Clavó las espuelas en el flanco del caballo, y los tres partieron velozmente, mientras el ruido de sus cascos retumbaba en el silencioso aire estival.
Nos pusimos en camino hasta la cabaña, que se alzaba junto a la enorme piedra.
* * *
Era una cabaña muy antigua, de techumbre puntiaguda y de roble, que se había vuelto casi negro con el paso de los años, rodeada de un alto robledal que la protegía del sol. Delante de la choza, en una zona cubierta de altas hierbas, había una columna de piedra sin desbastar más alta que un hombre. En el centro, un agujero lleno de guijarros y fragmentos de hueso, dejados allí por gente que atribuía poderes mágicos a aquel pedrusco.
—Los antiguos habitantes de estos parajes debieron de dejarlos ahí —comentó Finan, santiguándose.
—¿A quién os referís con eso de antiguos habitantes?
—A las gentes que vivían aquí cuando el mundo aún era joven —repuso—, a quienes nos han precedido. Hay piedras así por toda Irlanda —miró la estela con precaución y guió su caballo lejos de aquel lugar.
En el exterior, sólo nos esperaba un criado lisiado. Era sajón. Nos dijo que aquel lugar era conocido como
Thunresleam
, un nombre antiguo también, que significaba «el bosque de Thor». Me contó que aquella cabaña debía de haber sido construida en un lugar donde los antiguos sajones, los que no veneraban al dios crucificado de los cristianos, habían adorado a su dios más antiguo, que también era el mío, Thor. Me incliné desde lo alto de la silla de
Smoca
para tocar la piedra, y pedí a Thor que Gisela saliera con bien del parto y que Æthelflaed recobrase la libertad.
—Dentro hay comida, señor —dijo el tullido, haciéndose con las riendas de mi caballo.
No sólo había comida y cerveza; era un verdadero festín, servido por esclavas sajonas, que servían los platos y escanciaban cerveza, hidromiel y vino de abedul. Había cerdo, vaca, pato, bacalao y abadejo en salazón, anguilas, cangrejos y oca, además de pan, queso, miel y mantequilla. El padre Willibald tenía miedo de que los manjares estuviesen envenenados y mordisqueaba un muslo de oca con mirada intranquila.
—Ya veis que sigo vivo —le dije, limpiándome la grasa de los labios con el torso de la mano.
—Bendito sea Dios —exclamó Willibald, que seguía mirándome con inquietud.
—Bendito sea Thor —repliqué—. Esta colina está dedicada a él.
El cura se santiguó y, más animado, hincó el cuchillo en una tajada de pato.
—Me han dicho —comentó, intranquilo— que Sigefrid odia a los cristianos.
—Así es; sobre todo a los curas.
—En ese caso, ¿por qué nos agasaja tan opíparamente?
—Para mostrarnos su desprecio.
—¿O sea, que no piensa envenenarnos? —insistió Willibald, que todavía no las tenía todas consigo.
—Comed y disfrutad del banquete —le contesté.
No pensaba que los normandos tratasen de envenenarnos. Querían vernos muertos, pero después de agachar la cabeza. Con todo, había dispuesto una discreta guardia en los senderos que conducían a la cabaña. No estaba muy seguro de que el modo de humillarnos elegido por Sigefrid no pasase por prenderle fuego a la cabaña en plena noche, cuando estuviéramos dormidos. Una vez tuve ocasión de ver cómo quemaban una cabaña, un episodio espeluznante. Los guerreros permanecían en el exterior y obligaban a retroceder a sus ocupantes, que trataban de huir muertos de miedo, hasta aquel infierno sobre el que caía la techumbre ardiendo, mientras los moradores gritaban antes de morir. A la mañana siguiente, después de la quema, los habitantes de la cabaña habían quedado reducidos al tamaño de niños, con los cuerpos mermados y ennegrecidos, las manos crispadas y los labios quemados y separados de los dientes, en un terrorífico y eterno grito de espanto.
Sin embargo, aquella corta noche estival, nadie trató de matarnos. Me mantuve alerta durante un rato, escuchando las lechuzas, hasta que contemplé la salida del sol entre el espeso follaje de los árboles. Un poco después, escuché el sonido de un cuerno, un triste lamento que se repitió tres veces, seguido de otras tres más. Pensé que era Sigefrid, que llamaba a los suyos. Me imaginé que no tardarían en venir a buscarnos, así que me vestí cuidadosamente. Opté por mi mejor cota de malla y mi espléndido casco de guerra y, aunque todo indicaba que iba a ser un día de calor, me puse la capa negra con el rayo bordado a la espalda. Me calcé las botas y me colgué las espadas al cinto. Steapa también llevaba cota de malla, aunque su armadura estaba sucia y deslucida, las botas manchadas de barro y la vaina de la espada torcida, lo que le confería un aspecto más fiero que el mío. El padre Willibald llevaba una sotana negra y una bolsa pequeña, con los evangelios y los sacramentos.
—¿Me traduciréis lo que digan, verdad? —me preguntó muy serio.
—¿Por qué no habrá enviado Alfredo a un cura que hablase danés? —comenté.
—Lo chapurreo —dijo el cura—, aunque no tan bien como quisiera. El rey decidió enviarme a mí porque pensó que sería un consuelo para lady Æthelflaed.
—Confío en que se lo procuréis —repuse, dándome media vuelta, porque Cerdic llegaba corriendo por el sendero que se internaba en la arboleda desde el sur.
—Ya vienen, señor —me dijo.
—¿Cuántos son?
—Seis, señor, seis hombres a caballo.
Los seis jinetes llegaron al claro que se extendía delante de la cabaña. Se detuvieron y echaron un vistazo en derredor. Como las viseras de los cascos les achicaban el campo de visión, ladeaban la cabeza de forma grotesca para comprobar cuántos caballos teníamos atados. Contaban las cabezas, para asegurarse de que no había enviado una partida a inspeccionar el lugar. Satisfechos al ver que no faltaba nadie, jefe se dignó a mirarme. Me pareció que era el mismo hombre que, el día anterior, se había llegado hasta la cima de la colina para recibirnos.
—Sólo vendréis vos —dijo, señalándome a mí.
—Iremos tres —repliqué.
—Sólo vos —insistió.
—En ese caso, ahora mismo nos volvemos para Lundene —contesté, al tiempo que gritaba a los míos—: ¡Recoged, deprisa, a caballo! ¡Nos vamos!
—Está bien, tres —respondió el hombre, sin darle importancia ni enzarzarse en una discusión—. Iréis caminando a ver al
jarl
Sigefrid, no a caballo.
No me molesté en rebatir semejante imposición. De sobra sabía que Sigefrid tenía la intención de humillarnos, ¿y qué mejor modo de demostrarlo que obligándonos a ir a pie hasta su campamento? Los señores cabalgaban a lomos de sus monturas; sólo los siervos pateaban el terreno. Steapa, el padre Willibald y yo caminamos, pues, con la cabeza gacha, detrás de los seis jinetes, que siguieron un sendero bajo los árboles hasta desembocar en una vasta pradera, desde donde se atisbaban los reflejos que el sol arrancaba de las aguas del Temes, un prado atestado de toscas viviendas en las que se alojaban las mesnadas que habían acudido en apoyo de Sigefrid, atraídas por los tesoros que no tardarían en caer en sus manos y repartirse.
Cuando subimos el repecho que llevaba al campamento de Sigefrid, sudaba a mares. Podía distinguir Caninga y la parte oriental de la ensenada, lugares con los que me había familiarizado desde el mar y que ahora tenía ocasión de contemplar a ojo de pájaro. Comprobé, además, que en aquel momento había muchos más barcos encallados en las marismas del Hothlege. Los vikingos merodeaban por el mundo al acecho de presas indefensas de las que apoderarse con ayuda de sus hachas, espadas y lanzas. La captura de Æthelflaed era una de esas oportunidades. Por eso, eran tantos lo que allí se habían dado cita.
Cientos de hombres nos esperaban nada más cruzar el portalón. Nos abrieron paso hasta la gran cabaña de la ciudadela, y los tres echamos a andar entre hileras de hombres ceñudos, barbudos y armados, hacia dos carros de labranza que habían colocado juntos, a modo de tribuna. En el centro de aquel tablado improvisado, Sigefrid estaba repantigado en un sillón. A pesar del calor que hacía, llevaba su manto de piel de oso negro. A un lado del sillón, de pie, estaba su hermano Erik; al otro, Haesten, exhibiendo una media sonrisa. A espaldas de los tres, una fila de soldados con casco; delante, colgando de la base de los carromatos, estandartes adornados con cuervos, águilas y lobos. En el suelo, ante Sigefrid, las banderas capturadas a la flota de Æthelred. Entre ellas, la enorme bandera del caballo encabritado del señor de Mercia, junto a otras que lucían cruces y santos, todas manchadas; me imaginé que los daneses se habían dedicado a mear encima de ellas por turnos. Ni rastro de Æthelflaed. Había confiado en que podría verla, ataviada con sus mejores galas, pero debían de tenerla escondida en alguna de las doce cabañas que se veían en la cima.
—¡Alfredo nos ha enviado a sus cachorros para que nos lancen unos cuantos gañidos! —exclamó Sigefrid cuando llegábamos a la altura de las banderas pisoteadas.
—Alfredo os envía saludos —contesté, quitándome el casco. Confiaba en que la reunión con Sigefrid se desarrollase en el interior de la cabaña, pero no tardé en darme cuenta de que prefería recibirme al aire libre para que la mayoría de sus secuaces tuviese ocasión de contemplar mi humillación.
—Gimoteáis como un perrito —comentó Sigefrid.
—También espera que disfrutéis en compañía de lady Æthelflaed —concluí.
Atónito, frunció el ceño. Tenía la cara más rellena, al igual que el resto del cuerpo, señal de que la herida que le había infligido Osferth le había privado del uso de las piernas, pero no le había mermado el apetito. Allí estaba, sentado de cualquier manera, tullido y rechoncho, lanzándome una mirada llena de enojo.
—¿Disfrutar de ella, cachorro? ¿Qué quieres decir con esos ladridos? —rezongó.
—El rey de Wessex —dije en voz lo bastante alta como para que me oyesen los presentes— tiene otras hijas, la preciosa Etelgifu y su hermana, Eftryth. De modo que, ¿para qué querría a Æthelflaed? ¿Cuál es el destino de las hijas, a fin de cuentas? Es rey y tiene hijos, Eduardo y Etelweard. Los varones son la recompensa de un hombre; las mujeres sólo representan una carga. Así que desea que disfrutéis en su compañía, y me ha enviado para que me despida de ella.
—El perrito pretende hacernos pasar un buen rato —respondió, con desprecio. Por supuesto que no se había creído ni una palabra. Pero esperaba haber inoculado en su espíritu un atisbo de duda, que me sirviese como justificación del exiguo rescate que pensaba ofrecer. Al igual que Sigefrid, sabía que el precio final sería incalculable pero, a fuerza de repetirlo, quizá llegase a convencerlo de que a Alfredo no le importaba demasiado la suerte de Æthelflaed.
—¿Habría de convertirme en amante suyo? —apuntó Sigefrid.
Reparé en que Erik, al lado de su hermano, se agitaba con inquietud.
—Podría considerarse afortunada —repuse, como si nada.
—Mentís, cachorro —aunque noté una levísima vacilación en su voz —. Esa zorra sajona está preñada. A lo mejor su padre está interesado en comprar la criatura que vaya a nacer.
—Es posible, siempre y cuando sea un varón —dije, corrió quien duda.
—Hacedme una oferta, pues —dijo Sigefrid.
—Alfredo podría daros algo por tener un nieto —empecé a decir.
—No es a mí a quien debéis convencer de que actuáis de buena fe —me interrumpió Sigefrid—, sino a Weland.
—¿Wayland? —pregunté, pensando que se refería al herrero de los dioses.
—Weland el Gigante —repuso Sigefrid, con una sonrisa, mientras, con la cabeza, señalaba a alguien situado a mis espaldas—. Es danés —añadió— y ningún hombre ha sido capaz de tumbarlo.
Me di la vuelta y me encontré con el hombre más colosal que había visto en mi vida. Un hombre descomunal. Un guerrero, sin duda, aunque no llevaba armas encima ni cota de malla: sólo unos calzones de cuero y botas. Desnudo de la cintura para arriba, dejaba al descubierto unos músculos que, como maromas retorcidas, se extendían bajo una piel tatuada con tinta de color en la que destacaban unos dragones negros que serpenteaban por el pecho y los brazos imponentes de aquel hombre. Sus antebrazos eran enormes, recubiertos de los mayores brazaletes que jamás hubiera visto, porque uno normal no le habría valido. De la barba, tan negra como los dragones que lucía en el cuerpo, le colgaban pequeños amuletos; el cráneo, pelado. Aunque me sonrió cuando le dirigí la mirada, observé que tenía una cara poco amistosa, cubierta de cicatrices, y que evidenciaba escasas luces.
—O convencéis a Weland de que no estáis mintiendo, cachorrito —dijo Sigefrid—, o no hablaré con vos.
Me había esperado una sorpresa por el estilo. Según la idea que Alfredo tenía de las cosas, llegaríamos a Beamfleot, tendríamos una discusión en términos decorosos y cerraríamos un compromiso aceptable del que debería informarle, pero yo estaba más al tanto de las costumbres de los hombres del norte. Querrían diversión. Si había de sentarme a negociar con ellos, antes tendría que brindarles una exhibición de fuerza. No me quedaba más remedio que dar prueba de mi valor pero, al ver a Weland, supe que no tenía nada que hacer. Más alto que los demás, a mí me sacaba la cabeza. Pero la misma corazonada que me puso en guardia para no someterme a semejante prueba era la que me había convencido de que llevase conmigo a Steapa, que exhibía ya su lúgubre sonrisa. No había entendido nada de lo que habíamos hablado Sigefrid y yo, pero había comprendido la razón de que Weland estuviera allí.
—¿He de enfrentarme con él? —me preguntó.
—No; seré yo quien lo haga —respondí.
—De ninguna manera, mientras yo esté vivo —me dijo. Se desabrochó el cinturón del que llevaba las espadas colgadas y se las entregó al padre Willibald; a continuación, se sacó la cota de malla por la cabeza. Los asistentes, disfrutando de la pelea de antemano, emitieron un sordo grito de aliento.
—Más vale, cachorrito, que sea vuestro hombre quien salga vencedor —dijo Sigefrid, a mis espaldas.
—Ya lo veréis —repuse, con una confianza que estaba lejos de sentir.
—En primavera, perrito —rezongó Sigefrid—, me impedisteis crucificar a un cura. Pero aún tengo curiosidad por ver qué es lo que pasa. Así que si vuestro hombre pierde, os crucificaré a esta mierda de cura y a ti.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Willibald, tras observar la malévola mirada de que era objeto, y nervioso, como es natural.
—Dice que no recurráis a vuestra magia cristiana para decidir el combate —le mentí.