—Temo a una sociedad que se siente libre de toda culpa, doctor.
—Por lo visto, nuestras únicas culpas son las del destino domado. Y el destino domado, tienes razón, se llama poder. Por primera vez lo tenemos. Asumimos sus responsabilidades. Y sus accidentes necesarios. ¿Llegarías al extremo de darle la razón a Hitler porque el triunfo de la solución final hubiese evitado los conflictos de hoy? Piénsalo: sólo el exterminio total en los hornos nazis hubiese impedido la creación de Israel. Los hombres crean los conflictos. Pero los conflictos también crean a los hombres. Los británicos tenían campos de concentración de judíos y árabes en Tel Aviv y Gaza durante el mandato. ¿Con qué derecho juzgaron en Nuremberg a los alemanes por crímenes idénticos?
Volvió a ponerse las gafas; la mirada se afocó, los peces dejaron de nadar.
—En la historia sólo hay verdugos y víctimas. Resulta banal recordarlo a estas alturas. Lo es menos dejar de ser víctima, aun a costa de ser verdugo. La otra opción es ser víctima eterna. No hay poder sin responsabilidad, incluso la del crimen. La prefiero a la consolación de ser víctima a cambio del aplauso de la posteridad y la compasión de las buenas almas.
Se levantó. Caminó hasta la ventana y la abrió. El rumor de Coatzacoalcos ascendió con un vértigo de olores elementales, pulpa, bagazo, excremento, mezclados con el olor artificial de la refinería.
—Mira —indicó Bernstein hacia el mercado, sacando la mano por la ventana—, están tasajeando a las reses. Con ojos de esteta, diríase un cuadro de Soutine. En cambio, con ojos de protector de animales o vegetariano…
Cerró la ventana y se secó el sudor de la frente con la manga. Félix permaneció inmóvil con el vaso vacío en la mano.
—Profesor —le dijo al cabo—, su poder depende de otros. Las armas y el dinero. Usted consigue las dos cosas. Está bien. Pero cada día le será más difícil obtenerlos. Usted lo sabe. Las familias judías en México, en Argentina, en los propios Estados Unidos, en todas partes, se integran a nosotros, se alejan de Israel, en unos años no les darán nada. ¿Por qué no dan ustedes algo antes de que sea demasiado tarde y vuelvan a quedarse solos? Solos y nuevamente odiados y perseguidos.
Bernstein meneó varias veces la cabeza y en sus ojos apareció una extraña resignación.
—Sara me acusaba de ser un halcón. ¿Sabes? El tercer piso de este hotel fue destruido por un rayo. Gracias a eso las palomas se instalaron en las ruinas. Y como aquí nadie repara nada… Más arriba, vuelan los buitres. Sobre todo aquí, junto al matadero del mercado. Todos los días matan a uno o dos zopilotes que se lanzan sobre la carne muerta de las reses. Eso es lo que les gusta a los buitres; con las palomas no se meten. Es cierto. Algún día nos obligarán a abandonar los territorios ocupados. El petróleo pesa más que la razón. Pero habremos dejado allí ciudades y ciudadanos, escuelas y métodos políticos democráticos. Sólo habrá paz si los árabes, al regresar, respetan a nuestros nuevos peregrinos, los que se queden atrás. Allí tienes tu famoso encuentro de civilizaciones. Ésa será la prueba ácida de la paz. Y si no, todo volverá a repetirse.
Volvió a acercarse a la ventana y miró inútilmente entre los visillos. El chaparrón súbito del trópico se desató. Bernstein volteó rápidamente y le dio la cara a Félix.
—¿En qué piensas?
—En la convicción con que nos exponía usted las doctrinas económicas en la Facultad. Todas eran persuasivas en su boca, de Quesnay a Keynes. Era el encanto de su clase. Por eso lo seguíamos y lo respetábamos. No pretendía ser objetivo, pero su pasión subjetiva resultaba ser lo más objetivo del mundo. Doctor, usted no ha venido aquí a curarse de un brazo herido por una bala misteriosa. Mucho menos a convencerme de las razones de Israel. Basta de rollos. Le voy a rogar que me entregue lo que vino a recoger aquí…
Bernstein no traía caramelos en las bolsas abultadas de su saco sudoroso y arrugado. Félix saltó de la silla y tomó al doctor del cuello gordo, le torció el brazo herido, arrancándolo del cabestrillo y Bernstein aulló de dolor con el brazo libre en alto y la pequeña Yves-Grant 32 apretada en la mano. Soltó la pistola que cayó al piso de ajedrez. Félix liberó a Bernstein y recogió la automática. La apuntó contra la barriga temblorosa del profesor.
Sin variar la dirección del arma, vació la maleta de Bernstein, separó velozmente las prendas, le ordenó que lo condujera a la sala de baño, abrió el maletín de cuero con los objetos de aseo personal, exprimió la pasta de dientes, separó los extremos de celulosa de las cápsulas de medicina, extrajo una navaja de afeitar y rasgó los forros del maletín. Regresó con Bernstein a la recámara y rebanó la tela interior de la maleta, exploró el closet y también rasgó a navajazos el único traje que colgaba allí, un
seersucker
de raya azul, hizo lo mismo con las almohadas y el colchón, arrancó el mosquitero para explorar el toldo amarillento, mientras Bernstein lo observaba inmóvil, sentado en su precario trono de ratán, torcido por el dolor que se iba desvaneciendo para dar paso a una sonrisa insultante.
—Desnúdese —ordenó Félix.
Escudriñó la ropa. Ahora Bernstein parecía un niño goloso convertido en el algodón azucarado que había ingerido en exceso.
—Abra la boca. Quítese los puentes.
Sólo quedaba un escondrijo. Félix se hincó. Apoyó el cañón de la pistola contra el riñón de Bernstein y le metió un dedo por el culo. Allí sintió los estertores de la risa incontenible del viejo.
—No hay nada, Félix. Es demasiado tarde.
Maldonado se levantó con la pistola en la mano y limpió el dedo contra los labios de Bernstein. El gesto de asco del profesor no logró apaciguarle la risa.
—No hay nada, Félix. Te vas con las manos vacías, aunque sucias.
Félix tenía la mirada nublada por el sudor pero la pistola apuntaba bien: la mole de Bernstein era el mejor blanco del mundo.
—Dígame nomás una cosa, doctor, para que no me vaya sin regalo. Después de todo, yo le dejé ese…
Señaló con la pistola hacia el paquete envuelto en papel periódico. Bernstein hizo un ligero movimiento nervioso. Félix volvió a apuntar y preguntó:
—¿Cómo me reconoció usted?
Ahora Bernstein rió a carcajadas, como un Santa Claus en vacaciones, desnudo en el trópico, lejos de su taller de hielo.
—¡Qué fantasioso! ¡ Lo dije siempre, desde la escuela!
—Contésteme. No necesito pretexto para disparar.
—Carezco de antecedentes, mi querido Félix. No sé por qué crees que no debí reconocerte.
—Esto, y esto, y esto —dijo Félix con la rabia de la fatiga inútil, pegándose con el cañón de la pistola sobre las cicatrices de la cara—, esto, y esto, tengo otro rostro, ¿no ve?
Bernstein redobló la risa, se calmó y fue a sentarse encuetado a la única silla capaz de contenerlo.
—¿Te han hecho creer eso?
—Me veo en el espejo.
—¿Una puntadita aquí, una ligera modificación acá? —sonrió Bernstein—, ¿la cabeza al rape, el bigote nuevo? —Cruzó las manos gordas sobre el vientre pero no logró, obviamente deseaba, asemejarse a un Buda benigno.
—Sí —respondió Félix, disponible porque sentía que sólo abandonando todo esfuerzo recuperaría su capacidad de esfuerzo y ganaría algo más, una inteligencia oscura que comenzaba a brotarle de las tripas, abriéndose paso hacia el pecho.
—Tu única cirugía es la de la sugestión —sonrió Bernstein y en seguida borró la sonrisa—: Basta saber que un hombre es buscado para que todos lo vean de manera distinta. Incluso el perseguido. Sé de lo que te hablo. Tómate un whisky. Es demasiado tarde. Relájate.
Bernstein señaló hacia la mesita colmada de botellas, vasos y hielo con el mismo movimiento del brazo con que antes había indicado hacia el mercado desde la ventana abierta. Pero el anillote de piedra clara ya no estaba en el dedo del profesor.
La semilla de inteligencia brotó de la tierra de los intestinos, se ramificó por el pecho y se instaló como una fruta solar en la cabeza de Félix.
Salió corriendo de la habitación de Bernstein con la pistola en la mano pero pudo escuchar el grito del profesor, acerado primero y luego disipado por el rumor de la calle que volvía a irrumpir por la ventana abierta:
—¡Es demasiado tarde! ¡Cuidado! ¡Baja!
El mozo cambujo del Hotel Tropicana lo miró venir con una sonrisa. Félix vio de lejos el semáforo preventivo de los dientes de oro; el cambujo estaba listo, con los puños cerrados y las piernas separadas, bajo la ventana de Bernstein frente al mercado.
Félix guardó la pistola en la bolsa y flexionó las piernas para prepararse a saltar y patearle el vientre, pero el cambujo empezó a correr y se internó en el mercado, apartando velozmente los cadáveres de reses que colgaban de los garfios, volteando huacales y desparramando paja en su carrera; la de las reses manchó los hombros de Félix y los racimos plátano macho le golpearon la cara; los machetes brillaban más de noche que de día. Félix arrancó uno al azar y lo empuñó. No convenía que se escucharan tiros esa noche en Coatzocoalcos.
El cambujo siguió corriendo por el mercado trazando vericuetos y sembrando obstáculos; era un hombrecillo de piernas cortas pero ágiles, mezcla de olmeca y negro y Félix no logró alcanzarlo. Ambos salieron corriendo por el extremo del mercado que daba a las vías férreas y Félix vio al mestizo saltar como conejo entre los rieles y luego seguir la ruta de la ferrovía hacia el puerto que se perfilaba con aisladas luces amarillas a lo lejos. Félix siguió corriendo detrás de la liebre oscura que parecía conocer la disposición del enjambre de rieles porque aquí había jugado desde niño.
Maldonado cayó un par de veces al tropezar con las agujas, pero nunca perdió de vista a su presa porque el cambujo no quería ser perdido de vista y hasta se detuvo a lo lejos cuando Félix cayó por segunda vez y esperó a que se incorporase antes de seguir corriendo.
El chubasco había cesado con la misma velocidad con que se inició, liberando aún más los olores pungentes del puerto tropical; una película de laca húmeda brillaba sobre la larga extensión del muelle, los rieles moribundos, el asfalto y las lejanas masas de los barcos petroleros. El cambujo corrió como un Zatopeck veracruzano a todo lo largo del muelle, con Félix a veinte metros detrás de él y una sensación ardiente de que ésta no era una persecución normal, que el cambujo era una falsa liebre y él una falsa tortuga.
El perseguido comenzó a disminuir la velocidad y Félix acortó peligrosamente la distancia entre ambos; empuñó nerviosamente el machete; en cualquier momento, el cambujo Podía voltearse con una pistola en la mano, apenas tuviese a su perseguidor a distancia de tiro seguro. El cambujo se detuvo frente a un tanquero negro, lavado por la tormenta. Sudoroso de gotas grises de agua y aceite y Félix se arrojó contra el hombrecillo oscuro, dejando caer el machete.
Los dos hombres cayeron por tierra. El buquetanque lanzó un largo pitazo. Félix y el cambujo rodaron, pero el empleado del hotel no ofrecía resistencia. Félix se sentó sobre el pecho trémulo de su adversario extrañamente pasivo y fe clavó las rodillas en los brazos abiertos. El prisionero mantenía ambos puños cerrados, hacía gala de ello, gesticulaba con las muñecas. Por un instante, ambos se miraron sin hablar, jadeando. Pero la cara de Félix era una máscara de dolor físico y la del cambujo la careta de la comedia, negra, sudorosa y con los dientes de oro brillando sonrientes. Félix sintió que bajo sus setenta y seis kilos el hombre pequeño, correoso y moreno cedía totalmente, con excepción de esos puños cerrados.
Agarró un puño y trató de abrirlo; era peor que la manopla de fierro de un guerrero medieval, era la garra de una bestia con razones secretas para no rendirse. El petrolero lanzó un segundo pitazo, más gutural que el primero. El cambujo abrió la mano, sonriendo como las cabecitas alegres de La Venta. No había nada sobre la piel color de rosa de la palma marcada con líneas que prometían vida y fortuna eternas al mozo del hotel.
El cambujo hizo girar sus ojos redondos para mirar hacia el buque. Félix luchó contra el segundo puño. La escalerilla comenzó a retirarse del muelle hacia la puerta de babor del tanquero. Félix tomó el machete abandonado y lo atravesó de canto sobre la garganta del cambujo.
—Abre el puño o primero te corto la cabeza y luego la mano.
El cambujo abrió el puño. Allí estaba el anillo de Bernstein. Pero faltaba la piedra transparente como un vidrio. Félix se levantó rápidamente, levantó del cuello de la camisa al cambujo y palpó nerviosamente el cuerpo, la camisa, el pantalón de su adversario. Lo soltó, como el buque soltaba amarras.
Liberado, el cambujo corrió de regreso a Coatzacoalcos pero Félix ya no se preocupó por él. Un punto luminoso del buquetanque oscuro le raptó la mirada, una claraboya en el castillo de popa alumbrada doblemente por una luz blanca, tan fuerte como la de un reflector, y por un rostro brillante como una luna, enmarcado por el óvalo de la ventanilla, un rostro inolvidable e inconfundible, con el corte de pelo de fleco y ala de cuervo que resaltaba la blancura luminosa de la piel, los diamantes helados de la mirada, el perfil aguileño cuando la mujer de la ventana movió la cabeza.
La escalerilla estaba a medio camino entre el muelle y la portezuela abierta a babor. Félix guardó el anillo en la bolsa del pantalón y corrió desesperadamente con el machete en la mano, saltó para alcanzar la escalerilla, rozó apenas con el filo las gruesas cuerdas que colgaban de los peldaños. Un gringo pecoso, cuarentón, con la fisonomía borrada por los labios delgados y la nariz de manazo, le gritó desde la puerta:
—Hey, are you nuts?
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—¡Déjeme subir!
Let me on!
—gritó Félix.
El gringo rió.
—You drunk or somethin'?
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—The woman, I mun see the woman you have on board!
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—Shove off, budy, no dames don't travel on tankers.
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—Goddamit, I just saw her…
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—O.K., greaser, go back to your tequila?
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—Fuck you, gringo.
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El gringo rió y las pecas le bailaron.
—Meet me in Galveston and we'll fuck the shit out of each other. So long, greaser.
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