La canción de la espada (34 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—Amén, amén —musitó la muchacha.

Gisela no había apartado la mano de mi brazo. Le acaricié los dedos para que supiera que estaba tranquilo. Estaba furioso y atónito, pero me sentía tranquilo. Estreché la mano de Gisela y deslicé los dedos por el pomo de
Hálito-de-serpiente.

Por lo visto Æthelflaed había dicho las palabras precisas, porque el obispo Erkenwald tomó el cáliz de barro que estaba en el altar. Lo alzó delante del crucifijo, como si quisiera enseñárselo a su dios, y vertió con cuidado un poco de aquella mezcla en un cáliz de plata. Alzó de nuevo el recipiente de barro y se lo presentó a Æthelflaed con gesto solemne.

—Bebe de esta agua amarga —le ordenó.

Æthelflaed pareció dudar; luego, reparó en el brazo cubierto de hierro de Aldelmo, dispuesto a golpearla de nuevo y, sumisa, tendió el brazo para sostener el cáliz. Lo tomo en sus manos, lo mantuvo a la altura de la boca durante un corto instante, cerró los ojos y, con un gesto de repugnancia, bebió el contenido. Todos los hombres la miraban con atención para asegurarse de que lo apuraba. Las llamas de las velas vacilaron por una corriente de aire que se había colado por el agujero del techo; en alguna parte de la ciudad, a lo lejos, se oyó el aullido de un perro. Gisela me apretó el brazo con fuerza, con unos dedos rígidos como garras.

Erkenwald tomó el cáliz y, tras comprobar que estaba vacío, hizo un gesto de asentimiento a Æthelred.

—La ha tomado —confirmó el obispo. Allí donde sus lágrimas reflejaban la vacilante luz del presbiterio, el rostro de Æthelflaed parecía relucir; en el altar había una pluma, un tintero y un pergamino—. Lo que me dispongo a hacer —dijo Erkenwald, con solemnidad— es cumplir con la voluntad de Dios.

—Amén —contestaron los curas. Æthelred clavó la mirada en su esposa, como si esperase que la carne comenzara a pudrírsele ante sus propios ojos. Æthelflaed temblaba de tal modo que pensé que se iba a desmayar.

—Dios ha dejado dicho que escriba las faltas —anunció el obispo, inclinándose sobre el altar. Los rasguños de la pluma duraron un buen rato. Mientras el prelado escribía, Æthelred, al igual que los curas presentes, no apartaba los ojos de Æthelflaed—. Tras haber cumplido este cometido —añadió Erkenwald, tapando el tintero—, según el mandato de nuestro Padre Todopoderoso que está en los cielos, procederemos a borrarlas.

—Palabra de Dios —dijo un cura.

—Alabado sea su santo nombre —contestó otro.

Erkenwald tomó el cáliz de plata en el que había vertido un poco del agua sucia y lo derramó sobre las palabras que acababa de escribir. Restregó la tinta con un dedo, y alzó el pergamino para que todos comprobasen el borrón que simbolizaba el perdón.

—Ya está —exclamó, muy ufano de sí mismo, para, a continuación, ordenarle a la mujer de pelo gris—: Cumplid con vuestro cometido.

La vieja de cara avinagrada se colocó junto a Æthelflaed. La muchacha trató de dar un paso atrás, pero Aldelmo la sujetó por los hombros. Gritó aterrorizada, y Aldelmo le propinó un fuerte manotazo en la cabeza. Pensé que Æthelred reaccionaría ante la afrenta que otro hombre acababa de perpetrar contra su esposa, pero estaba claro que contaba con su aprobación, porque se limitó a observar cómo Aldelmo sujetaba a Æthelflaed por los hombros de nuevo para que no se moviese, mientras la vieja se agachaba y le levantaba la túnica de lino.

—¡No! —se revolvió la muchacha, lanzando un grito de desesperación.

—¡Mostrádnosla! —exclamó Erkenwald, con voz desabrida—. ¡Mostradnos sus muslos y su vientre!

Obediente, la mujer levantó la túnica hasta dejar al aire los muslos de Æthelflaed.

—¡Deteneos! —grité en ese momento.

La mujer se quedó paralizada. Los curas ya se habían agachado para contemplar las piernas desnudas de Æthelflaed, a la espera de que alzasen el vestido hasta dejarle el vientre al descubierto. Sin dejar de sujetarla por los hombros, Aldelmo dirigió una mirada de sorpresa hacia la penumbra que rodeaba la puerta de la iglesia, el lugar de donde procedía aquel grito.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Erkenwald.

—¡Cabrones, hijos de puta! ¡Miserables cagarrutas,
earslings
! —exclamé echando a andar; mis pasos resonaban en los muros de piedra. Recuerdo la cólera que sentía aquella noche, un furor contenido, estremecedor, me llevó a intervenir sin pensar en las consecuencias. Los religiosos que tanto deleitan a mi mujer predican que la ira es un pecado, pero un guerrero de verdad tiene que mostrarse iracundo. La cólera es la espuela, el aguijón que lleva al hombre a superar el miedo a pelear, y yo estaba dispuesto a luchar por Æthelflaed aquella noche—. ¡Es hija de rey! —bramé—. ¡Cubridla!

—Haced lo que Dios ha ordenado —farfulló Erkenwald, pero la mujer no se atrevió a subirle ni a bajarle más la túnica.

Me adelanté hasta donde estaban los curas inclinados. A uno le di un puntapié tan fuerte en las posaderas que fue a parar de cabeza contra el estrado, a los pies del obispo. Erkenwald, que empuñaba un báculo, rematado en un cabezal de plata alabeado como el cayado de un pastor, lo esgrimió contra mí con cautela, tras reparar en cómo le miraba. Oí el sonido sibilante del largo acero al deslizarse por la embocadura de la vaina y empuñé a
Hálito-de-Serpiente.

—¿Pretendéis que acabe con vuestra vida? —le grité a Erkenwald y, al escuchar mi voz amenazante, dejó caer lentamente el báculo pastoral—. Bajadle la túnica —le exigí a la mujer, que dudó—; bajádsela miserable puta bruja —le chillé enfurecido; al darme cuenta de que el prelado se movía, hice un molinete con la espada y le apunté a la garganta—: Decid una palabra, obispo, una sola palabra e iréis a reuniros con vuestro dios aquí y ahora. ¡Gisela! —llamé a mi esposa, que se acercó al altar—. Llévate de aquí a esta bruja y a Æthelflaed. Comprueba también, con discreción y en privado, si tiene el vientre hinchado o se le han podrido los muslos. ¡Y vos —le dije a Aldelmo, apuntándole con la espada al rostro cosido de cicatrices— apartad vuestras manos de la hija del rey Alfredo o, de lo contrario, os colgaré del puente de Lundene hasta que los pájaros os coman a picotazos los ojos y la lengua! —y dejó libre a Æthelflaed.

—No tenéis derecho… —acertó a decir Æthelred.

—He venido a traeros un mensaje de Alfredo —le interrumpí—. Quiere saber dónde están vuestros barcos. Os ordena que despleguéis velas y cumpláis con vuestro deber. También le gustaría saber por qué os habéis quedado remoloneando aquí, cuando tendríais que estar peleando contra los daneses —añadí, mientras procedía a enfundar la hoja de
Hálito-de-Serpiente,
permitiéndole regresar a su morada—. Así mismo desea que os transmita en qué alta estima tiene a su hija —continué cuando el eco del ruido de la espada dejó de resonar por la iglesia—, y que no le gusta que maltraten a las personas que quiere —esta frase me la inventé, por supuesto.

Æthelred me miraba fijamente. No abrió la boca, aunque su rostro de mandíbula prominente sólo revelaba indignación. ¿Se había creído que le estaba transmitiendo un mensaje de Alfredo? No estaba muy seguro, pero debió de entrarle miedo al escucharlo, porque sabía que había faltado a su deber. El obispo Erkenwald también estaba indignado.

—¿Cómo os atrevéis a blandir una espada en la casa del Señor? —me preguntó encolerizado.

—Soy capaz de ir mucho más allá, obispo —repuse—. ¿Sabéis lo que le pasó al hermano Jaenberth, uno de vuestros venerados mártires? Lo maté en una iglesia, y vuestro dios ni lo libró de la muerte ni pudo refrenar mi espada —añadí, sonriendo al recordar la sorpresa que me llevé al rebanarle el cuello; odiaba a aquel monje—. Vuestro rey quiere ampliar la obra de vuestro dios, que exige matar daneses, no solazaros contemplando la desnudez de una joven.

—¡También eso forma parte de la obra de Dios! —gritó Æthelred.

En ese instante quise matarlo. Crispé la mano en la empuñadura de mi espada pero, entonces, regresó la bruja.

—La joven… —empezó a decir, y guardó silencio al reparar en mi mirada de odio hacia Æthelred.

—¡Habla, mujer! —le ordenó Erkenwald.

—No muestra ningún signo, señor —rezongó la mujer—. No se observa ninguna marca en su piel.

—¿Ni en el vientre ni en los muslos? —insistió el obispo.

—Es pura —aseveró Gisela, desde el fondo de la nave de la iglesia. Hablaba con resentimiento, mientras sostenía a la muchacha con un brazo.

Erkenwald pareció desconcertado al enterarse, pero se repuso al instante y, refunfuñando, aseguró que Æthelflaed era pura.

—No ha cometido abominación, señor —le dijo a Æthelred, haciendo caso omiso de mi presencia. Amenazante, Finan permanecía de pie detrás de los curas allí presentes. El irlandés sonreía y no perdía de vista a Aldelmo, quien, al igual que Æthelred, llevaba espada. Cualquiera de los dos podría haberme atacado, pero no se atrevieron a echar mano de las armas que llevaban.

—Vuestra esposa es casta —le dije a Æthelred—. Vos sois quien la deshonráis.

Se le torció la cara como si le hubiera dado un bofetón.

—Vos… —comenzó a decir.

Entonces perdí los estribos: era mucho más alto y fornido que mi primo, lo aparté del altar y lo arrastré a empellones hasta ponerlo contra uno de los muros de la iglesia. Encolerizado, le hablé al oído para que sólo él pudiera oírme. Aldelmo podría haberle ayudado, pero Finan no le perdía de vista. La reputación del irlandés bastó para que no intentase nada.

—Conozco a Æthelflaed desde que era niña —le dije a mi Primo—, y la quiero como si fuera de mi familia. ¿Me has entendido,
earsling
? Para mí, es como una hija y es una buena esposa para ti. Si le vuelves a poner una mano encima, primo, si vuelvo a ver un solo moratón en su rostro, no cejaré hasta encontrarte y acabar contigo.

Callé un momento. Æthelred guardaba silencio. Me media vuelta y me enfrenté con Erkenwald.

—Obispo, ¿qué habríais hecho —le espeté con despreció—, si a lady Æthelflaed se le hubieran podrido los muslos? ¿Habríais osado matar a la hija de Alfredo?

Musitó algo acerca de recluirla en un convento de monjas o una majadería por el estilo. Me acerqué a Aldelmo y le miré a la cara.

—A vos os reservo esto por pegar a la hija de un rey.

Le di tal puñetazo, que lo mandé dando tumbos y trompicones hasta el altar; aguardé un instante para que tuviera la oportunidad de defenderse, pero no se atrevió, así que lo dejé estar y me aparté de él:

—El rey de Wessex ordena que lord Æthelred y sus barcos se pongan en marcha —alcé la voz para que todos pudiesen oírme.

En realidad, Alfredo no había dictado tales órdenes, pero mi primo no se atrevería a preguntarle a su suegro si era verdad o no. En cuanto a Erkenwald, estaba seguro de que iría al rey con el cuento de que había blandido la espada y proferido amenazas en una iglesia, lo que le irritaría: se pondría furioso conmigo por haber profanado un templo con aquellos curas dentro que, sin lugar a dudas, se habían mostrado dispuestos a humillar a su hija. Eso era lo que ye buscaba, que Alfredo montase en cólera, que me castigase liberándome de mi juramento y apartándome de su servicio. Quería que Alfredo me devolviese la libertad, volver a ser un hombre con una espada, un escudo y enemigos con los que enfrentarme. Quería desentenderme de Alfredo, pero el rey era demasiado listo como para permitirlo. Sabía cuál era el mejor modo de castigarme: obligarme a mantener mi juramento.

* * *

Dos días después de que Gunnkel saliera por piernas de Hrofeceastre, y aguijoneado por un mensaje desabrido que Steapa le había entregado, Æthelred por fin izó las velas de sus quince barcos, y la flota más numerosa que jamás hubiera zarpado de Wessex hasta entonces se fue río abajo aprovechando la marea baja. El grandullón había cabalgado desde Hrofeceastre portando una carta de Alfredo en la que el rey exigía explicaciones de por qué la flota permanecía amarrada mientras los vikingos huían. Aquella noche Steapa se quedó en casa.

—El rey está furioso —explicó durante la cena—; nunca le había visto tan encolerizado —Gisela no podía apartar los ojos de él mientras comía: mientras con una mano sostenía unas costillas de cerdo que dejaba mondas a dentelladas, con la otra se embutía un trozo de pan en el otro lado de la boca—. Está fuera de sí —precisó, dejando de masticar para echar un trago de cerveza—. El Sture —añadió con mucho misterio mientras se hacía con otro costillar.

—¿El Sture?

—Gunnkel estableció allí un campamento, y Alfredo piensa que es probable que haya regresado a ese paraje.

El Sture era un río de Anglia Oriental, que discurría al norte del Temes. Una vez había estado en aquellos parajes. Recordaba una vasta desembocadura, protegida de los vendavales del este por una larga lengua de tierra arenosa.

—Allí estará a salvo —comenté.

—¿Seguro? —preguntó Steapa.

—Está en territorio de Guthrum.

—Guthrum le ofreció refugio en sus dominios. Alfredo está disgustado y cree que hay que darle una lección —dijo Steapa, tras callar un momento para quitarse un trocito de carne de entre los dientes.

—¿Acaso Alfredo está decidido a declarar la guerra a Anglia Oriental? —preguntó Gisela, sorprendida.

—No, mi señora. Sólo a darle un escarmiento —contestó Steapa, triturando un chicharrón entre sus fauces; en ese instante, caí en la cuenta de que ya se había comido medio cerdo y no parecía saciado—. Guthrum no quiere la guerra, señora, pero tiene que saber que no puede dar cobijo a paganos. Ha decidido enviar a lord Æthelred para que arrase el campamento de Gunnkel en el Sture y, de paso, le robe unas cuantas cabezas de ganado. Se trata sólo de un aviso —dijo Steapa mirándome con seriedad—. Es una pena que no podáis acompañarnos.

—Ya lo creo —reconocí.

No dejaba de preguntarme cuál sería la razón por la que Alfredo había elegido a Æthelred para conducir una expedición de castigo contra Guthrum. Aunque había prestado juramento de lealtad a Alfredo de Wessex, ni siquiera era sajón. ¿Por qué lo habría elegido precisamente a él? La única explicación que se me ocurría era que Eduardo, el hijo mayor de Alfredo, era sólo un niño, que ni siquiera había cambiado la voz, y el propio rey era un hombre enfermo. Le espantaba la idea de morir y el caos en que Wessex podría verse sumido si Eduardo ascendía al trono, a tan corta edad. Alfredo le ofrecía a Æthelred una ocasión de compensar su fracaso por no haber capturado los barcos de Gunnkel en el Medwaeg y una oportunidad de labrarse la reputación de que, como señor de Mercia, podía ponerse al frente de los destinos de los
thegns
y
ealdormen
de Wessex, en caso de que él falleciera antes de que su hijo fuera lo bastante mayor como para sucederle.

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