—No se enterarán —repuso con gesto ceñudo el irlandés.
—Dispuestos a pelear —repetí.
—Si llega el caso, lo estarán.
Cabalgué en silencio durante otro rato. Al ver la cota de malla, la gente se apartaba de nuestro camino. Se llevaban las manos a la frente o permanecían arrodillados en el barro; sólo se alborotaban cuando les arrojaba algunas monedas. Ya era tarde y el sol se ocultaba tras la enorme nube de humo que desprendían las fogatas. Los habitantes de Lundene preparaban la cena. Ya se notaba el aire viciado y el hedor acre de la ciudad.
—¿Os fijasteis en el barco que ocluía el canal de Beamfleot? —le pregunté a Finan.
—De pasada, mi señor.
—Si lo atacásemos —continué—, nos verían llegar y nos esperarían protegidos tras la amurada.
—Es casi más alta que un hombre —convino Finan, poniendo de manifiesto que no sólo había echado una ojeada.
—Así que habrá que pensar en un modo de apartar el barco del canal.
—Pero no vamos a hacer nada de eso, ¿no es así, señor? —me pregunto, socarrón.
—Claro que no, pero habría que darle vueltas.
En ese momento, el chirrido de unos goznes desengrasados nos anunció que abrían la puerta más cercana y nos internamos en la tenebrosa ciudad.
Alfredo nos estaba esperando. Había sido informado de nuestro regreso por unos mensajeros. Fui convocado al palacio de arriba, antes incluso de poder saludar a Gisela, y hacia allí me dirigí con el padre Willibald, Steapa y Finan. El rey nos aguardaba en el gran salón, iluminado con unos altos cirios de los que se servía para saber qué hora era. Una cera densa caía por las bandas marcadas en los velones, mientras un criado despabilaba las mechas para conseguir una iluminación uniforme. Alfredo estaba escribiendo, pero se interrumpió al vernos llegar. Le acompañaban Æthelred, el hermano Asser, el padre Beocca y el obispo Erkenwald.
—¿Y bien? —preguntó Alfredo, tajante. Su voz sonaba apremiante, pero no de ira, sino de preocupación.
—Está viva —repuse—, no le han hecho ningún daño, la tratan con el respeto debido a su rango, permanece protegida y custodiada y están dispuestos a devolvérnosla a cambio de dinero.
—Gracias a Dios —dijo Alfredo, santiguándose—. Gracias a Dios —repitió. Por un momento, pensé que iba a postrarse de rodillas. Æthelred no dijo nada; se limitó a observarme con su mirada de serpiente.
—¿Cuánto dinero? —quiso saber el obispo Erkenwald.
—Tres mil libras de plata y quinientas de oro —contesté, no sin aclarar que la mitad habría de entregarse antes de la próxima luna llena y el resto lo haríamos llegar por barco un mes más tarde—. Lady Æthelflaed no será puesta en libertad hasta que no reciban la última moneda de la cantidad acordada —concluí.
El obispo y el hermano Asser se estremecieron al oír la cifra. Alfredo permaneció impávido, sin embargo.
—Vamos a pagarles para que acaben con nosotros —rezongó Erkenwald.
—Mi hija me es muy querida —musitó el rey con ternura.
—Con ese dinero —le advirtió el prelado— lograrán reunir a miles de hombres.
—Si no reciben el dinero, ¿que le harán a mi hija? —me preguntó Alfredo.
—La humillarán —contesté, aunque lo cierto era que Æthelflaed podría encontrar la felicidad al lado de Erik, en caso de que no se pagase el rescate; pero eso no podía decírselo. En cambio, les describí el destino que Haesten me había pintado tan insidiosamente—. La pasearán por todas sus plazas, la exhibirán desnuda para que la gente se mofe de ella —Alfredo se estremeció— y la prostituirán al mejor postor.
Æthelred no apartaba los ojos del suelo; los clérigos guardaban silencio.
—Está en juego la dignidad de Wessex —dijo Alfredo en voz baja.
—¿Sacrificaremos vidas humanas por preservar la dignidad de Wessex? —preguntó el obispo Erkenwald.
—¡Por supuesto! —repuso Alfredo, visiblemente encolerizado—. Un país es la historia que tiene detrás, la suma de todas sus gestas, obispo. Nosotros somos lo que nuestros padres nos legaron, sus victorias nos proporcionaron lo que tenemos. ¿Pretendéis que mis descendientes hereden tan sólo la memoria de una humillación? ¿Deseáis que todo el mundo hable de cómo esos bárbaros paganos hicieron de Wessex un país irrisorio? Son cosas que siempre estarán en boca de la gente, y cuando quiera que se hable de Wessex, sólo se acordarán de la princesa que fue exhibida desnuda ante los paganos. ¡Cuando piensen en Inglaterra, eso es lo que recordarán!
Ese comentario me llamó la atención porque, en esa época, rara vez recurríamos al nombre de Inglaterra. No era más que un sueño, pero aquel enfurecido Alfredo dejó al descubierto sus intenciones por un momento. Entonces, comprendí que pretendía que su ejército siguiera avanzando hacia el norte, siempre más al norte, hasta que ya no hubiese Wessex, ni Anglia Oriental, ni Mercia, ni Northumbria, sólo Inglaterra.
—Mi rey —dijo Erkenwald con humildad afectada—, si entregamos a esos paganos el dinero para levantar un ejército, no sé si habrá Wessex siquiera.
—Reunir tropas lleva tiempo —replicó Alfredo con firmeza—; ningún ejército pagano estará en condiciones de atacar hasta que recojamos la cosecha. Una vez recolectada, convocaremos al
fyrd,
y dispondremos de hombres suficientes para hacerles frente —en eso llevaba razón, pero la mayoría de nuestros efectivos eran agricultores que poco sabían de armas, mientras que Sigefrid reuniría hordas de hombres del norte, vociferantes y deseosos de utilizar la espada junto a la que se habían criado. Alfredo miró a su yerno y le dijo—: Confío en que el
fyrd
del sur de Mercia se ponga de nuestra parte.
—Así será, señor —contestó Æthelred, animoso. Nada se apreciaba en su rostro de la indisposición que había sufrido la última vez que lo había visto en aquel mismo salón Había recuperado el color y mantenía su buen talante.
—Quizá debamos ver en esto la mano de Dios —le dijo Alfredo a Erkenwald— que, en su misericordia, ha decidido ofrecer a nuestros enemigos la posibilidad de reunirse por millares para que los aniquilemos en una batalla de dimensiones épicas —su voz sonaba más fuerte, a medida que se explicaba—. El Señor está de mi lado —afirmó, convencido— ¡nada he de temer!
—Palabra de Dios —dijo el hermano Asser con devoción, al tiempo que se santiguaba.
—Amén y amén —añadió Æthelred—. ¡Los derrotaremos, mi señor!
—Pero antes de que obtengáis tan clamorosa victoria —interrumpí a Æthelred, disfrutando con antelación de lo que estaba a punto de decirle—, habréis de satisfacer un requisito: vos, en persona, tendréis que entregar el rescate.
—¡Eso no, por Dios! —replicó Æthelred, indignado, hasta que reparó en la mirada que le dirigía Alfredo, para hundirse de nuevo en la silla que ocupaba.
—Y habréis de poneros de rodillas ante Sigefrid —añadí, hurgando en la herida.
Hasta Alfredo se quedó atónito al escuchar semejante exigencia.
—¿Es una condición exigida por Sigefrid? —preguntó
—Lo es, mi señor —contesté—, ¡aunque no penséis que no me opuse cuanto pude! Le rebatí, mi señor, se lo discutí, incluso le rogué, pero no cedió.
Æthelred me miraba horrorizado.
—Sea, pues —dijo Alfredo—. Hay ocasiones en las que Nuestro Señor nos exige más de lo que podemos soportar, pero hemos de cargar con ello para mayor gloria suya.
—Amén —contesté, enfervorizado, lo que me valió una mirada escéptica por parte del rey.
Hablaron durante mucho tiempo, el suficiente como para que dos de los velones marcados de Alfredo indicasen que habían quemado cera durante dos horas. Fue un diálogo estéril. Se dedicaron a discutir cómo conseguir el dinero, cómo llevarlo a Lundene y cómo hacer la entrega en Beamfleot. Aporté algunas ideas, mientras Alfredo no dejaba de escribir en los márgenes de un pergamino. Vanos esfuerzos si culminaba con éxito lo que me proponía, porque no habría que pagar rescate alguno, Æthelflaed no regresaría y el trono de Alfredo estaría a salvo.
Y yo era el único que podía hacerlo. En el plazo de una semana.
Negrura. Desvanecidas las últimas luces del día, estábamos inmersos en una nueva oscuridad.
A la luz de la luna, oculta tras nubes de ribetes plateados, bajo el ancho y oscuro cielo argentado en el que parpadeaban las estrellas, el
Águila del mar
surcaba el Temes.
Ralla llevaba el timón. Era un marinero mucho más avezado de lo que, en un primer momento, había imaginado, y había confiado en él para que nos guiase por los traicioneros meandros del río en plena oscuridad. Resultaba casi imposible advertir dónde acababa el agua para dar paso a las marismas, pero a Ralla no parecía inquietarle demasiado. Erguido, con las piernas separadas, movía un pie al lento compás de los remos. No hablaba casi pero, con la larga barra del gobernalle, corregía el rumbo de continuo, de forma que la proa del barco no rozó ni una vez siquiera los fangosos márgenes del río. De cuando en cuando, la luna asomaba detrás de una nube, arrancando inesperados reflejos plateados del agua. En las riberas, aparecían y se ocultaban sin cesar rojizos centelleos de las fogatas que ardían en las chozas del pantano.
Aprovechábamos la última hora de la bajamar para ir río abajo. Los destellos intermitentes de la luna en el agua nos permitían apreciar cómo, de un modo casi imperceptible, se iban separando las orillas del río hasta que llegaba a su encuentro con el mar. Yo no dejaba de mirar al norte, esperando vislumbrar en el cielo el resplandor de las hogueras del campamento de Beamfleot y sus alrededores.
—¿Cuántos barcos paganos había en Beamfleot? —me preguntó Ralla de improviso.
—Hace una semana, sesenta y cuatro —contesté—, así que es muy probable que ahora haya cerca de ochenta, un centenar o más.
—Y el nuestro —comentó con sorna.
—Y nosotros —asentí.
—Aún habrá más barcos costa arriba —añadió—. He oído que estaban levantando un campamento en Sceobyrig.
—Ya llevan un mes allí —le dije—. Habrá más de quince embarcaciones, por no decir treinta.
Sceobyrig era una lengua de tierra desolada, lodo y barrizales, a unos pocos kilómetros al este de Beamfleot; quince barcos daneses habían atracado en aquel lugar y habían erigido un fortín rodeado de muros de tierra y estacas de madera. Me imaginaba que habían elegido aquel sitio para asentarse porque ya no cabían en la ensenada de Beamfleot. La proximidad de la flota de Sigefrid hacía que se sintiesen más protegidos. Sin duda, pagaban en plata el favor que éste les hacía, y confiaban en ir con él a Wessex para hacerse con una parte del botín. A orillas de todos los mares, en los campamentos de tierra adentro, por todos los dominios de los hombres del norte, se había corrido la voz de que el reino de Wessex era vulnerable y los guerreros acudían al reclamo.
—Hoy no pelearemos, ¿verdad? —preguntó Ralla.
—Espero que no. Sería muy arriesgado —repuse.
Ralla rió para sus adentros, pero no abrió la boca.
—No es previsible que haya lucha —dije, al cabo de un rato.
—Si así fuera, no llevamos cura —apuntó Ralla.
—Nunca ha habido curas entre nosotros —repliqué, a la defensiva.
—Pues deberíamos, señor —insistió.
—¿Por qué? —pregunté, ya enojado.
—Porque a vos os basta con morir con la espada en la mano —me recriminó Ralla—; yo prefiero morir confesado.
Aquello me escoció. Había adquirido un compromiso con aquellos hombres y, si morían sin los auxilios que un cura presta a los moribundos, les habría fallado. No supe qué responderle durante un momento, hasta que se me ocurrió una idea.
—El hermano Osferth puede hacer de cura —comenté.
—Claro que sí —gritó desde las bancadas de los remeros. Me encantó oír aquella respuesta. Por fin se avenía a hacer algo que no deseaba. Andando el tiempo, me enteré de que, como sólo había sido un fraile novicio renegado, no tenía capacidad para administrar los sacramentos cristianos, pero los míos pensaban que estaba más cerca de su dios y, tal y como salieron las cosas, nos vino al pelo.
—Confío en que no tengamos que pelear —aseguré de nuevo.
Un puñado de hombres, los más próximos al altillo del timón, escuchaban lo que hablábamos. Finan venía conmigo, como es natural, al igual que Cerdic, Sihtric, Rypere y Clapa. Eran de mi guardia, mis hombres de confianza, mis compañeros, mis hermanos de sangre, hombres que me habían jurado fidelidad, que estaban conmigo aquella noche porque se fiaban de mí, aun sin saber a dónde nos dirigíamos ni por qué motivo.
—¿A qué vamos entonces? —Ralla volvió a la carga.
Sabiendo que la respuesta bastaría para encandilarlo, callé un momento.
—Vamos a rescatar a lady Æthelflaed —le dije, por fin.
Hubo comentarios entre quienes nos escuchaban; un murmullo de voces susurrantes llevó la noticia hasta las bancadas de proa del
Águila del mar
. Mis hombres sabían que iban a embarcarse en una aventura peligrosa, estaban intrigados por la firmeza con que les pedí que guardasen el secreto y debían de haberse imaginado que habíamos zarpado por algo relacionado con la difícil situación por la que pasaba lady Æthelflaed. En ese momento, se lo estaba confirmando.
Se oyó el crujido del gobernalle, mientras Ralla rectificaba el rumbo levemente.
—¿Cómo? —preguntó.
—A partir de ahora —dije, como si no le hubiera escuchado y hablando en voz lo bastante alta como para que todos los hombres pudieran escucharme—, el rey comenzará a reunir el rescate de su hija. Si tenéis diez brazaletes, os veréis obligados a desprenderos de cuatro. Si tenéis plata guardada, los hombres del rey darán con ella y se llevarán su parte. Lo que hoy nos proponemos evitaría todo eso.
Más murmullos. Entre terratenientes y comerciantes de Wessex ya reinaba el descontento por el dinero que tendrían que desembolsar. Alfredo había comprometido toda su fortuna, pero necesitaría más, mucho más, y las enconadas discusiones que mantenían sus consejeros eran la única razón de que aún no hubiera dado comienzo la recaudación. Algunos exigían una contribución por parte de la Iglesia porque, si bien el clero insistía en que no tenía nada, todo el mundo estaba al tanto de las riquezas que se amontonaban en los monasterios. La respuesta de la Iglesia fue amenazar con la excomunión a cualquiera que osase echar mano de uno solo de los peniques de plata destinados a Dios o, mejor dicho, a los obispos y abades de su dios. Aunque confiaba en que no haría falta reunir el rescate, había sugerido que la Iglesia lo pagase en su totalidad, pero nadie escuchó mi consejo, como es de imaginar.