La canción de la espada (36 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—Gunnkel ha probado nuestros aceros.

—Quemamos todos sus barcos —se jactó Aldelmo.

—Una terrible carnicería —concluyó mi primo, con los ojos brillantes.

—Partisteis con quince embarcaciones —dije, paseando la vista por la playa, donde yacían los heridos y agachaban la cabeza quienes habían salido ilesos.

—Quemamos sus barcos —añadió Æthelred, a punto de echarse a llorar.

—¿Dónde están las nueve naves que faltan? —le pregunté.

—Decidimos hacer un alto, porque no podíamos remar en contra de la bajada de la marea —repuso Aldelmo, pensando que iba a criticar la decisión de encallar los barcos en la playa.

—¿Qué ha pasado con los otros nueve barcos? —insistí, sin obtener respuesta. No se me iba de la cabeza lo que estaba viendo ni la explicación que se negaban a darme. Miré otra vez a Æthelred, con la cabeza gacha de nuevo, y, aunque me daba miedo plantearlo, no me quedó más remedio que preguntarle—: ¿Dónde está vuestra esposa?

Silencio.

—¿Dónde está Æthelflaed? —volví a preguntar en voz alta. Se oyó el áspero y lúgubre graznido de una gaviota.

—La han capturado —contestó Æthelred por fin, con una voz tan queda que apenas pude oírle.

—¿Capturado?

—La han hecho prisionera —dijo Æthelred, en voz baja.

—¡Señor Jesús! —exclamé, recurriendo a la expresión preferida de Finan.

Sentí en la cara el humo acre que traía el viento. No daba crédito a lo que acababa de oír. A la vista estaba: todo parecía indicar que la increíble victoria de Æthelred había sido una derrota en toda regla. Nueve barcos perdidos, pero siempre habría otras naves para sustituirlas; las tropas de Æthelred reducidas a la mitad de sus efectivos, pero siempre habría hombres que ocupasen el lugar de los muertos. ¿Quién podría, sin embargo, reemplazar a la hija de un rey?

—¿En manos de quién está? —quise saber.

—De Sigefrid —musitó Aldelmo, lo que explicaba la ausencia de los barcos que no habíamos visto en Beamfleot.

Æthelflaed, la dulce Æthelflaed, a la que había prestado juramento, estaba prisionera.

* * *

Aquella misma tarde, estival, límpida y tranquila, con un sol que parecía flotar como un enorme globo rojo suspendido sobre la capa de humo que cubría la ciudad, al subir la marea, los ocho barcos pusimos rumbo a Lundene, Temes arriba. Æthelred iba a bordo del Rodbora. Cuando ordené que mi barco, el
Águila del mar,
remase al compás de la nave de mi primo, reparé en que los manchones oscuros que se observaban en las cuadernas eran restos de sangre seca. Pedí a mis hombres que remaran más deprisa, y tomé la delantera.

Steapa venía conmigo. El gigante me contó lo que había pasado en el río Sture.

Había sido una gran victoria, desde luego. La flota de Æthelred había sorprendido a los vikingos en el momento en que establecían un campamento en la orilla sur del río.

—Llegamos al amanecer —comenzó Steapa.

—¿Os quedasteis en el mar toda la noche?

—Ésas fueron las órdenes de lord Æthelred —contestó.

—Estupendo —apostillé.

—Una noche tranquila —prosiguió Steapa, haciendo caso omiso del comentario—; al alba, atisbamos los barcos. Eran dieciséis —añadió, guardando silencio de repente; como hombre taciturno que era, no le resultaba fácil hilvanar más que unas pocas palabras de seguido.

—¿Encallados? —le pregunté.

—No, anclados —me dijo.

Lo que indicaba que los daneses habían dejado sus naves dispuestas para cualquier eventualidad, independientemente de la marea, y que los barcos estaban indefensos, porque la mayoría de sus tripulantes se encontraba en tierra firme levantando cercados de tierra para proteger el campamento. La flota de Æthelred no tardó en despachar a los pocos hombres que custodiaban los buques enemigos, alzaron a bordo las piedras que, rodeadas de maromas, hacían las veces de ancla, remolcaron las naves hasta la orilla norte y las dejaron encalladas.

—Pensaba dejarlos allí hasta que hubiera acabado con los vikingos —continuó Steapa—, para recuperarlos más tarde.

—¿Acabado con ellos? —le pregunté.

—Pretendía liquidar a todos los paganos antes de abandonar el lugar —añadió, explicándome cómo la flota de Æthelred había merodeado por el Sture y uno de sus afluentes, el Arwan, dejando en tierra hombres a lo largo de ambas riberas con órdenes de quemar las cabañas de los daneses, acabar con el ganado y, siempre que fuera posible, matarlos. Las Incursiones de los sajones causaron pánico entre los moradores de aquellos parajes, que huyeron como pudieron. Pero Gunnkel se había quedado en el campamento de la desembocadura del Sture, sin barcos, y no se dejó amilanar.

—¿No atacasteis el campamento? —le pregunté a Steapa.

—Lord Æthelred dijo que estaba muy bien protegido

—Pensé que me habíais dicho que aún lo estaban levantando.

—No habían acabado de levantar la cerca, al menos por un lado —dijo Steapa, encogiéndose de hombros—. Podíamos haberlos atacado y haber acabado con ellos, pero habríamos sufrido muchas bajas.

—Es verdad —admití.

—De modo que decidimos atacar las granjas —continuó Steapa. Mientras los hombres de Æthelred saqueaban los asentamientos daneses, Gunnkel envió emisarios hacia otros ríos más al sur, en la costa de Anglia Oriental, en cuyas orillas había otros campamentos vikingos. Gunnkel solicitaba refuerzos—. Al segundo día, le dije a lord Æthelred que deberíamos irnos, que ya llevábamos demasiado tiempo en aquellos parajes —añadió con voz lóbrega.

—¿No os hizo caso?

—Me tachó de necio —dijo Steapa, encogiéndose de hombros. Æthelred pretendía hacerse con un botín, así que permaneció en el Sture, y sus hombres le llevaron todo lo que encontraron de valor, desde utensilios de cocina hasta hoces y guadañas—. Consiguió algo de plata, pero no mucha —concluyó.

Mientras Æthelred permanecía allí para lucrarse, los hombres del mar enviaron refuerzos.

Llegaron barcos daneses procedentes del sur. Las naves de Sigefrid zarparon de Beamfleot, y se unieron a otras que acudían a golpe de remo desde las desembocaduras del Colaun, el Hwealf y el Pant. Como había recorrido esos ríos en numerosas ocasiones, no me costó mucho imaginarme a esos barcos rápidos y ligeros bordeando los bancos de arena durante la marea baja, con sus altivas proas adornadas con cabezas de animales salvajes y rebosantes de hombres, pertrechados de escudos y toda clase de armas, sedientos de venganza.

Los barcos daneses se encontraron en la isla de Horseg, al sur del Sture, en una vasta bahía poblada de aves salvajes. Una mañana gris, bajo una tormenta de verano que llegaba desde el mar, con una pleamar más fuerte de lo habitual porque había luna llena, treinta y ocho barcos arribaron desde el océano y pusieron rumbo a la desembocadura del Sture.

—Como era domingo —me explicó Steapa—, lord Æthelred insistió en que escuchásemos un sermón.

—Alfredo estará encantado cuando se lo cuenten —comenté con sarcasmo.

—En la misma playa en la que habíamos encallado los barcos daneses —añadió Steapa.

—¿Por qué razón?

—Porque los curas querían expulsar los malos espíritus de las naves —me aclaró, al tiempo que me contaba cómo habían erigido una enorme pira en la arena con las cabezas de animales de los barcos. La rodearon con trozos de madera que encontraron en la playa y la paja de la techumbre de una cabaña próxima y prendieron fuego a la hoguera mientras los curas rezaban en voz alta. Dragones y águilas, cuervos y lobos habían ardido entre enormes llamaradas, y el humo de aquella enorme hoguera debió de desplazarse tierra adentro, bajo una lluvia menuda que siseaba al entrar en contacto con las ascuas. Mientras los curas se dedicaban a sus cánticos y rezos para dar gracias por aquella victoria sobre los paganos, nadie reparó en las oscuras moles que se acercaban con la lluvia que llegaba desde el mar.

No me costó nada imaginarme el terror, la huida precipitada y la carnicería. Los daneses saltando a tierra, armados con espadas, lanzas y hachas. La única explicación de que hubieran conseguido escapar tantos hombres era que un número no menor de ellos había perdido la vida. Tras comenzar la matanza, los daneses comprendieron que tenían tanto trabajo por delante que no persiguieron siquiera a los que huían a los barcos para ponerse a salvo. Entretanto otros navíos daneses atacaban a la flota sajona, pero el
Rodbora
los había repelido.

—Había dejado unos cuantos hombres a bordo —me explicó Steapa.

—¿Por qué?

—No lo sé —repuso, abatido—. Una corazonada.

—Ya te entiendo —repliqué; es como sentir la punta de una espada en la nuca, la vaga sospecha sin fundamento de que un peligro acecha, una sensación que nunca hay que pasar por alto. Cuántas veces no habré visto a mis sabuesos somnolientos alzar la cabeza y emitir un leve gruñido, o un gemido lastimero, sin apartar los ojos de mí, como si me reclamasen. No sé por qué pero suelen hacer eso cuando se acerca una tormenta, que siempre acaba por descargar. Debe de ser una sensación muy parecida, en cualquier caso, a la inquietud ante cualquier peligro que nos acecha.

—Fue un combate singular —comentó Steapa con gesto cansino.

Recorríamos en ese momento el último recodo del Temes antes de llegar a Lundene. Veía las murallas reconstruidas de la ciudad, la madera nueva de los tablones resaltaba contra las antiguas piedras romanas, de las que colgaban estandartes, con santos y cruces pintados en su mayoría símbolos llamativos que desafiaban a nuestros enemigos que todos los días, desde el este, se acercaban para inspeccionar la ciudad, unos adversarios que habían logrado una victoria que dejaría a Alfredo estupefacto.

Steapa se mostró parco en detalles, y agradecí que fuese tan escueto. Según me relató, la mayor parte de los barcos enemigos había tocado tierra en el extremo oriental de la playa, atraídos por aquella enorme fogata, mientras el
Rodbora
y otros siete barcos sajones estaban en la otra punta. En la playa sólo se oía un confuso griterío, mientras los paganos mataban a diestro y siniestro, entre alaridos. Los sajones trataban de llegar a los barcos, mientras Steapa organizaba un muro de escudos para proteger las naves y los fugitivos subían a ellas como podían.

—Æthelred consiguió llegar —comenté con acritud.

—Es muy rápido corriendo —dijo Steapa.

—¿Y Æthelflaed?

—No pudimos volver a por ella —contestó.

—No lo dudo —afirmé; sabía que me estaba diciendo la verdad. Me contó cómo el enemigo había cercado y atrapado a Æthelflaed: estaba junto a la gran hoguera en compañía de sus doncellas, mientras Æthelred acompañaba a los curas que rociaban con agua bendita las proas de los barcos daneses que había capturado.

—No quiso volver a buscarla —admitió Steapa.

—Pero ésa era su obligación —respondí.

—Como no podíamos hacer nada —añadió—, nos alejamos de allí a golpe de remo.

—¿No intentaron atacaros y deteneros?

—Lo hicieron.

—¿Y qué pasó? —le insistí.

—Que algunos llegaron a subir a bordo —repuso, sin darle importancia; me imaginé a Steapa, hacha en mano, tratando de repeler a los asaltantes—. Conseguimos dejarlos atrás —continuó, como quien no quiere la cosa; estaba seguro de que los daneses habían atacado cada nave que trataba de escapar, pero aquellos seis barcos pudieron salir al mar—. Perdimos ocho embarcaciones —finalizó Steapa.

De modo que dos de los barcos sajones habían sido abordados con éxito; me estremecí sólo de pensar en las hacha y en las espadas cumpliendo su cometido, en las cuadernas manchadas de sangre.

—¿Llegasteis a ver a Sigefrid? —le pregunté.

—Iba sujeto a una silla —me confirmó Steapa.

—¿Æthelflaed estaba con vida? —seguí preguntándole.

—Sí —me contestó Steapa—. Logré verla cuando nos íbamos. Estaba en ese barco que vimos en Lundene, el que vos permitisteis que se llevaran.

—El
Domador de olas
—asentí.

—El barco de Sigefrid —continuó Steapa—; hizo lo posible para que la viéramos. La mantenía de pie en el altillo del gobernalle.

—¿Vestida?

—¿Cómo os atrevéis? —repuso, con el ceño fruncido, como si mi pregunta le hubiera parecido fuera de lugar—. Por supuesto que estaba vestida.

—Con un poco de suerte, no la violarán —repliqué, con la esperanza de que así fuera—. Si no la mancillan, será más valiosa.

—¿Por qué lo decís?

—Pedirán un buen rescate —dije, en el momento en que nos llegaba el inmundo hedor de Lundene.

El
Águila del mar
se dirigió al embarcadero. Gisela estaba esperándome; le conté lo que había pasado, y gimió como si le doliera algo. Aguardó hasta que Æthelred bajó a tierra, pero mi primo nos ignoró a ambos. Muy pálido, se dirigió colina arriba, hacia el palacio, rodeado por sus hombres, al menos por aquellos que habían sobrevivido.

La tinta ya estaba reseca, pero afilé una pluma y escribí otra carta a Alfredo.

TERCERA PARTE
L
A BATIDA
C
APÍTULO
IX

Nos prohibieron navegar río abajo por el Temes. La orden me la dio el obispo Erkenwald, quien se ganó un gruñido como respuesta, al tiempo que le replicaba que todas las naves sajonas que surcaban el ancho estuario deberían acosar sin piedad a cualquier barco danés con el que se cruzasen. Aguantó el chaparrón sin decir nada y, cuando hube terminado, hizo como que no me había oído. Impertérrito, siguió escribiendo, copiando un libro que tenía en lo alto de un atril.

—¿A qué nos conducirá tanta violencia? —preguntó al cabo con desdén.

—Aprenderán a tenernos miedo.

—A tenernos miedo —repitió, pronunciando cada palabra con cuidado, en tono de burla, mientras la pluma no dejaba de raspar el pergamino.

Me había citado en su casa, cerca del palacio de Æthelred, un lugar sorprendente por su austeridad recoleta; en el salón, no se veía más que una chimenea apagada, un banco y el pupitre en que escribía el prelado. En el banco, había un cura joven sentado, que guardaba silencio y se limitaba a observarnos con cara de preocupación. Ni por un momento dudé que estaba sólo como testigo, de forma que si, en el futuro, se suscitase alguna controversia sobre lo tratado, el obispo contaría con alguien que avalase su versión. Lo cierto es que no habíamos hablado mucho hasta entonces, porque Erkenwald, inclinado sobre el atril, sin apartar la vista de aquellas palabras que con tanto esfuerzo garrapateaba, me ignoró durante un buen rato.

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