupados —dijo con simplicidad Ayub, desnudo de todas sus actitudes acostumbradas—. No sé si ella te contó esa historia. Quizá no tuvo tiempo. Sé que tú también la querías. Por eso te traje las cenizas a ti.

Le dio la espalda a Félix y se dirigió a la puerta con su paso recuperado de conquistador muy salsa. Se volteó a mirar a Félix cuando la abrió.

—Mucho cuidado, mi licenciadito. La próxima vez nos vamos a ver gacho de nuevo, te lo juro. Ni creas que me olvido del descontón que me diste. Te la tengo jurada, palabra. Ahora más que nunca.

Salió cerrando la puerta detrás de sí.

24

Entró a las ocho de la noche al café de la calle de Londres. El lugar trataba de imitar un pub inglés con barra de madera y bancas de cuero, pero la luz neón lo desfiguraba todo y los espejos biselados se comunicaban destellos de astro muerto.

Se acercó a la barra chapeada de cobre y pidió una cerveza. Miró a su alrededor. Al cabo, agradeció la espantosa luz neón que le permitía ver a los clientes y quizá por eso la instalaron, para que este café no se convirtiera en guarida de parejitas cachondas.

No tardó en divisarlos. El muchacho con los anchos pantalones azules y la playera a rayas anchas, azules y blancas, y una gran ancla bordada sobre el pecho. A la muchacha con el corte de pelo de borrego, negro, corto y rizado, la reconoció en seguida. El problema era que lo reconocieran a él. Se acercó a ellos con el vaso de cerveza en la mano. La muchacha pelaba lentamente las castañas que descansaban en el regazo de la minifalda. Las cáscaras se le quedaban prendidas a las medias caladas. Le ofrecía castañas con la mano al muchacho y se las ponía en la boca.

—Agosto no es época de castañas —dijo Félix.

—Mi amiguito el marinero me las trajo de muy lejos —dijo la muchacha sin levantar la mirada, empeñada en pelar las castañas.

—¿Me permiten? —dijo Félix, al tomar asiento con ellos.

—Hazte a un lado, Emiliano —dijo la muchacha—, estas banquitas son de a tiro estrechas.

—Es que estás muy bien dada —dijo el muchacho con la boca llena de castañas—, las inglesas han de ser de nalga flaca, aunque dicen que muy alegres.

—Tú has de saber —dijo Félix—, una muchacha en cada puerto.

—No —ronroneó la muchacha acariciando el cuello de su compañero—, es mi peoresnada.

—Cabemos bien —dijo Félix—, mejor que en el taxi. ¿No recuperaste tus libros, Emiliano?

—La mera verdad, soy estudiante fósil. Me eternizo en la Prepa. ¿Verdad, Rosita?

La muchacha de cabecita rizada asintió, sonriendo.

—¿No gustas una castaña? —le dijo a Félix, ofreciéndosela con la mano.

—Necesito saber de dónde te llegaron —dijo Félix.

—Ya te dije, me las trajo Emiliano.

—¿De dónde llegaron? —insistió Félix.

—De muy lejos —levantó las cejas Emiliano—. Yo lo que necesito saber es en qué barco llegaron, y quién venía al timón.

—Llegaron en un barco llamado el
Tigre
y el capitán venía al timón —dijo Félix.

—Aja —masculló Emiliano—. El capitán te manda decir que te estés muy cool y que las castañas vienen de muy lejos, de un lugar llamado Aleppo.

—¿No hemos viajado juntos también ustedes y yo?

—Segurolas —dijo Emiliano.

—¿Quiénes viajaban en nuestro barco? —preguntó Félix.

—Uy, venía retacado —dijo Emiliano—. Un chofer, dos monjas, una enfermera, nosotros dos, una placera con una canasta llena de pollos y uno con cara de licenciado, clavado.

Rosita se sacudió las cascaras de castaña del regazo y los tres se miraron entre sí.

—¿Quién mató a Sara Klein? —preguntó Félix sin mirar a la pareja.

—Los cuícos no han dado con la pista —contestó Emiliano, bajando apenas el tono de la voz.

—El crimen tuvo lugar entre la medianoche y la una de la mañana —dijo Félix—. A esa hora es fácil controlar las salidas y entradas de un lugar como las suites de Génova.

—Dile, Emiliano, no ves que la quería —dijo Rosita con los ojos brillantes.

—Rosita, dedícate a tus castañas y toma nota, pero no hables más.

—Como tú digas, bellezo —sonrió Rosita y le dijo a Félix con cara de tonta—: es mi galán. Nos queremos mucho. Por eso te entiendo. A ti esa vieja que mataron te traía por el callejón de la amargura, ¿no es cierto?

Emiliano pellizcó el muslo descubierto de Rosita.

—¡Ay!

—Que te saques las cáscaras de las medias. Luego me andas pinchando en la cama. Siempre se te quedan cosas colgando de esas pinches medias.

—¿Pues para qué me pides que me las deje puestas cuando nos acostamos? —mugió Rosita y se quedó quieta.

—¿Qué me ibas a decir? —insistió Félix.

—Que el portero jura que no entró ni salió nadie sospechoso, nomás los clientes registrados.

—¿Es de fiar?

—No ha sido más que portero toda su vida. Se ve bien menso. Lleva nueve años trabajando allí sin quejas.

—La antigüedad y la estupidez son sobornables. Investiguen.

—Seguro. El portero dice que nadie preguntó por la señorita Klein y nadie le mandó mensajes, ni paquetes, ni nada.

—Y en la calle; ¿no pasó nada?

—Lo de siempre en la Zona Rosa. Un grupito de júniores bien pedos se detuvo enfrente con un convertible y tres mariachis. Cantaron una serenata, dizque para una gringuita que no quería irse de México sin que le llevaran gallo, pero la poli los hizo rodar rápido. Y una monja llegó a pedirle al portero lo que fuera su voluntad para unas obras de caridad. Esto es lo único que le pareció raro, una monja suelta a las doce de la noche. No le dio nada y la monja se fue.

—¿Cómo sabe que era monja?

—Tú sabes, el peinadito de chongo, cero maquillaje, vestido negro hasta el tobillo, rosario entre las manos. Lo de siempre.

—¿Coincidieron los de la serenata y las monjas?

—Ah, eso sí no sé.

—Averigua y dile al del timón.

—Simón.

—¿Están seguros de que en ningún momento Bernstein entró a las suites, ni estaba hospedado allí desde antes?

—¿El maestro? Qué va. Estaba hospitalizado de un balazo que le dieron en el hombro. Esa noche estaba en el Hospital Inglés y de allí no se movió.

—¿Dónde está ahora Bernstein?

—Eso sí lo sabemos. En Coatzacoalcos, Hotel Tropicana.

—¿A qué fue?

—Pues a eso, a recuperarse del balazo que le dieron.

—¿Por qué no salió nada?

—¿Nada de qué?

—Del balazo de Bernstein.

—¿Por qué iba a salir algo y dónde?

—En los periódicos. Lo balacearon en Palacio.

—No. Fue un accidente en su casa. No tenía por qué salir nada en los periódicos. Dijo que se accidentó limpiando una pistola. Así dice el acta de ingreso al Hospital.

—¿No fue en Palacio, durante la entrega de premios? ¿No hubo un atentado contra el Presidente?

Emiliano y Rosita se miraron entre sí y el muchacho alargó la mano y se bebió de un golpe la cerveza de Félix. Lo miró desconcertado.

—Perdón. Es que de a tiro me dejaste… ¿Qué qué?

—Se supone que hubo un atentado en Palacio contra el Presidente —dijo con paciencia Félix, y Bernstein fue herido por equivocación…

—Jijos mano, ¿así de a feo te las truenas? —dijo Rosita.

—Cállate —dijo Emiliano. Eso no es cierto. ¿Por qué lo dices?

—Porque se supone que yo disparé el tiro —dijo Félix con frío en la nuca.

—De eso no sabemos nada —dijo Emiliano con una punta de miedo en los ojos—. Ni salió nada en los periódicos ni el capitán tiene noticias.

Félix tomó la mano del muchacho y la apretó.

—¿Qué pasó en Palacio? Yo estuve allí…

—Cool, maestro, manténgase cool, son las instrucciones… ¿Estuviste y no te acuerdas, qué pasó?

—No. Cuéntenle al capitán lo que les digo. Es importante que lo sepa. Díganle que una mitad sabe y dice cosas que la otra mitad ignora, y al revés.

—Todos cuentan mentiras en este asunto. Eso lo sabe el capi.

—Así es —dijo con más calma Félix—. Díganle que averigüe dos cosas más. Si no las sé me voy a perder.

—Ni te emociones; para eso estamos Rosita y yo.

—Primero, quién fue encarcelado con mi nombre en el Campo Militar Número Uno el diez de agosto y fusilado esa misma noche mientras trataba de huir. Segundo, quién está enterrado con mi nombre en el Panteón Jardín. Ah, y el número de placas del convertible de la serenata.

—Okey. Dice el capi que no dejes pistas y te estés muy cool y dice sobre todo que te entiende pero que no dejes que tus sentimientos personales se metan en todo esto. Así dijo.

—Recuérdale que me dejó libertad para actuar como yo lo entienda mejor.

—Con comas y todo se lo digo.

—Dile que no confunda nada de lo que hago con motivos personales ni venganzas.

Emiliano sonrió muy satisfecho:

—El capi dice que todos los caminos conducen a Roma. Uno se culturiza con él.

—Adiós.

—Ahí nos vidrios.

—Cuídate —dijo Rosita con ojos de borreguito negro. A ver cuándo nos invitas a pasear en taxi otra vez. Me gustó sentarme en tus rodillas.

—A mí también me gustó acariciarle las corvas a la enfermerita —dijo con saña Emiliano.

—Cómo serás tirano Emiliano —gimió Rosita.

—No, si nomás digo que donde caben tres caben cuatro, gorda.

—Ay, qué recio nos llevamos esta noche —rió Rosita y tarareó el bolero
Perfidia.

Ni voltearon a mirar a Félix cuando se levantó y al salir del pub balín todavía los vio disputándose entre bromas, aliándose puyas, anónimos como dos novios comunes y corrientes. Se dijo que el bravo Timón se rodeaba de ayudantes singulares.

Pasó al dispensario de la Cruz Roja en la Avenida Chapultepec para que le revisaran la cara. Le dijeron que iba cicatrizando bien y sólo necesitaba una pomada, se la untaron y que se la siguiera untando varios días, ¿quién le hizo semejante carnicería?

Compró la pomada en una farmacia y regresó a las suites de la calle de Génova. Iban a dar las once y los jóvenes y aceitosos empleados ya se habían ido. Le abrió el portero, un indio viejo con cara de sonámbulo vestido con un traje azul marino brillante de uso.

Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par y la cama preparada para dormir, con un chocolatito sobre la almohada. Abrió la maleta. El paquete con las cenizas seguía allí, pero el disco con Satchmo en la portada había desaparecido.

25

Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un
alcázar
moderno de torres, tubos y cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego el puerto sofocado donde las vías férreas se prolongaban hasta los muelles y los buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.

Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla. Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas y niños desnudos en muda contemplación.

El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios, los racimos de plátanos incendiados, los equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.

—Le cayó un rayo —dijo el chofer.

Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.

El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.

Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo. Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,

SU RECÁMARA VENCE A LA 1 P.M.

YOUR ROOM WINS AT ONE P.M.

VOTRE CHAMBRE EST VAINCU A 13 HRS.

Félix pidió por teléfono la recámara del doctor Bernstein. El cuarto número 9, le dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo, arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano, encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma, Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.

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