* * *
Fue un día largo, que parecía no acabar nunca, regado con cerveza, hidromiel y vino de abedul. Las negociaciones se desarrollaron entre amenazas, accesos de cólera e insultos. Bebí poco, sólo algo de cerveza, pero Sigefrid y sus capitanes empinaron el codo de lo lindo. Quizá por eso cedieron más de lo que esperaba. Lo cierto es que querían dinero todo un cargamento de plata y oro para disponer de más hombres, de más armas y lanzarse a la conquista de Wessex. Había hecho un cálculo aproximado de los hombres que había en la ciudadela. Según mi estimación, Sigefrid estaba en disposición de reunir un ejército de unos tres mil hombres, una cifra muy por debajo de los cinco o seis mil guerreros que, como poco, necesitaba para invadir Wessex. Pero si juntase ocho mil soldados, bien podría salirse con la suya. Con un ejército tan numeroso, estaría en condiciones de conquistar Wessex y convertirse en el rey lisiado de sus fértiles campiñas. Para alcanzar esa cifra de hombres a su mando, necesitaba plata y, si no conseguía el rescate que había previsto, hasta los guerreros con los que ahora contaba le darían la espalda para ir en busca de otros señores que, a cambio, les entregasen los brillantes y relucientes metales que tanto anhelaban.
A media tarde, parecieron conformarse con tres mil libras de plata y quinientas de oro. Pero insistían en que el propio Alfredo les entregase el dinero, a lo que me negué en redondo, hasta el extremo de levantarme y tirar del brazo del padre Willibald, explicándole que, como era imposible llegar a un acuerdo, teníamos que irnos. Muchos de los presentes se morían de tedio y unos cuantos más estaban borrachos, de modo que, cuando me puse en pie, se enfurecieron y pensé que nos atacarían. En ese momento intervino Haesten.
—¿Qué hay del marido de la furcia? —preguntó.
—¿Qué tiene que ver él? —contesté, dándome media vuelta, mientras en la concurrencia, poco a poco, se hacía el silencio.
—¿No se llama a sí mismo señor de Mercia? —insistió Haesten, mofándose de tal título con una risotada—. Que traiga el dinero el señor de Mercia.
—Y que me suplique de rodillas la libertad de su esposa —añadió Sigefrid.
—De acuerdo —dije; la rapidez con que accedí a su petición les pilló desprevenidos.
Sospechando que había cedido con demasiada prontitud, Sigefrid frunció el ceño.
—¿Seguro? —preguntó, como si no me hubiera oído con claridad.
—Por supuesto —afirmé, sentándome de nuevo—. El señor de Mercia será el encargado de entregaros el rescate y se pondrá de rodillas ante vos. El señor de Mercia es primo mío —dije, al ver que Sigefrid no las tenía todas consigo— y no puedo ni ver a ese cabroncete —afirmé, mientras Sigefrid se partía de la risa.
—El dinero habrá de estar aquí antes de la luna llena —especificó, señalándome con un dedo temblón—; vos os presentaréis aquí la víspera para decirme que la plata y el oro ya están en camino. Enarbolaréis una rama verde en vuestro mástil, como señal de que venís en son de paz.
Necesitaba todo un día antes de que llegase el rescate para reunir a tantos hombres como pudiera que fuesen testigos de su triunfo. Acepté, pues, presentarme la víspera de que zarpase el barco con el tesoro, no sin advertirle que no sería cuestión de un día para otro, porque llevaría tiempo reunir una suma tan considerable. Sigefrid empezó a refunfuñar, pero le atajé asegurándole que Alfredo era hombre de palabra y que, para la siguiente luna llena, recibiría en Beamfleot todo el dinero que hubiéramos conseguido. En ese momento, insistí, Æthelflaed sería puesta en libertad. Recibirían el oro y la plata que faltasen antes de la siguiente luna llena. Trataron de regatear un poco pero, para entonces, hastiados e irritados, los hombres que nos escuchaban, empezaron a dar muestras de cansancio; de forma que Sigefrid se avino a que el rescate se pagase en dos partes, y yo acepté que Æthelflaed no quedaría libre hasta que se hubiera hecho efectivo el segundo pago.
—Me gustaría ver a lady Æthelflaed ahora mismo —exigí como última condición.
—Nada que oponer. Erik os conducirá hasta ella —repuso Sigefrid, haciendo un gesto desganado con la mano.
Erik apenas había hablado durante todo el día. Se había mantenido tan sobrio como yo, y no se había sumado ni a los insultos ni a las risotadas. Por el contrario, había permanecido sentado y un poco apartado, mientras sus penetrantes ojos iban y venían de su hermano a mí.
—Cenaréis con nosotros —añadió Sigefrid, dirigiéndome una inopinada sonrisa, que aún conservaba algo del encanto que creía haber percibido en él la primera vez que nos vimos en Lundene—. Celebraremos el acuerdo con un banquete —continuó—, al que también están invitados los hombres que habéis dejado en Thunresleam. ¡Podéis ir a ver a la joven! Mi hermano os acompañará.
Erik nos llevó al padre Willibald y a mí hasta una pequeña cabaña, custodiada por doce hombres con largas cotas de malla, pertrechados de escudos y armas. Allí tenían a Æthelflaed cautiva, en una zona muy próxima al lienzo de muralla del campamento que daba al mar. Mientras íbamos andando, Erik no abrió la boca, como si se hubiera olvidado de mí, con la vista tan obstinadamente puesta en el suelo que tuve que tirar de él para que no chocase contra un caballete en el que unos hombres moldeaban unos remos nuevos. Largas y rizadas virutas cubrían la tierra y esparcían su olor dulzón en el cálido anochecer. Nada más dejar atrás los potros de madera, Erik se detuvo y se volvió para mirarme, con el ceño fruncido.
—¿Es cierto lo que habéis afirmado durante todo el día? —me preguntó, con aspereza.
—He dicho un montón de cosas —repuse cautamente.
—¿Es cierto que el rey Alfredo no está dispuesto a pagar mucho dinero porque lady Æthelflaed es mujer?
—Los varones son más valiosos que las mujeres —contesté sin faltar a la verdad.
—¿O se trataba sólo de un regateo? —me insistió furioso.
Dudé cosa de un instante. Me sorprendió que Erik me plantease semejante pregunta, porque era lo bastante inteligente como para darse cuenta de los endebles argumentos a que había recurrido para rebajar el precio de Æthelflaed, pero me formuló la pregunta con tal viveza que pensé que tenía que decirle la verdad. Por otra parte, nada de lo que dijese en aquel momento modificaría el trato que había cerrado con Sigefrid. Los dos habíamos brindado con cerveza escocesa para sellar el compromiso, habíamos escupido en la palma de la mano y las habíamos juntado, y habíamos jurado por el amuleto del martillo que cumpliríamos la palabra dada. Como el acuerdo estaba concluido, bien podía decirle la verdad a Erik.
—Pues claro que estaba regateando —le expliqué—. Æthelflaed es una hija muy, muy querida de su padre, que lo está pasando muy mal a cuenta de este asunto.
—Eso pensaba yo —comentó Erik pensativo. Se volvió para contemplar el ancho estuario del Temes. Aprovechando la pleamar, un barco con cabeza de dragón surcaba las aguas en dirección a la ensenada; sus remos subían y bajaban, perezosamente, centelleando bajo los postreros rayos del sol.
—¿Cuánto habría pagado el rey por su hija? —me espetó.
—Lo que hubiera hecho falta —repliqué.
—¿De verdad? —me preguntó nervioso—. ¿Sin límite?
—Me ordenó —le dije, sinceramente— que ofreciese lo que fuera con tal de que Æthelflaed volviese a casa.
—Para seguir al lado de su marido —rezongó.
—Así es —asentí.
—Que debería morir —repuso Erik, estremeciéndose con violencia, sin poderse contener. Algo me advirtió que, en lo más hondo de su corazón, latía una pavesa de la cólera que dominaba a su hermano.
—Cuando aparezca lord Æthelred con la plata y el oro, no podréis hacerle nada —le advertí—, porque se presentará en tiempo de tregua.
—¡Le pega! ¿Es eso cierto? —me preguntó con rudeza.
—Sí —contesté.
Erik me miró durante un instante, y contemplé la lucha que mantenía en su interior tratando de controlar aquel estallido de ira. Hizo un gesto afirmativo y echó a andar.
—Por aquí —me dijo, llevándome a la pequeña cabaña. Reparé en lo mayores que eran los hombres que la guardaban, y supuse que los habían elegido no sólo para custodiarla, sino también para que no la incomodasen—. No ha sufrido ningún daño —afirmó Erik, como si hubiera leído mis pensamientos.
—Eso es lo que me han dicho.
—Está atendida por tres de sus doncellas —continuó Erik— y, por mi cuenta, he puesto a dos buenas chicas danesas a su servicio. Por si fuera poco, la cabaña está custodiada.
—Por hombres de vuestra confianza —insinué.
—Por mis propios hombres —repuso con cordialidad—, y sí, son de fiar —añadió, indicándome que me detuviese con la mano—. La traeré aquí para que la veáis —me explicó—: le gusta estar al aire libre.
Aguardé, mientras el padre Willibald no dejaba de observar con ojos de preocupación a los hombres que vigilaban nuestros pasos desde el exterior de la cabaña de Sigefrid.
—¿Por qué hemos de verla aquí? —me preguntó.
—Porque Erik dice que Æthelflaed prefiere estar al aire libre —respondí.
—¿Me matarán si le doy el sacramento aquí?
—¿Porque piensen que hacéis magia cristiana? —le pregunté a mi vez—. No lo creo, padre.
Observé cómo Erik alzaba la cortina de piel que hacía las veces de puerta de la choza. Dijo algo a los guardianes, que se hicieron a ambos lados, dejando un espacio despejado entre la fachada de la cabaña y las murallas del fortín. Las murallas eran un grueso muro de tierra de un metro de altura más o menos, aunque me imaginaba que del otro lado serían mucho más elevadas. Una empalizada de sólidos troncos de roble acabados en punta culminaba el muro de tierra. No me hacía idea de cómo subir la colina desde la ensenada para escalar, a continuación, tan formidable muralla. Tampoco me figuraba cómo podría atacarse la ciudadela desde tierra, escalando a pecho descubierto y desde el foso, el muro y la empalizada que protegían el recinto. Era un campamento bien pensado. No inexpugnable desde luego, pero un ataque supondría un número incalculable de bajas.
—¡Está viva! —exclamó el padre Willibald, respirando hondo.
Volví la mirada hacia la cabaña: Æthelflaed se inclinaba para pasar por debajo de la cortina de piel, que una mano invisible mantenía alzada. Parecía más menuda y más joven si cabe y, aunque por fin se le notaba el embarazo, aún se movía con agilidad. Una muchacha ágil y vulnerable, pensé. Luego, me vio, y una sonrisa le iluminó la cara. El padre Willibald echó a andar hacia ella, pero le sujeté por el hombro y le obligué a quedarse donde estaba. Algo en el porte de Æthelflaed me obligó a detenerlo. Había confiado en que, al verme, Æthelflaed echaría a correr encantada; sin embargo, pareció vacilar al cruzar la puerta; su sonrisa había sido de puro compromiso. No hay duda de que estaba contenta de verme pero, antes, miró con cautela a su alrededor hasta comprobar que Erik también cruzaba la puerta. Él le indicó que podía ir a saludarme, pero necesitó de aquel ademán antes de acercarse a donde yo estaba.
Su rostro lucía tan radiante, que no pude por menos de acordarme del día en que había contraído matrimonio en la nueva iglesia que su padre había erigido en Wintanceaster. La misma mirada. Se la veía feliz, arrebolada. Caminaba ligera, como una bailarina, y lucía una sonrisa tan hermosa que pensé lo mismo que en la iglesia, que estaba enamorada del amor, hasta que, de sopetón, comprendí la diferencia que había entre un día y otro.
Aquella maravillosa sonrisa no estaba destinada a mí. Miró atrás una vez más y buscó a Erik con los ojos. Entonces, me di cuenta. Tendría que haberlo notado por la forma de hablar de Erik. Tendría que haber reparado en algo tan evidente como una gota de sangre sobre nieve recién caída.
Æthelflaed y Erik estaban enamorados.
El amor es un asunto peliagudo. Se presenta cuando menos lo esperamos y es capaz de cambiarnos la vida. Hubo un tiempo en que pensé que quería a Mildrith, llegué a imaginar que se trataba de amor, pero era sólo lascivia. A la concupiscencia le toca el papel de burlador: trastoca nuestra existencia hasta el extremo de que sólo nos importa la persona a quien creemos amar. Con engañosas artimañas, nos lleva a matar por ella, a darlo todo por esa persona, hasta que, una vez saciado el deseo, nos percatamos de que era sólo una vacua ilusión. La lascivia es un viaje a ninguna parte que nos arrastra a parajes inhóspitos. Con todo, hay hombres que están encantados de embarcarse en tales andaduras, sin importarles el destino final.
El amor es también un viaje, una travesía, una placentera singladura, cuyo destino final es la muerte. Amaba a Gisela, y ambos éramos afortunados. Nuestras trayectorias se habían cruzado, estábamos juntos, nuestras vidas se entrelazaban y, al menos por una vez, las Hilanderas nos trataban con mimo. Pero hay amor, incluso cuando las hebras de la vida no casan del todo. Había visto cómo Alfredo amaba a Ælswith, a pesar de que era como la leche agria. Quizá se había acostumbrado a ella, quizás el amor sea más parecido a la amistad que al deseo carnal, aunque bien saben los dioses que la concupiscencia siempre está presente. Al igual que Alfredo con Ælswith, Gisela y yo habíamos alcanzado ese grado de satisfacción, aunque creo que nuestra singladura era más feliz, porque nuestra barca se mecía en mares risueños, bajo el impulso de una fuerte y cálida brisa.
¿Y Æthelflaed? Lo adiviné en su rostro. En su cara, radiante de felicidad, observé el ímpetu de aquel amor, y todas las desgracias, lágrimas y congojas que habría de provocar. Se había embarcado en un viaje por amor, pero se dirigía hacia una galerna tan amarga y oscura que casi se me encogió el corazón.
—Lord Uhtred —dijo, cuando estuvo a mi lado.
—Señora —contesté, haciendo una reverencia; los dos nos quedamos callados.
Willibald no dejaba de parlotear, pero no creo que ni ella ni yo prestásemos atención a lo que decía. La miré y me sonrió, y el sol brilló por encima de la hierba alta y fresca, mientras oíamos el canto de las alondras. Pero sólo podía oír el bramido del trueno que desgarraba el firmamento; sólo veía las olas que, con blanca violencia, se estrellaban contra un barco que zozobraba y cuyos tripulantes perecían ahogados. Æthelflaed estaba enamorada. Cuando, por fin, fui capaz de hablar, le dije:
—Vuestro padre os manda todo su cariño.
—Pobre padre —contestó—. ¿Está enfadado conmigo?
—No está enfadado con nadie —repliqué—, aunque debería de estar furioso con vuestro marido.