Cubrí los hombros de Æthelflaed con mi capa ensangrentada. El barco bogaba más rápido. Los remeros de Ralla se habían acompasado y, tras dejar de lado escudos y armas, más hombres se disponían a empuñar los remos a los costados de la nave.
—¡Remad —gritaba Ralla, tras recorrer la cubierta ensangrentada y hacerse con el timón—, remad!
Sigefrid seguía allí, con vida. Seguía en cubierta, sentado sobre sus piernas tullidas, vacía la mano con que empuñaba la espada y un acero apuntándole al pescuezo. Lo sostenía Osferth, el hijo de Alfredo, que no dejaba de lanzarme inquietas miradas. Sigefrid maldecía y escupía. Con
Aterradora
traspasándole la barriga, a su lado yacía el cuerpo inerte de su hermano. Unas débiles olas rompían en la costa de Caninga, a medida que la marea cubría las anchas marismas.
Me coloqué junto a Sigefrid, y bajé los ojos hacia él, sin reparar en las invectivas que profería. Contemplé el cadáver de Erik, y pensé que era el de un hombre a quien habría tomado afecto, con quien habría peleado codo con codo y a quien habría llegado a querer como a un hermano. Luego, contemplé el rostro de Osferth, tan parecido al de su padre.
—Os advertí en una ocasión que no os haríais un nombre por matar a un tullido.
—Lo recuerdo, señor —dijo.
—Estaba equivocado —añadí—. Matadlo.
—¡Mi espada! —reclamó Sigefrid.
Osferth vaciló, mientras yo contemplaba de nuevo al hombre del norte.
—Cuando muera, viviré por siempre en el salón de Odín, y lo celebraré con vuestro hermano. Pero ni él ni yo tendremos ganas de veros por allí.
—¡Mi espada! —suplicaba Sigefrid, en aquellos momentos, estirándose para tocar el pomo de
Aterradora.
Le di un puntapié para que no llegase a tocar el cuerpo de Erik.
—Matadlo —le ordené a Osferth.
* * *
Más allá de Caninga, en alguna parte de aquel mar que resplandecía bajo el sol, arrojamos por la borda el cadáver de Sigefrid Thurgilson. Después, seguimos rumbo oeste, para que la subida de la marea nos llevase río arriba. Haesten se las había apañado para subir a bordo de otro de sus barcos y, durante un rato, se dedicó a darnos caza. Pero nuestro barco era más alargado y más rápido, y conseguimos alejarnos de él. Sus barcos dejaron de perseguirnos. El humo que salía de Beamfleot se fue difuminando hasta convertirse en una especie de nube baja y alargada. Æthelflaed seguía llorando.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —me preguntó alguien. Era uno de los hombres de Erik, el jefe de los veintidós supervivientes que venían con nosotros.
—Lo que vosotros queráis —contesté.
—Nos han dicho que vuestro rey cuelga a los nuestros —continuó el guerrero.
—Antes tendrá que colgarme a mí —repuse—. Seguiréis con vida —le prometí— y, cuando lleguemos a Lundene, pondré un barco a vuestra disposición para que os vayáis donde os plazca —para añadir, con una sonrisa— o, si así lo preferís, quedaros y poneros a mis órdenes.
Aquellos hombres cubrieron con respeto el cadáver de Erik con una capa. Extrajeron la espada de Sigefrid del vientre de su señor y la pusieron en mis manos. Se la entregué a Osferth.
—Os la habéis ganado —le dije, y así era, porque el hijo de Alfredo se había comportado como un hombre aquella letal mañana. La mano inerte de Erik sostenía su espada, y pensé que ya estaría esperándome en el salón de los muertos de Odín.
Aparté a Æthelflaed del cadáver de su amado, y me la llevé a proa, donde la estreché contra mí mientras lloraba. Sus dorados cabellos me rozaban la barba. Me apretó con fuerza y lloró hasta que se le secaron los ojos, y continuó gimoteando, con su rostro oculto en mi cota de malla ensangrentada.
—El rey se mostrará satisfecho de lo que hemos conseguido —dijo Finan.
—Sí, así lo creo —repliqué. No habría que pagar rescate alguno. Wessex estaba a salvo. Los invasores se habían peleado y matado entre ellos, sus barcos ardían y de sus sueños sólo quedaban las cenizas.
Sentía los estremecimientos de Æthelflaed contra mi cuerpo, y miré hacia el este, donde lucía el sol por encima de los rescoldos de Beamfleot.
—¿Me llevaréis al lado de Æthelred? —me preguntó, con un deje de reproche en su voz.
—Os conduzco a casa de vuestro padre. ¿A qué otro lugar podría llevaros? —le respondí. No dijo nada. Sabía que no tenía otra elección.
Wyrd bid ful arad
—. Nadie sabrá nada de lo que hubo entre Erik y vos —añadí, en voz baja.
No dijo nada. No podía articular palabra. Sollozaba desconsolada. La rodeé con mis brazos para hurtarla a la vista de los hombres que nos rodeaban, de todo el mundo, también del esposo que la esperaba.
Los remos se hundieron; nos acercábamos a la orilla y, por el oeste, el humo de Lundene tiznaba el cielo estival, mientras yo llevaba a Æthelflaed de vuelta a casa.
La canción de la espada
debe más a la ficción que las anteriores novelas protagonizadas por Uhtred de Bebbanburg. Nada refieren las crónicas de la época en cuanto a la captura de Æthelflaed por los vikingos, de modo que la trama del relato es sólo producto de mi imaginación. Cierto es, sin embargo, que la hija mayor de Alfredo casó con Æthelred de Mercia, y que disponemos de muchos testimonios que dan fe de que tal matrimonio no fue un camino de rosas. Mucho me temo que no he tratado al Æthelred histórico con demasiada consideración, pero la ecuanimidad no figura entre las obligaciones primordiales de un escritor de novelas históricas.
Disponemos de una enorme riqueza documental sobre el reinado de Alfredo, gracias a que fue un rey entregado al estudio, que gustaba de dejar constancia escrita de cuanto acontecía. A pesar de eso, hay lagunas. Sabemos que sus ejércitos conquistaron Londres, pero aún sigue la polémica en torno al año en que la ciudad pasó a formar parte del reino de Wessex. Desde un punto de vista administrativo, la ciudad pertenecía a Mercia. Pero Alfredo era un hombre ambicioso: nunca se mostró dispuesto a que hubiese un rey de Mercia, territorio que consideraba bajo su férula. Con la caída de Lundene, dio comienzo la inexorable expansión hacia el norte que, tras la muerte de Alfredo, culminaría con la transformación del reino sajón de Wessex en lo que hoy conocemos como Inglaterra.
No obstante, gran parte del relato se asienta en hechos históricos. Hubo un ataque de los vikingos contra Rochester (Hrofeceastre), en Kent, que concluyó con una amarga derrota. Aquel desastre puso de manifiesto lo acertado de la política defensiva emprendida por Alfredo, consistente en rodear Wessex de fortalezas que, en realidad, eran otras tantas ciudadelas, defendidas por tropas del
fyrd.
Siempre cabía la posibilidad de que un caudillo vikingo decidiese invadir Wessex, aunque sus naves no solían desplazarse con máquinas para llevar a cabo un asedio, y cualquier tentativa en este sentido suponía la presencia de un enemigo temible a sus espaldas. Supongo que la obsesión que Alfredo tenía con el orden no fue ajena a la precisión extrema con que organizó este anillo defensivo. Por suerte, disponemos de una copia del siglo XVI de otra del siglo XI, realizada a partir del documento original, en que se describe la organización de tales fortalezas. Dicho documento, conocido como el Burghal Hildage, da fe de cuántos hombres se necesitaban en cada bastión, y cómo se reclutaban, proporcionando una idea precisa de aquel colosal despliegue defensivo. Se levantaron y amurallaron de nuevo antiguas ciudades arrasadas. Alfredo esbozó incluso los planos de algunas de ellas, de modo que en la actualidad, cuando nos damos una vuelta por las calles de Wareham, en Dorset, o de Wallingford, en Oxford, pasamos por calles que fueron trazadas por sus topógrafos y que permanecen inalteradas desde hace doce siglos, a pesar de las heredades y transmisiones patrimoniales.
Si bien los planteamientos defensivos de Alfredo constituyeron un éxito notable, no se puede decir lo mismo de sus avances ofensivos. No dispongo de ninguna prueba que atestigüe que Æthelred de Mercia estuviera al mando de la flota que atacó a los daneses en el río Stour, y dudo incluso que aquella incursión tuviera algo que ver con él. Aparte de eso, el relato se ciñe a la verdad histórica, y la expedición contra los vikingos, que comenzó con brillantez, acabó como el rosario de la aurora. Tampoco dispongo de testimonio alguno que me permita afirmar que Æthelred obligó a su joven esposa a pasar la prueba del agua amarga. Quien se sienta tentado a saber algo más acerca de aquella antigua e infame superstición, leerá con provecho las instrucciones divinas dictadas para tal ceremonia, tal y como se recogen en el Antiguo Testamento
(Números, 5)
.
Cuando concluye
La canción de la espada,
a Alfredo todavía le quedan unos cuantos años de reinado. Æthelflaed de Mercia alcanzará la gloria, y a Uhtred de Bebbanburg, personaje de ficción, inspirado en un hombre que existió en realidad y que fue uno de mis ancestros, le queda aún mucho camino por delante. A finales del siglo IX, Inglaterra no era más que un sueño que acariciaban unos pocos visionarios. Pero los sueños, como siempre terminan por descubrir mis personajes más mimados, acaban por convertirse en realidad, y Uhtred se dispondrá a vivir nuevas peripecias.