La cabeza de la hidra (32 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

—Sigue hablando —dijo la voz—, de aquí no sales vivo.

Félix trató de ubicar el lejano punto de donde venía la voz; era un lugar más alto. Recordó que a veces las oficinas de los supermercados están a un nivel superior desde donde los encargados vigilan el movimiento de los clientes. Se quitó los zapatos. Corrió, derrumbando lo que encontró en su camino, hasta parapetarse pegando la espalda a una estantería opuesta a la única trayectoria posible de las balas de su enemigo: a derecha o a izquierda, pero siempre de arriba hacia abajo y siempre de frente. La ventaja de su rival era también su limitación. Lo cazaba desde un torreón sitiado.

—Lo preparaste todo muy bien. Tomaste la suite bajo un nombre supuesto. Siempre tendrías la excusa de que ibas a una cita galante. No importaba que te vieran. Tenías la mejor coartada del mundo. Estabas con tu mujer. Entraste con ella a las suites de Genova. Se registraron con nombres falsos. Nadie dice nada en un lugar como esos. Su clientela son turistas y parejas de amantes.

Calló y corrió a otro lugar de la tienda; la hebilla del impermeable chocó contra una fila de carros de metal; Félix cayó de bruces y los disparos le pasaron volando sobre la cabeza. Se arrastró hasta el final de la fila de carritos para la mercancía y se despojó del impermeable, lo colocó sobre la barra de conducción del carrito como sobre un gancho y empujó de una patada. La balacera acompañó el breve trayecto del carro de metal por un pasillo, fue a chocar contra una estantería y el fuego se repitió. Félix permaneció donde estaba, guarecido por el estante.

—Tu mujer te había desafiado. Podían ir como amantes a ese hotel, a ver si así lograban excitarse un poco. Pero ella quiso añadirle pimienta al caldo. Te dijo que ya no bastaba ir juntos a un hotel. Ni así la excitabas. Te enfureciste. Te dijo que sólo cuando te ponías celoso le resultabas un poco más atractivo. Pero como te ponías celoso de cualquier cosa, hasta ese resorte se estaba gastando. Tú le contestaste con otro desafío. Le pediste que esa noche en las suites de Genova podía buscar la manera de ponerte más celoso que nunca. Ella se rió de ti y aceptó el desafío. Te dijo que esa misma noche, cuando estuvieran en el hotel, antes de acostarse contigo, se acostaría conmigo. Hasta te dio el número del cuarto donde tendría lugar nuestra cita: el 301. Te pidió que reservaras cuarto en el mismo piso, para estar cerca. Con suerte, así oirías nuestros gemidos de placer.

—Conoces bien a Mary —dijo la voz—. Sigue inventando historias.

—Seguro, Abby —contestó Félix moviéndose sigilosamente contra el estante alto, evitando rozar con la espalda las bolsas de celofán ruidoso—. Mary te dio el número del cuarto de nuestra supuesta cita porque sabía que allí estaba viviendo Sara Klein. Tú también lo averiguaste y caíste en la trampa de tu mujer. Ella quería que lo supieras para que pensaras que su desafío iba en serio, para ponerte a dudar. ¿Estaba yo aprovechando mi amistad con Sara para utilizar su cuarto y darle cita a tu mujer? ¿Por qué no?

Calló y volvió a correr a otro lugar más cercano al nivel alto de la tienda mientras Abby decía:

—¿Sabes quién le dijo a Mary que Sara estaba viviendo en las suites?

Félix volvió a parapetarse y volvió a hablar:

—No importa. Estoy casado con una judía. Conozco las costumbres de la tribu. Es una malla muy bien tejida; todos saben todo de todos.

—Lo sé —rió Abby—, lo sé de sobra.

—Pero no sabías a quién ibas a matar, si a tu mujer o a mí o a los dos juntos. Tu mente corría por dos rieles paralelos, uno calculador y el otro apasionado. Los desafíos entre tú y Mary son como un juego de ping-pong. Ella te desafió diciendo te que se iba a acostar conmigo bajo tus narices. Tú la desafiaste a tu vez con una pregunta: ¿a qué hora pensaba engañarte? Ella te fijó una hora exacta, riéndose de ti; a las doce en punto, la medianoche, la hora fatal de la Cenicienta, algo así te dijo, es su estilo ¿no?

La voz en el nivel más alto lanzó un mugido de toro herido. Félix disparó por primera vez en dirección de la voz de Abby; era el momento para hacerle saber que también él venía armado.

—Preparaste para las doce y media en punto tus distracciones. Sergio con sus amigos y los mariachis se detuvieron a esa hora frente al hotel y cantaron la serenata. La monja pasó a pedir limosna para sus obras. La policía interrumpió el gallo y le ordenó a Sergio que circulara. Pero tú ya habías logrado lo que querías. El portero recordaría esos dos hechos inusitados. La policía perseguiría dos pistas falsas. Tú estabas protegido. El Mustang traía las placas del taxi. Por lo visto, la policía no las anotó. Una serenata es cosa de todos los días; una broma que interrumpe el tránsito. Sergio dio la mordida de costumbre y no le levantaron infracción. No quedó rastro del Mustang. Y tú estabas seguro de tu gente. Don Memo creyó siempre que era una broma y como nadie lo molestó, se olvidó del asunto. Sergio era tu esclavo, el intermediario de tu negocio de drogas, drogadicto él mismo: te obedecía sin pedir explicaciones. Perfecto; tus aliados eran ciegos y sólo tú sabías lo que te proponías hacer.

—¿Y la monja? —rió la voz—, ¿sabes quién es la monja?

—No, pero me lo vas a decir, Abby.

—Capaz que sí, porque de aquí no sales vivo.

Agachado, Félix volvió a acercarse al nivel alto. Su pie descalzo topó contra un peldaño. Buscó el refugio más cercano. Sus manos tocaron el vidrio helado de una congekdora. Apoyó el cuerpo contra la superficie fría. Estaba al resguardo de las balas de Abby Benjamín; los escalones ascendían paralelos al costado de la congeladora.

—Poco antes de las doce de la noche, Mary salió en bata del cuarto. Volvió a injuriarte y a seducirte al mismo tiempo. Dijo que iba a verme y que regresaría en media hora a amarte como nunca. Se permitió el lujo de un desafío final: arrojó sobre la cama la llave del cuarto 301.

—Estás muy cerca. Cuidado. ¿Cómo obtuvo Mary la llave del cuarto de Sara?

—No sé pero lo imagino. En ese hotel las normas son muy elásticas. Las gentes se visitan entre sí constantemente y reciben visitas inopinadas a todas horas del día y de la noche. El portero está acostumbrado a eso. Pero la respuesta más obvia debe ser la verdadera: Mary bajó a la administración y tomó la llave extra de Sara del casillero correspondiente. El portero está afuera, de espaldas al vestíbulo. Y el encargado de turno se la pasa dormido o viendo tele en la cocina.

—La conoces bien, cabrón. Tú la desvirgaste. Tú la tomaste antes que nadie. Antes que yo. Un muerto de hambre como tú.

—A ella no le importó. Sólo a los hombres les importa la virginidad de una mujer.

—Tú has sido mi pesadilla, Maldonado. Tú destruiste mi felicidad. Ella saca todos los días tu nombre a relucir, tú su primer hombre, el único hombre, el que de veras la hizo sentir, yo no, ni me acercaba, tú un miserable muerto de hambre…

—Yo iba a ser la víctima esa noche.

—Sí, esa noche me iba a desquitar de diez años que pasaste metido en mi cama, entre mi mujer y yo, invisible…

—Pero cuando abriste la puerta del 301 la pieza estaba a oscuras. Te acercaste a la cama. Todas las suites son idénticas. Tanteaste en la oscuridad. Tocaste un cuerpo de mujer.

Oíste la música de los mariachis en la calle. Ya no te importó que no fuera yo. Era ella. Era Mary. De todas maneras te ibas a desquitar de las humillaciones de tu matrimonio y yo iba a aparecer como el culpable. Ibas a matar dos pájaros de un tiro, Abby. Sacaste tu navaja de afeitar del bolsillo, le tapaste ja boca a la mujer y le rebanaste el cuello.

—Sí.

—Regresaste temblando a tu cuarto y encontraste allí a Mary tirada de la risa sobre la cama. Empezó a decirte que sé había burlado bonito de ti, como siempre, una vez más, te había seguido de lejos en el pasillo, estaba mirándote desde el lavabo del piso, te vio entrar al cuarto de Sara y…

—Sí.

—La sonrisa se le congeló cuando vio la navaja que traías idiotamente en la mano. Imbécil, te dijo, te equivocas siempre.

—Sí.

—Te equivocaste dos veces, Abby. No me mataste a mí. No mataste a Mary. Mataste a Sara Klein. Te equivocaste de víctima, pendejo.

Todas las luces neón del supermercado se prendieron de un golpe. Félix cerró los ojos con un gesto de dolor y asombro.

—Voy por ti, Maldonado. Vamos a vernos las caras.

Los pasos de Abby descendieron muy lentamente los escasos peldaños del mirador a la planta baja.

—Esta vez no me voy a equivocar, Maldonado. Tejiste tu propia soga. Van a encontrar tu cuerpo y el de Sergio juntos, en un basurero mañana por la mañana. El Mustang está a nombre de él. No hay nada que me ligue ni con él ni contigo. ¿Te dolió la muerte de Sara Klein? Entonces nada fue en balde. Me dije que te iba a doler y ya no sentí remordimientos, ¿sabes? Fue como matarte una primera vez. Ahora voy a matarte por segunda vez, Maldonado, antes de matarte por tercera vez. La tercera es la vencida, dicen. Ya no hablarás ni oirás ni te cogerás a las mujeres ajenas. ¿Sabes quién le contó a Mary que Sara estaba en las suites de Genova?

Aplastado contra el congelador, Félix vio aparecer a cuatro metros la punta del zapato de Abby.

—Ruth —dijo Abby.

Félix sintió la tensión animal, sin odio ni memoria, de un leopardo. En el instante en que asomó el cuerpo de Abby, Félix saltó encima de él pero impidió que cayera ahorcándolo con una llave alrededor del cuello; la espalda de Abby oprimía el pecho de Félix, ambos estaban abrazados con las armas en las manos derechas. Félix disparó contra la mano de Abby; el hombre con las patillas canas y el bigote negro aulló y dejó caer la pistola, Félix soltó la.44, abrió la puerta del congelador y empujó a Abby adentro.

El hombre del rostro burdo, feo y coloradote cayó sobre la nieve del piso, entre las reses colgantes y extendió sus hermosas manos, implorando, hacia Félix.

Félix cerró de un golpe la puerta del congelador. Estas puertas no se abren desde adentro, se dijo, como si las vacas muertas pudieran descolgarse de los garfios y escapar de la tumba helada. Nadie vendrá a abrir antes de las seis de la mañana. Nueve horas son muchas horas a cincuenta grados bajo cero.

Miró a Abby encerrado dentro del congelador. Había perdido para siempre su aspecto florido y sus ademanes agresivos. En sus ojos el frío del terror anticipaba el frío de la muerte. Apartó los cadáveres de las reses para levantarse, resbaló y cayó de nuevo apoyado contra la puerta de vidrio enmarcada de escarcha.

Con la mano sangrante escribió sobre la escarcha de la puerta unas letras. Félix las descifró al revés, rojas sobre blanco, antes de que Abby se llevara la mano a la boca con una mueca de terror, cerrara los ojos y permaneciera de rodillas, como un penitente en la Antártida. Sólo pudo escribir
ajnom al
.

46

El Burberry's colgado como un espantapájaros se veía más animado que Abby Benjamín. Félix Maldonado lo retiró del carrito de metal y se lo puso. Subió al mirador del supermercado y encontró sobre la mesa el tablero electrónico empleado por Abby. Oprimió primero la tecla que indicaba CORTINA DE SEGURIDAD. BODEGA DE MERCANCÍAS. La oprimió apenas; lo suficiente para salir como había entrado, de barriga; no quería despertar sospechas si alguien veía la cortina levantada totalmente.

En cambio, apagó por completo las luces fluorescentes. La catedral aséptica se hundió en una oscuridad casi sagrada; sólo la escarcha de los congeladores brillaba, tenue, como minúsculas lámparas votivas.

Se coló debajo de la cortina y luego regresó a la bodega arrastrando del cuello el cadáver empapado de Sergio de la Vega. Tampoco esa presencia amortajada por Cardin debía ser motivo para interrumpir las vacaciones de Abby Benjamin en la nieve. Depositó a Sergio sobre unos cartones de detergente Ajax y se despidió de él con un gesto de desprecio divertido:

—Cuídale la tienda a Abby.

Volvió a salir por la rendija entre la cortina de metal y el piso de concreto. Caminó bajo la lluvia hasta la carretera México-Querétaro y allí esperó, con pocas esperanzas, el paso de un taxi o un camión. Unos grupos dispersos de hombres con sombreros anchos, envueltos en sarapes, ateridos, pasaron corriendo a un trote regular junto a la carretera. Esta ciudad de trece millones de habitantes carece de los medios elementales de transporte colectivo. El caballo y la rueda llegaron tarde, pensó Félix, y antes había siglos de andar a pie. Ahora el que no tiene automóvil es un paria, un tameme indígena condenado a repetir las caminatas de sus antepasados. Los vio pasar, trotando; recordó las figuras de los cuadros de Ricardo Martínez la noche de su reencuentro con Sara Klein; no los podía describir porque no se atrevía a acercarse a esas figuras de miseria, compasión y horror.

La lluvia no cejaba y limpiaba al impermeable de los galones que se había ganado en la justa contra Abby Benjamín; polvo, lodo y grasa. No era mucho pero Félix se sintió libre por primera vez desde que aceptó, en nombre de la humillación de su padre, la misión que le encomendé. Por fin había hecho algo por sí solo, sin que yo se lo ordenara o le preparase las circunstancias para obligarlo a hacer lo que yo quería pero haciéndole creer que él lo hacía por su propia voluntad. Había vengado a Sara Klein. Y no había comprometido a los humildes, Memo, Licha, la placera gorda.

Los automóviles y los camiones de materiales y subsistencias pasaron velozmente frente a él, sin hacerle caso. Solo bajo la lluvia, huésped de sí mismo, le concedió la razón a Abby, Félix Maldonado era un miserable más, uno de esos que logran apropiarse de ciertas apariencias de la prosperidad sin ser ricos. Pero todo el secreto de las sociedades modernas es ese: hacerle creer al mayor número que tienen algo cuando no tienen nada porque muy pocos lo tienen todo. Miró hacia el supermercado de Abby Benjamín del otro lado de la carretera; era la catedral de este mundo. Volvió a pensar en Sara Klein, en su enorme fe en la sociedad igualitaria de Israel, en el esfuerzo de su población, en la democracia de ese país donde una abogada comunista podía defender a los miserables como Jamil; la propia Sara había comparado todo esto con la desigualdad, la injusticia, la tiranía de los países árabes.

Ahora que estaba solo bajo la lluvia frente a las columnas rojas, amarillas y azules de Ciudad Satélite recordó mi advertencia, nadie tiene el monopolio de la violencia en este asunto, mucho menos el de la verdad o el de la moral; todos los sistemas, sea cual sea su ideología, generan su propia injusticia; acaso el mal es el precio de la existencia, pero no se puede impedir la existencia por temor al mal y esa, para Félix esa noche, a esa hora, en ese lugar, era la verdad y la concedió a los únicos que pedían ante todo la existencia, aunque el precio fuese el mal, el muchacho Jamil que amó a Sara más que Félix, los palestinos que oponían el mal de su inexistencia a todas las existencias injustas porque negaban la de ellos.

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