—When shall we two meet again?
—When the battle's lost and won.
—But tell us, do you hear whether we have had any loss at sea or not?
[52]
—Ships are but boards, sailors are but men; there be land-rats and water-rats, land-thieves, and water-thieves.
[53]
—What tell'st tou me of robbing?
[54]
The boy gives warning.
[55]
He is a saucy boy. Go to, go to.
[56]
He is in Venice.
[57]
Colgué. Registré con inquietud una reticencia impaciente en la voz de Félix. Tuve la sensación de que me ocultaba algo. Temí; nuestra organización era demasiado joven, probaba sus primeras armas y nadie, ni siquiera yo, podía ufanarse de tener el pellejo curtido de nuestros homólogos soviéticos, europeos o norteamericanos. La maldita realidad intersubjetiva se nos colaba, irracional, por el frío cedazo de unos medios que en estos menesteres debían ser idénticos a los fines. La regla de oro del espionaje es que los medios justifican los fines. No me imaginaba a la larga lista de nuestros émulos, de Fouché a Ashenden, perturbados por las filtraciones sentimentales de su vida personal; se las sacudirían como mosquitos. Pero, claro está, ningún espía mexicano entraría jamás del frío; la sugestión, tropicalmente, era ridicula y más bien imaginé a mi pobre amigo Félix Maldonado buscando un frigorífico al cual meterse en Galveston o Coatzacoalcos.
Encendí una pipa y abrí, nada azarosamente, mi edición Oxford de las obras completas de Shakespeare en la escena del camposanto en Hamlet. Me dije, al reiniciar la lectura, que no hacía sino eso: recomenzarla donde la dejé cuando Félix me llamó. Laertes le dice al eclesiástico que deposite a Ofelia en la tierra y que de esa carne dulce e inmaculada las violetas brotarán. El sacerdote se niega a cantar el requiem para una suicida; el alma de Ofelia no ha partido en paz. Laertes increpa al ministro de Dios; ángel dispensador será Ofelia, le dice, cuando tú yazcas aullando. Esta espantosa maldición es seguida del acto igualmente terrible de Laertes. Pide a la tierra, la de la tumba pero también la del mundo, que se detenga mientras abraza una vez más el cadáver de su hermana. Se arroja dentro de la tumba, sobre el cuerpo de Ofelia. Hamlet, a pesar de su emoción, mira todo esto con una extraña pasividad, la repetida pasividad de este actor que es observador siempre distante de su propia tragedia. Todo el Renacimiento está en esta escena. El mundo y los hombres han descubierto una energía excedente que arrojan como un desafío a la cara del cielo; han descubierto, al mismo tiempo, su pequeñez en el cosmos gigantesco, aún más reducida que la que el plan providencial les auguraba. Sólo una ironía distante como la de Hamlet restablece el equilibrio; los demás lo juzgan loco.
Miré las volutas de humo que ascendían hacia el techo de mi biblioteca. No pude imaginar a Angélica, a pesar de su nombre, dispensando los favores del cielo a los hombres. Pero ¿cuál de las mujeres de esta historia cuyos hilos llegaban rotos a mis manos merecería los dones de la divinidad? ¿Cuál, Sara, Mary, Ruth, judías las tres, miraría cara a cara al Señor Nuestro Dios? Si Angélica no era Ofelia, ¿una de ellas sería nuestra Ariadne? Si yo era un Laertes poco glorioso, ¿sabría mi amigo Maldonado ser un Hamlet con método en su locura o acabaría perdido en el laberinto de los Minotauros modernos?
Fue uno de esos momentos, seguramente más de los que pude imaginar entonces, en que Félix y yo nos telepateamos. Sara presente viva o muerta, misteriosa en la persistencia de su actualidad, extrañamente cercana en su ausencia; Ruth a la que no debíamos asustar por teléfono, aunque sufriera un poquito más, explicarle las cosas al final, tranquilamente, hasta donde era posible; y Mary, ¿por qué no pensábamos nunca en ella?
Temí caer en el lugar común de la novela policial, cherchez la femme. Cerré el libro y los ojos. No quedaba mucho tiempo. Recordé a mi hermana Angélica.
Su otro impulso, en cambio, Félix no lo frenó. Marcó el número de Mary Benjamín y la criada le contestó, voy a ver si la señora no está merendando, ¿de parte de quién?
A Mary sí podía asustarla:
—Félix Maldonado.
Mary estaba escuchando por la extensión; apenas un ligero click anunció el cambio de línea y en seguida la voz de Mary, irritada:
—No me gustan las bromas pesadas, señor, sea usted quien sea.
—No cuelgues —dijo Félix con una inflexión cariñosa que Mary recordaría—. Soy yo.
—Le repito… —la voz de Mary sostuvo la irritación, pero la tiñeron un poco de duda y otro de miedo.
Félix rió:
—Es la primera vez que te oigo miedosilla.
—Siempre hay una primera vez —trató de recomponerse Mary—. Bueno, ya estuvo suave de humor negro, ¿no?
—Compruébalo.
—Todavía no inventan el teléfono televisivo, imbécil.
—Suites Genova. Apartamento 301. Once y cuarto de la noche. No faltes. La última vez me dejaste plantado.
Félix, colgó. La Zona Rosa abunda en restoranes italianos. La Ostería Romana y Alfredo, frente a frente en el pasaje entre Londres, Hamburgo y Genova. Eran nombres demasiado romanos y el Focolare en Hamburgo demasiado genérico. Bajó a la calle y caminó hacia la esquina de Genova y Estrasburgo. Dice que pensó en mí mientras se dirigía al restorán La Gón dola. Era la primera vez que conscientemente traicionaba mis instrucciones. Necesitaba a una hembra, le había corrido demasiada adrenalina por el cuerpo en los últimos días, no había tomado a una mujer desde que Licha se le entregó en el hospital, iba a exponerse, pero quería acostarse esa noche con Mary Benjamín, después de diez años sin tocarla, necesitaba una mujer, exactamente una mujer como Mary, una fiera cachonda, y si lo consultaba conmigo le hubiera dicho, exprimiéndome el coco para dar con una cita de Memo Sacudelanzas, que se buscara una call-girl en los hoteles de la Zona Rosa. Pero los motivos de Félix eran otros.
Había poca gente en La Góndola esa noche, pero olía fuerte a tomate, ajo y basílico. Emiliano y Rosita estaban sentados frente a frente, agarrados de las manos con los codos sobre el mantel de cuadritos rojiblancos. Félix se sentó al lado del muchacho impertinente que le traía una advertencia, frente a la muchacha con cabecita de borrego negro. Ya no hacían falta preámbulos y las caras de la pareja de jóvenes no intentaban ocultar la inquietud.
—¿Les entregó Harding el anillo?
Ambos negaron con la cabeza.
—¿Qué pasó? —dijo Félix con impaciencia, Mary le hervía en la sangre, traía a Mary amarrada entre las piernas, hecha un nudo allí—, ¿se les olvidó La tempestad?
—No hubo tiempo —dijo Emiliano soltando la mano de Rosita—. El viejo está muerto.
—Lo asesinaron, Emiliano, dile —dijo Rosita sin atreverse a mirar a Félix, jugueteando con los palillos de dientes.
—¿Cuándo? —preguntó Félix, paralizado dentro del triángulo del estupor, la impaciencia y la incredulidad.
—Después de que el tanquero atracó, hoy mismo en la mañana —dijo Emiliano, y colaboró con Rosita en la construcción de un castillito de palillos.
—¿Cómo?
—De un machetazo en la nuca.
—¿Dónde?
—Estaba en su cabina, preparándose para bajar al puerto.
—¿Y el anillo? —preguntó con desgana Félix, temeroso de alzar la voz en el restorán.
—No estaba.
—¿Por qué lo dices con tanta seguridad, chavo? ¿Te dejaron esculcar al viejo, te metiste en su cabina?
—Oyes, Feliciano —interrumpió Rosita—, estamos del mismo lado, ¿quihubo pues?
Félix creyó que bastaba inclinar un poco la cabeza para excusarse y Emiliano continuó—: la onda nos pareció muy gacha y nos comunicamos con el jefe. A la media hora la poli subió al Emmita y ellos lo esculcaron todo. Del anillo ni el olor, mano.
—Cuéntale, Emiliano, cuéntale de la muchacha.
—El segundo de a bordo creyó que los cuícos buscaban otra cosa. Dijo que el capi Harding tenía siempre un medallón de plata muy viejo colgando encima de su litera, con una foto muy desteñida de una muchacha y firmada Emmita. Dijo que era increíble que por tan poca cosa se escabecharan el viejo, aunque a veces en el mar había cuentos de venganzas más largas que un chorizo que seguían hasta la vejez, eso dijo.
—El medallón sólo tenía valor para él —dijo sin aliento Rosita con la boca tapada por la servilleta—, ya no estaba, había una mancha redonda donde había estado.
—Los tecolotes dieron luego luego con el ratero. Lo encontraron como a las seis de la mañana bien pedo, en una de esas cantinas del puerto que nunca cierran, con harta lana y ¡el medallón colgándole sobre el pecho.
—Ya no tenía la foto, la tiró el muy desgraciado —gimoteó Rosita—. Le andaba ofreciendo a una fichadora que si se acostaba con él sería su novia y le pondría su foto en el medallón.
—Lo entambaron y lo registraron, pero no le encontraron el anillo. Dijo que se había encontrado el medallón tirado en el muelle, que él nunca había subido al Emmita. Pero el contratador de la compañía dijo que ese día el cambujo se había enganchado como estibador a destajo y como faltaban brazos…
—¿El cambujo? —interrumpió Félix.
Emiliano asintió.
—Normalmente chambea de mozo en el hotel Tropicana. La verdad, le hace de todo, hasta de destazador de reses en el mercado. Allí lo sobrenombran «el machetes».
El muchacho impertinente miró a Félix con aire orgulloso, como de estudiante que ha pasado con éxito los exámenes:
—El profesor Bernstein salió con todo y chivas del hotel media hora después de que atracó el Emmita.
—El mar tiene tristezas —murmuró Félix, retiró un palillo y la construcción raquítica se vino abajo sobre el mantel.
—¿Mande? —dijo Rosita.
Félix sacudió la cabeza.
—¿Han vigilado a Bernstein?
—Está de vuelta en su casa. Su gata tiene órdenes de decir que está muy ocupado preparando sus cursos de septiembre y no recibe a nadie. Nosotros averiguamos que sale a Israel mañana por la mañana. Boleto de ida y vuelta económico, de veintiún días.
—¿La policía de Coatzacoalcos interrogó al cambujo sobre su relación con Bernstein?
—El jefe dijo que era inútil. Seguro que el profe le pagó muy bien su silencio. Además, «el machetes» sabe que está bien protegido y estando la justicia mexicana como está, no tardará en salir del tanque.
—Pero el anillo está en posesión de Bernstein, eso es lo único seguro —dijo Félix recapitulando.
—No lo traerá puesto —rió Rosita.
Félix recordó al hombre que se hacía llamar Trevor y Mann y quién sabe cuántos aliases más. La única manera de proceder secretamente es proceder abiertamente.
—El jefe tiene gente vigilándolo día y noche —dijo Emiliano.
—¿Desde cuándo? —inquirió escépticamente Félix.
—Desde que salió a Coatzacoalcos. —¿Entonces el jefe está al tanto de todo, mi paso por el Tropicana, mi pleito con el cambujo en el muelle, la relación entre «el machetes» y Bernstein?
—No te claves puñales, mano —dijo Emiliano al mirar la cara de Félix—. La onda está muy movida y la cosa es de cooperacha. El profe no ha dado un paso sin que lo sepamos, no ha enviado cartas ni paquetes ni ha estado en comunicación con nadie. Hasta dejó de pagar la cuenta de teléfono hace dos meses para que le cortaran la línea.
—Tuvimos que ir hasta su casa y hablar con su gatuperia diciendo que éramos estudiantes —añadió Rosita.
—De plano quiere dar a entender que vive como ermitaño y no tiene nada que ver con nada. Ha de tener susto.
El mozo interrumpió a Emiliano para colocarle un plato de lasagna debajo de las narices y otro de spaghetti boloñesa a Rosita bajo las suyas.
—Hasta fue a dar gracias a la Villa por su curación —rió Rosita—, y eso que es Judas.
—¿A la Villa?
Félix detuvo con una mirada amenazante al mozo de La Góndola que le pedía la orden. Igual había mirado a Bernstein cuando le arrancó las gafas en casa de los Rossetti. El mozo se alejó con cara de pocos amigos y se fue a cuchichear con la cajera.
—Sí, al llegar de Coatzacoalcos se fue directo del aeropuerto —dijo Emiliano—, y fue y le prendió una veladora a la Virgen de Guadalupe.
—¿Lo sabe el jefe?
—Clarines, y se quiebra el coco. Dice que en México hasta los ateos son guadalupanos, pero no los judas. Uno se culturiza con él. ¿Tú entiendes?
—Creo que sí.
Félix se apartó de la mesa y miró los rostros de la pareja, extrañamente coloreados por los emplomados venecianos del restorán La Góndola.
—Vigilen la partida de Bernstein mañana. Si el anillo sale de México, saldrá con él.
—Jijos manos, esa operación va a ser medio tremenda y el jefe se va a extrañar de que tú no estés allí. Nosotros somos medio ciruelitos.
—Ya lo dijiste, chavo, el trabajo es de equipo y nadie es indispensable.
—¿Eso le digo al jefe?
—No. Dile que tengo otras pistas que seguir. De todos modos, con anillo o sin él, regresen a verme a las diez.
—Palabra, mano, Rosita y yo somos humilditos, no queremos quitarte la gloria, ¿tú entiendes? No creas que le vamos a llevar el anillo al jefe sin antes verte a ti. —A las diez. —¿Dónde?
—En el Café Kinneret. Les invito un desayuno kosher. Se levantó y salió, pero ya no pensaba en Bernstein, sino en el viejo Harding que le había dicho quiero a la Emmita como a una mujer, no tengo nada más en la vida.
A las once de la noche entraba de turno el portero de las suites de Genova. Félix lo saludó cuando el indio viejo con cara de sonámbulo y vestido con un traje azul marino brillante de uso le abrió la puerta. Jamás sonreía y tampoco lo hizo cuando Félix le pasó un billete de cien pesos y le dijo que esperaba a una señora a las once y cuarto, que la dejara pasar. El portero asintió y se guardó el billete en la bolsa.
—¿Te acuerdas de mí? —le dijo Félix tratando de penetrar la mirada dormida.
El portero volvió a asentir. Félix insistió, pasándole un segundo billete de cien pesos.
—¿Tienes buena memoria?
—Eso dicen —dijo el portero con una voz a la vez gutural y cantarina.
—¿Cuándo estuve aquí?
—Se fue hace seis días y ahora va regresando.
—¿Recuerdas siempre a la gente que regresa?
—A los que vienen seguido, sí. A los demás, sólo si se portan decentes.