—¿La suite de siempre, señor Velázquez?
—Si está libre —le dijo Félix al joven empleado soñoliento, flaco y ojeroso.
—Siempre está libre para usted, señor.
—Pensé que a estas alturas todos se olvidaron de la historia de la muerta.
—¿Perdón? El señor presidente ejecutivo de la Petroquí mica Industrial del Golfo habló personalmente para que la suite estuviera siempre a disposición de usted.
—Es muy considerado.
—Cómo no. Es un cliente distinguidísimo. Nos manda aquí a todos sus huéspedes extranjeros.
—Lo conozco; se ocupa de todo. Tiene vocación de titiritero.
—¿Perdón? ¿Desea que le suba ahora su maleta, señor Velázquez?
—No hace falta; mándemela mañana.
—Como ordene, señor. Aquí está su llave.
Durmió sin seguridad. Recibió la maleta a las diez y después de asearse y desayunar caminó hasta la Plaza Río de Janeiro. La cruzó entre los niños juguetones y gritones de las escuelas primarias del rumbo que allí pasaban los minutos de recreo. El parque de palmeras mojadas es una mañana de globos rojos, amarillos y azules. Llegó a la puerta del edificio de ladrillo colorado y torreones de pizarra y entró por la reja al corredor.
Sabía que don Memo trabajaba a estas horas. Quizás Lichita habría reanudado su trabajo en el Hospital de Jesús, quizás estaba de vacaciones, disfrutando de las horas suplementarias ganadas al servicio de Ayub y el Director General. Mejor si no había nadie; investigaría a su antojo y luego don Memo no podría mentirle.
No; Licha le abrió la puerta. Tenía la cara amodorrada y despintada; se cubrió los senos pequeños y firmes con una bata de seda bordeada de encaje que reclamaba una visita a la tintorería. La muchacha lo miró con sorpresa; no sabía si cerrar la puerta o dejarla entreabierta para hablar con Félix.
Él no le dio tiempo de dudar: entró al cuartucho del edificio de ladrillo rojo y Licha lo abrazó, corazón, dichosos los ojos, creí que me habías olvidado, qué pena, estoy hecha una facha, ¿por qué no regresas dentro de una hora?, déjame darme una manita de gato, vete y vuelve al rato, ¿sí?
Lo abrazó tratando de alejarlo, pero Félix permaneció plantado a la entrada del cuartito, Licha siguió abrazándolo pero ahora tratando de que Félix le diera la espalda al lecho conyugal.
—¿Me extrañaste, corazón? Yo a ti tantito, palabra, no, miento, te extrañé muchísimo, abrázame corazón.
—¿Dónde está don Memo?
—Chambeando, ¿qué crees?
Félix miró hacia la cama y luego hacia la ropa de hombre arrojada con descuido sobre una silla.
—Dile que se levante. Quiero hablarle.
—Ay amorcito, si ya te dije que está trabajando…
—¿Entonces quién está acostado en la cama?
—No hagas ruido, corazón; es una compañera. Tuvo un caso difícil anoche, un moribundo, y ya no pudo regresar del hospital a su casa, que queda por Azcapotzalco. La invité a pasar la noche, amorcito. Regresa al rato, ¿sí?
—Dile a tu compañera que se haga la cirugía estética.
—Ay, ay —rió forzadamente Licha—, ¿vas a echarme eso en cara?, yo no te tasajié, sólo te cuidé, guapote, sin mí no hubieras quedado tan cuero.
—No se trata de cara, sino de cuerpo. Está mal distribuida tu amiga. No tiene las cosas en su lugar…
Félix levantó violentamente la sábana y un muchacho desnudo lo miró con terror. La erección no estaba sanforizada. En seguida cambió la mirada por una de furia y la dirigió a Lichita.
—Oye babosa, ten horarios de trabajo más formales, dijiste que tu viejo se iba a trabajar a las seis de la mañana, que nadie nos iba a interrumpir antes de la una —dijo el muchacho cubriéndose de vuelta con la sábana.
Licha taconeó y se cruzó de brazos.
—Pícale, Sergio. Esto es en serio. Otro día nos vemos.
—Oye no, que se largue este tipo. O que haga cola. Total.
Sergio se recostó con una sonrisita chueca, acomodando la cabeza sobre las manos unidas en la nuca.
—No importa —dijo Félix—. ¿Dónde está el registro de llamadas de tu marido?
—No sé qué es eso —siguió taconeando Licha.
—Está obligado a llevar un registro. Si no le quitan las placas. Un ruletero ruletea, ¿sabes?, no transporta naranjas al aereado.
—Uuy —suspiró Sergio—, cuando no se las quitan, él las presta. Es de lo más gente con los cuates don Memo. Si le pagan bien. Lo presta todo. Hasta su vieja.
—Tú cállate el hocicote —se volteó a mirarlo con furia Lichita; en seguida acarició las solapas de Félix y lo miró con ternura. Lichita cambiaba de mirada como se cambian las estaciones de un radio.
—Me he sentido muy sola, amorcito.
—Luego se nota.
—No, en serio. ¿Supiste lo de Simón?
—Lo mataron.
—Ay nanita —rió Sergio desde la cama.
La enfermera asintió muchas veces, con lágrimas en los ojos y la cabeza apoyada sobre el hombro de Félix.
—Se lo dije. El viejo ese de los anteojos raros no se anda con cuentos. Se lo dije. No debió ir al Hilton esa noche a decirte que no fueras a Palacio. Traicionó al viejo, el viejo quería que tú estuvieras en esa ceremonia con el mero mero, le dije a Simón que se anduviera con cuidado, ese viejo se las cobra todas…
—¿Crees que por eso mataron a Ayub?
—Corazón, te estoy contando la verdad sin que tú me lo pidas nomás para que sepas todo y me quieras tantito…
—Ya sé todo lo que pasó —dijo Félix oyendo a Licha, pero mirando a Sergio, otro güerito de ojos claros, muy blanco y pequeño, por lo visto era el tipo que más le gustaba a Licha, pero éste no era un pobre diablo como Ayub. Félix volvió a ver el blazer azul con botonadura de oro arrojado sobre una silla, los pantalones de franela gris, la camisa con la marca Pierre Cardin visible en el cuello, los mocasines negros de Gucci.
—No tenía a nadie en México, yo era su única amiga —lloriqueó Licha.
—También lo sé. ¿Cómo murió?
—Me lo dejaron aquí, en la puerta de la casa, tiroteado, hecho una coladera, de pie, apoyado contra la puerta, se le cayó en los brazos a don Memo cuando la abrió…
—¿Por qué aquí, Licha?
—Ya te dije, no tenía a nadie más, el viejo tenebroso ese lo sabía…
—¿Crees que el Director General ha acabado de cerrarle la boca a todos los que pueden abrirla? No seas inocente.
Todas las defensas de Licha se derrumbaron de un golpe; dejó de lloriquear y no pudo taconear, empezó a mover las mandíbulas como si mascara un chicle, pero era su cara la que parecía una goma sucia y gris. Félix le apretó la nuca.
—Dame el registro.
—Palabra…
La apartó con fuerza de su hombro y empezó a hurgar en los cajones del cuartito, el de la mesa con tapa de linóleo, los de la cocina improvisada con una parrilla encima del mueble despintado, dos cacerolas, un sartén, un molcajete, las botellas vacías de cerveza y los tarros de Nescafé, los trastes chipoteados de barro pintado con flores y patos. Licha no se movía. Sergio arrojó la sábana a un lado y se puso de pie, dirigiéndose a la silla donde estaba amontonada la ropa.
—Tienes razón, Lichis. Yo mejor me voy.
Félix lo volvió a sentar en la cama de un empujón y se inclinó sobre el teléfono que don Memo escondía como un tesoro entre las almohadas. Debajo del teléfono estaba el cuaderno con tapas de mármol. Licha rió.
—Ay, ¿ese es el cuadernito que decías? Qué boba seré. Allí apunta don Memo las direcciones de sus clientes cuando lo llaman, ¿eso se llama un registro? ¡Perdona mi falta de ignorancia, como quien dice!
Le habló a Félix pero miró a Sergio.
—¿Qué quieres saber, corazón?
Félix hojeaba velozmente el cuaderno. No le contestó a Licha. La muchacha, simultáneamente, apretó la mano de Félix y negó con la cabeza en dirección de Sergio.
—¿Qué misterio te traes, corazón? Si don Memo nunca hace nada fuera de lo normal. Trabaja dos turnos, de seis a tres y de seis a doce normalmente, salvo cuando un cliente lo toma por hora o para que vayan fuera de la ciudad, tú sabes, de excursión…
Le mostró a Licha el papel que le entregué en mi casa.
—¿Este es el número de placas del taxi de don Memo?
—Sí —Licha inflexionó una duda, miró a Sergio—, creo que sí, no se me pegan esas cosas.
—La noche del diez de agosto don Memo le prestó sus placas a alguien. El registro no dice nada. ¿A quién? Tu amiguito el majo desnudo admitió que don Memo acostumbra prestar las placas, si le pagan bien.
El triángulo de miradas era como tres bolas de billar esperando el golpe que desencadenara la carambola. Sergio lo dio con una risa forzada y aguda:
—Hombre, señor, lo dije en broma, don Memo presta todo, las placas de su coche, las nalgas de su vieja, eso lo sabemos todos…
—¿Quiénes somos todos? —dijo Félix.
Sergio entrecerró los ojos y se rascó una tetilla.
—Oiga, ¿que es usted de la poli o qué? Todos los tecolotes son medio pendejos, pero usted es el mero campeón. Yo vine a coger, no a contestar preguntas pendejas.
—Está bien —dijo Félix y caminó hacia la puerta con el cuaderno bajo el brazo.
Se detuvo en el umbral y le dijo a Licha:
—Lástima de chaparrita linda. Tu cuerpo de uva va a amanecer agujereado un día, y no como te gusta ni por quienes te gustan.
Félix dio media vuelta y salió del cuarto; Licha lo siguió al pasillo sombrío y húmedo. Lo tomó de la manga y lo volvió a abrazar. Sergio los miró, divertido, desde la cama.
—Corazón, yo sé lo que tú quieres, espera.
—Me lees el pensamiento.
—Espera, ¿quieres saber quién mató a esa muchacha que estaba en Gayosso, verdad?
—Te digo que eres pitonisa.
—Corazón, ahorita corro a este rotito, quédate conmigo, ámame tantito y yo te ayudo a encontrar al que la mató, palabra. Ándale, entra, deja ese cuaderno y vamos a querernos como tú sabes.
—Te está esperando tu bebé, Lichita.
—No me martirices, corazón. Cada quien hace su luchita. Los centavos no alcanzan. Anda, devuélveme el cuaderno. No tiene nada que ver con lo que andas buscando, palabra.
—¿Entonces para qué lo quieres?
—Piensa en el pobre de don Memo, tan bueno. Va a estar perdido sin su lista de clientes. ¿Quieres de plano amolarlo? ¿Qué te ha hecho? Anda, corazón, no hay que ser…
Félix apartó a Licha. El rostro despintado de la mujer mostró los colmillitos de rata; se le fue encima a arañazos a Félix, sin preocuparse de que la bata se le abriera y los senos le rebotaran pequeños pero firmes y las injurias se le escaparan de los labios torcidos, cabrón, ¿qué sabes de nosotros?, ¿qué chingados sabes de los que tenemos que jodernos para no morirnos de hambre?, cabrón comemierda.
Los pitidos de los globeros llegaban desde la plaza. Licha se desinfló como un globo pinchado entre los brazos de Félix. Él le apretó juguetonamente la naricilla colorada.
—Ándale, chata, deja que termine este asunto y vuelvo a verte.
—¿Palabra, corazón? ¿Palabra, santo? Es que me gustas con ley.
—¿Qué quieres saber, Lichita?
—Tú eres el preguntón, no yo.
—Porque quieres saber lo que no sé oyéndome preguntar.
—¿Para qué quieres el cuaderno de don Memo? Tú mismo dijiste que no trae nada…
—Dos cabezas piensan mejor que una, Lichita. Puede que yo no entienda nada de este cuaderno, pero el Director General sí.
—¿Se lo vas a enseñar al viejo?
—Claro. Con sus anteojos negros, de repente lee por qué te interesa tanto recuperar un cuaderno que no dice nada el diez de agosto.
—Te juro que no tiene nada que ver con Simón ni con el viejo tenebras.
—¿Tanto miedo le tienes?
—Hubieras visto a Simón, toditito agujereado…
—Escoge, Lichita. O todo está ligado, tú, don Memo, Simón, el Director General y la muerte de la muchacha…
Licha sólo tenía fuerzas para temblar débilmente:
—No, papacito, te lo juro por mi madre…
—O se trata de dos cosas distintas. Escoge.
—Sí, corazón, es como tú dices, al hospital fui como enfermera, por amistad con Simón, no sabía de qué se trataba, no tiene nada que ver con el coche ni con Memo, por mi madre, es como tú dices, son dos cosas distintas.
—No tiembles tanto, Lichita. Si me estás diciendo la verdad, no debes temer. Pero la policía puede entender otra cosa. Pueden creer que todo es parte del mismo asunto, ¿me entiendes?, que tú y don Memo saben de un atentado contra el Presidente, ¿me entiendes?, y el Director General no se anda con cuentos, te consta, sabe cerrar las bocas para siempre.
—¡Jijos! —exclamó Sergio brincando de la cama y corriendo en busca de sus calzoncillos—, yo nada más vine a coger, ¿qué relajo es éste?
—Métete esto en la cabeza, Licha —continuó Félix mientras Sergio se vestía de prisa—, esa muchacha asesinada era la amante del enemigo mortal del Director General. El viejo va a sacar cuentas y luego va a exigirlas.
—Eso no, papacito, corazón, lo que quieras pero no nos eches encima al viejo…
—Oye, babosa, ¿qué relajo es éste? —dijo Sergio mientras se metía nerviosamente los pantalones entre las piernas—, ¿en qué lío me andas metiendo?
—Sólo quiero la verdad —dijo Félix sin escuchar a Sergio.
—Corazón, yo le debo todo a don Memo, ya te lo dije, no me obligues a traicionarlo, ya te lo dije, hay que ganarse la vida.
—A veces hay que ganarse la muerte.
—¡Le tengo miedo al viejo, papacito, le tengo miedo!
—La verdad.
Sergio se anudaba la corbata. Licha lo miró y luego colgó la cabeza atarantada.
—Cuéntale, Sergio.
—Yo no sé nada de tus enjuagues, cabrona —Sergio se puso el blazer.
Félix miró con atención al muchacho pequeño y elegante.
—¿Tú usaste las placas de don Memo el diez de agosto?
Sergio ladeó su ridicula cabecita rubia, aún más pequeña que la proporción exigida por su cuerpo.
—Hombre, no se exalte por una broma inocente. Mire nomás cómo ha puesto a la gordita. Bueno, nos vemos otro día, Lichis.
Félix detuvo a Sergio del brazo.
—Cuidado, gorila —dijo Sergio—, no me gusta el manoseo.
—Dile, Sergio —repitió Lichita, abatida sobre una silla de hulespuma—. Mejor dile o vamos a amanecer como coladera tú y yo sin ninguna culpa, palabra.
Sergio se acarició la manga donde Félix lo había apretado.
—Hombre —sonrió—, fue eso, una broma inocente, unos cuates y yo le pedimos las placas a don Memo para echar vacile esa noche, estábamos enamorando a unas gringuitas que vivían en las suites de Genova, prometimos llevarles gallo, usted sabe cómo son las güeritas, esperan mucho romance en México, no se querían ir sin una serenata, ¿qué hay de malo?