El Citroën negro, largo y bajo se detuvo frente a Félix. La portezuela negra se abrió y la mano pálida lo convocó. Félix subió automáticamente. El Director General lo observó con una sonrisa irónica. Dio una orden en árabe por la bocina y el auto semejante a un ataúd sobre ruedas se puso en marcha.
—Lo he andado buscando, señor licenciado Velázquez, ¿cómo? Pero está usted hecho una sopa. Lo voy a dejar en su hotel; dése un baño caliente y una friega, tómese un buen coñac. Va a pescar una pulmonía. Sería el colmo, después de vencer tantos peligros.
Rió con la voz alta y hueca, suspendida como un hilo de araña repentinamente cortado por unas tijeras invisibles.
—¿Por qué me buscó? —dijo Félix vencido de nuevo, pensando que prefería la libertad de su presencia solitaria bajo la lluvia a la comodidad tibia del automóvil del Director General.
Rió; suspendió la risa; habló con una gravedad deliberada:
—Hizo usted muy mal en decir que ese Mustang era suyo. Traía veinte kilos de M + C, morfina y cocaína, en la cajuela. La policía me lo comunicó en seguida, porque usted se identificó como funcionario del ministerio. Pero hizo usted muy bien. El asunto está arreglado; le atribuyen el contrabando a un tal Sergio de la Vega, a cuyo nombre estaba el coche.
Miró con la intensidad que desmentían sus pince-nez ahumados a Félix y le sonrió con la expresión propia de las calaveras de azúcar del Día de Muertos.
—Qué bien —le repito—, ¿sí? Ya está usted identificado para siempre con el licenciado Diego Velázquez, jefe del departamento de análisis de precios. Su buena voluntad será recompensada, ¿cómo? Le espera en su hotel una invitación muy especial, para pasado mañana. No vaya a faltar.
—No voy a ningún hotel. Voy a ver a mi esposa. Ahora puedo hacerlo, al fin.
—Cómo no, señor licenciado. Lo llevaré a su casa primero.
—No, no me entiende. Voy a quedarme allí, allí vivo, con mi esposa.
El Director General dio una nueva orden por la bocina y en seguida se dirigió a Félix:
—Su invitación le espera en el Hilton.
—Se hace usted bolas. Tengo mis cosas en las suites de Genova.
—Ya han sido trasladadas al Hilton.
—¿Con qué derecho?
—El que nos da haberle salvado gracias a nuestras influencias de una acusación de tráfico de drogas, ¿cómo?
—No oigo hablar más que de influencias.
—Claro, es la única ley vigente en México, ¿cómo? Regresará usted al Hilton. El mismo cuarto de antes. Es un frente perfecto.
—Le digo que no me entiende —dijo Félix con irritación fatigada—, este asunto ya se acabó, ya hice lo que tenía que hacer por mi cuenta, sin ayuda de nadie.
—Acabo de estar en el supermercado, ¿cómo? Confía usted demasiado en los poderes mortales de la refrigeración. El señor Benjamín sigue enfriándose. Pero esta vez para siempre. Se ve muy tranquilo con una bala en el cráneo.
Félix se sintió enfermo; se dobló sobre sí mismo para que el vómito se le escapara, no deseaba morir ahogado por su propia basca. La náusea se apaciguó cuando el Director General volvió a hablar con una voz aterciopelada, de encantador de serpientes.
—No sé qué motivos atribuye usted al difunto señor Benjamín. Es usted un hombre muy apasionado, siempre lo dije. ¡Cómo me he reído con las travesuras que le hizo al pobrecito de Simón, a la señora Rossetti en la piscina y al profesor Bernstein! Se necesita mucho culot, ¿cómo? Vamos, señor licenciado, ya pasó el tiempo de las violencias entre usted y yo, suélteme las solapas, tranquilitos todos, ¿sí?
—¿Quiere usted decirme que Abby no mató a Sara porque la confundió con Mary? ¿No fueron los celos el móvil del crimen?
Esta vez, el Director General no interrumpió sus carcajadas; rió tanto que tuvo que quitarse los espejuelos y limpiarse los ojos con un pañuelo.
—Sara Klein fue asesinada porque era Sara Klein, mi querido. No la confundieron con nadie. ¿Qué dice Nietszche de las mujeres? Que los hombres las teman cuando aman, porque son capaces de todos los sacrificios y cuanto es ajeno a su pasión les parece desdeñable. Por eso una mujer es lo más peligroso del mundo. Sara Klein era una de esas mujeres verdaderamente peligrosas. El nombre de su amor era la justicia. Y esta mujer enamorada de la justicia estaba dispuesta a sufrirlo todo por la justicia. Pero también a revelarlo todo por la justicia. Sí, el ser más peligroso del mundo.
—Su amor se llamaba Jamil; ustedes lo mataron.
El Director General pasó por alto el comentario con una mueca de indiferencia bélica: todo se vale. Habló sin justificarse:
—Cuando visité a Sara a las diez de la noche en las suites de Genova le dije que se precaviera; le dije que Bernstein había matado al llamado Jamil cuando Jamil pretendió matar a Bernstein. El hecho era creíble en sí mismo; le sobraban razones a Jamil para asesinar a Bernstein y viceversa. Pero apuntalé mi versión pidiéndole a Sara que se comunicara telefónicamente con el profesor. Lo hizo. Bernstein admitió que estaba herido, alguien intentó matarlo esa tarde, después de la ceremonia en Palacio, pero sólo le hirió un brazo. Sara insultó a Bernstein y colgó el teléfono, sacudida por los sollozos. Ello bastó para dar crédito a mi versión de los hechos.
—Jamil ya estaba muerto y encerrado con mi nombre en una celda militar. ¿Quién hirió a Bernstein?
—Claro, fue herido ligeramente por Ayub y por instrucciones mías. Se trataba de exacerbar a Sara, hacerla romper las hebras de su fidelidad quebrantada hacia Israel y ponerla a hablar. Quel coup, mon ami! Una militante israelita como Sara Klein se pasa a nuestro bando y hace revelaciones sensacionales sobre la tortura, los campos de concentración, las ambiciones militares de Israel. Imagínese nada más, ¿cómo?
—Pensaba regresar a Israel. Tenía los boletos. Me lo dijo en el disco.
—Ah, una verdadera heroína bíblica, esa Sara, una Judith moderna, ¿sí? También me lo dijo a mí. Iba a denunciar a Israel pero desde adentro de Israel. Tal era la moralidad de esta desventurada aunque peligrosa mujer. Le di unos cachets de somníferos y le dije que descansara. Pasaría por ella para llevarla al aeropuerto la mañana siguiente. Dispuse una vigilancia frente a las suites de Amberes. Mis agentes tomaron nota de todo, la serenata, la monja. Pero no entró nadie sospechoso. Los israelitas nos engañaron. Sus agentes ya estaban dentro del hotel. Se llamaban Mary y Abby Benjamín.
—Pero Abby admitió que mi versión era exacta…
—Por supuesto. Le convenía que usted pensara que los motivos del crimen fueron pasionales. No, fueron políticos. Se trataba de callar para siempre a Sara Klein. Lo lograron. Pero no se torture, señor licenciado. Abby Benjamín está muerto dentro de una nevera y usted está vengado, ¿cómo?
Detrás de las cortinillas negras del Citroën se ocultaba la ciudad de México. Los dos hombres no hablaron durante mucho tiempo. El abatimiento de Félix cancelaba la cólera que latía detrás de la fatiga, tan disfrazada como la ciudad por las cortinas del automóvil.
—Me arrebató usted el único acto mío, mi único acto libre —dijo Félix al cabo—. ¿Por qué?
El Director General encendió lentamente un cigarrillo antes de responder.
—La hidra de la pasión tiene muchas cabezas. Pregúntese si Sara Klein merecía morir como usted lo imaginó, por una pasión equivocada. Debió usted suponer que ese crimen escondía otro misterio, como las muñecas rusas que se contienen a sí mismas en número creciente pero en tamaño disminuido. No. Piense que Sara Klein, al cabo, mereció su muerte. La pasión de Otelo no se hubiese identificado con la vida de Sara. La pasión de Macbeth, sí. Todas las aguas del gran Neptuno no borrarán la sangre de nuestras manos, señor licenciado, lo sé. Sara murió con las manos limpias. Pero creo que vamos llegando.
El Citroën se detuvo. Félix abrió la puerta. Estaba frente a la casa de apartamentos en Polanco.
—Aquí lo espero —dijo el Director General cuando Félix descendió.
Félix se agachó frente a la puerta para ver al hombre dibujado como un fantasma entre la mullida oscuridad del automóvil francés.
—¿Para qué? Estoy en mi casa. Aquí me quedo.
—De todos modos, recuerde que aquí lo espero.
Félix cerró la portezuela y miró hacia el noveno piso del edificio. Las luces estaban encendidas, pero eran las de las más bajas y tenues del apartamento.
Tomó el ascensor y pensó en la última vez que vio a Ruth. Le pareció un siglo, no tres semanas. Recordó la mirada de su esposa, nunca lo había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, negando lentamente con la cabeza, con el entrecejo preocupado, como si por una vez supiera la verdad y no quisiera ofenderlo diciéndosela.
—No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer tangos. Quédate. No te expongas.
Tierna, dulce Ruth, ni tan inteligente como Sara ni tan guapa como Mary, pero capaz de arrebatos coléricos alumbrados por los celos y abatidos por el cariño, una chica judía pecosilla, se disfraza las pecas con maquillaje, las gotas de sudor se le juntan en la puntita de la nariz, la señora Maldonado es una chica judía bonita, graciosa, activa, su Penélope fiel, ahora que regresaba vencido de la guerra contra una Troya invisible, la mujer que necesitaba para que le resolviera los problemas prácticos, le tuviese listo el desayuno, planchados los trajes, hechas las maletas, todo, hasta ponerle las mancuernas. Y él sólo tenía que recompensarla con paciencia y piedad.
Sacó el manojo de llaves. Las llaves de su hogar. Paciencia y piedad. Ojalá Ruth le diese sólo eso. Lo necesitarían más que nunca para rehacer su relación. Ella lo creía muerto, ¿cómo iba a recibirlo? Ella lo conocía, lo recordaba con tristeza pero ya no lo buscaba, ¿lo reconocería con el rostro cambiado, muy poco en verdad, lo suficiente para crear una sospecha, será él o será otro, Bernstein tenía razón?
Se miró en el vestíbulo, creyendo en verdad que la reproducción del autorretrato de Velázquez era un espejo, ¿cómo iba a aceptar la señora Maldonado que de ahora en adelante se llamaría la señora Velázquez, cómo iba a salvarse ese obstáculo práctico, papeles, familia, relaciones? Eso no se lo habíamos explicado ni el Director General ni yo. Entonces Félix habrá sentido frío: de la misma manera que lo cambiamos a él, habíamos transformado a su esposa, sólo un poco, sólo lo necesario para inducir el error, provocar la duda. Se sintió como Boris Karloff a punto de tocar los dedos electrizados de Elsa Lanchester.
Escuchó una voz que no era la de Ruth. Provenía de la sala. Las puertas dobles entre el vestíbulo y la sala estaban entreabiertas. Se sintió ridiculamente melodramático; ¿cuánto tiempo aguanta una viuda joven sin recibir visitas masculinas, cómo se llama y cuándo se presentó el primer pretendiente de Penélope?
Se detuvo con la mano sobre la puerta. La sala estaba en penumbra. Sólo las luces bajas, las lámparas de mesa, estaban encendidas. No, la voz era de mujer. Ruth tenía una visita femenina. Era tarde, cerca de las once de la noche, pero se explicaba; Ruth estaba tan sola, necesitaba compañía.
Escuchó la voz de la mujer que visitaba a Ruth.
—…te dejé a ti para seguirlo a él. Pero lo seguí a él para cumplir con el deber que él mismo me señaló. Le era difícil a Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix…
Entró con las manos ardientes a la sala, buscando el origen de la voz, ciego a todo lo que no fuese la presencia de esa voz, la voz de Sara Klein.
La cinta giraba pacíficamente dentro de la casette. Félix apretó una tecla, la cinta chilló y se adelantó velozmente, esa noche nos acostamos juntos con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida dejé de ser una niña judía perseguida…
Oprimió la tecla de interrupción y sólo entonces escuchó el rumor regular de la mecedora.
Dio media vuelta y la vio sentada allí, meciéndose, sin decir palabra, vestida con los hábitos de monja, el rosario desgranado sobre el regazo, las manos tensas sobre los brazos de la silla, los faldones negros y largos que le ocultaban los pies, la cofia blanca enmarcando una cara demasiado pintada, suficiente para ocultar las pecas pero insuficiente para disipar las gotas de sudor en la punta de la nariz, meciéndose en la penumbra.
—Nunca te convertiste en serio, ¿verdad? —dijo Ruth sin dejar de mecerse, con la voz dolorosamente neutra.
Félix cerró los ojos, quiso cerrarlos para siempre, salió de la sala con los ojos cerrados, conocía a ciegas la disposición de su propio hogar, llegó a la puerta de entrada, la abrió al abrir los ojos, los había cerrado por temor de verse a sí mismo en el autorretrato que Ruth y Félix Maldonado compraron un día, entre risas, en Madrid, descendió por la escalera corriendo, saltando peldaños, estrellándose contra el barandal, imprimiendo el sudor de sus manos contra los muros de cemento del cubo, la asfixia, la necesidad de aire, el aire de la calle.
Se detuvo jadeando en la acera.
La puerta del Citroën se abrió.
La mano pálida lo convocó.
Durmió doce horas seguidas en su antiguo cuarto del Hilton. El Director General lo acompañó hasta la recámara y le dio unos somníferos y un vaso de agua. Estuvo con él mientras se adormecía. Félix Maldonado articuló mal su última pregunta, tenía la lengua pastosa y los dientes blandos como granos de maíz cocidos, me doy, me doy, dijo con un delirio tranquilo que el hombre con rostro de calavera observó con curiosidad, ¿quién tiene este poder, este poder para cambiar las vidas, torcerlas a su antojo, convertirnos en otros, me doy?
El Director General no era capaz de compasión; cuando la sentía, la transformaba en desprecio; pero ya lo había dicho, prefería la crueldad al desprecio.
—No te has preguntado una cosa, y sin embargo es la que más te debería inquietar —dijo con una intención cruel que a pesar de él mismo adquirió un tono de piedad—. ¿Por qué regresó Sara Klein a México? ¿Por qué hizo un viaje desde Tel Aviv de sólo cuatro días?
No supo si Félix lo escuchó; deliraba tranquilamente y la verdadera locura, se dijo el hombre de los espejuelos color violeta como los ojos de Mary Benjamín, es siempre una locura serena: la que se expresa sin alterar la vida llamada normal, la locura que se levanta, se baña, desayuna, va al trabajo, come, regresa, se lava los dientes, duerme y vuelve a levantarse cuando suena el despertador. La locura de alguien como el que se llamó Félix Maldonado.