—¿Y esta noche? ¿A quién pensáis liquidar esta noche?
—Esta noche vamos a tomar Lundene —repuse.
No podía verle la cara en la oscuridad, pero me dio impresión de que estaba sonriendo.
—Ya le dije a Alfredo que podía confiar en vos —me aclaró Steapa.
Entonces fui yo quien sonrió. En alguna parte de la aldea de Padintune un perro aulló y alguien le mandó callar
—No estoy seguro de que Alfredo deba fiarse de mí —dije al cabo de un rato.
—¿Por qué lo decís? —preguntó Steapa, confundido.
—Porque, en cierto sentido, soy un buen cristiano —contesté.
—¿Cristiano, vos?
—Amo a mis enemigos —repuse.
—¿A los daneses?
—Así es.
—Pues yo no —aseguró, con frialdad. Los daneses habían asesinado a sus padres. No respondí, mientras pensaba en futuro. Si las tres Hilanderas saben cuál es nuestra suerte, ¿para qué hacer juramentos? ¿Por qué se considera una traición quebrantarlos y no nuestro ineludible destino?—. ¿Así que pensabas enfrentaros con ellos mañana? —quiso saber Steapa.
—Por supuesto —repuse—, pero no como pretende Alfredo. Desobedeceré sus órdenes, y vos habéis recibido encargo de quitarme la vida si lo hago.
—Lo dejaré para más adelante —replicó Steapa.
Æthelred había trastocado nuestros planes, sin parar a pensar siquiera en que no tenía ninguna intención de seguir sus instrucciones. Pero estaba claro que no lo haría. ¿Cómo puede un ejército asaltar una ciudad, a menos que consiguiera que los defensores abandonen las murallas que la rodea? Sigefrid pensaría que nuestro primer ataque no era más que un simulacro, y ordenaría que no se moviese nadie hasta estar seguro de identificar de dónde venía el peligro real, en cuyo caso, todos perderíamos la vida al pie de las murallas, y Lundene seguiría siendo una plaza fuerte en manos de los hombres del norte. Así que la única forma de apoderarse de Lundene era recurriendo a la astucia, actuando con sigilo y corriendo un enorme riesgo.
—Vamos a esperar a que Æthelred abandone el islote —le expuse a Steapa—. Entonces, volveremos allí y nos haremos con dos barcos. Ya sé que correremos un grave peligro, porque tendremos que cruzar las ruinas del puente en la oscuridad y son muchos los barcos que no lo consiguen ni a la luz del día. Pero si lo logramos, dispondremos de un camino fácil para llegar a la ciudad vieja.
—Pero, ¿no habíamos quedado en que había una muralla que daba al río?
—Así es, pero hay un sitio en que se ha venido abajo —un romano había construido una enorme mansión junto al río con un pequeño canal que llegaba hasta la casa. Me imaginaba que aquel romano tenía que haber sido un hombre rico, que había querido disponer de un atracadero para su barca, y había horadado un camino hacia el río, atravesando la muralla; por aquel agujero, entraría en Lundene.
—¿Por qué no se lo dijisteis a Alfredo? —me preguntó Steapa.
—Porque si bien Alfredo sabe guardar un secreto —le respondí—, Æthelred no es capaz de hacerlo. Se lo habría comentado a alguien y, en menos de dos días, los daneses hubieran estado al tanto de nuestros planes.
Tenía razón. Tanto nosotros como ellos contábamos con espías y, si hubiera revelado mis intenciones, Sigefrid y Erik hubieran taponado el canal con barcos y apostado más hombres en la enorme mansión que se erguía junto al río. Habríamos muerto en los amarraderos. Algo que todavía podía ocurrimos, porque no estaba seguro de dar con el paso entre las ruinas del puente y, si lo encontrábamos, conseguir cruzar aquel peligroso reducto, en que el río iba más crecido y el agua se agitaba con furia. Si fallábamos, si uno de los barcos se desplazaba medio remo más hacia el norte o hacia el sur, nos veríamos arrastrados hasta los restos de los pilares, los hombres serían engullidos por el río y ni siquiera me enterarían porque sus armas y armaduras se hundirían al instante.
Steapa había estado pensando, algo que siempre le llevaba su tiempo, pero acabó por plantearme un asunto que me pareció de sentido común:
—¿Por qué no desembarcamos antes de llegar al puente? —me preguntó—. Tiene que haber unas cuantas puertas de ese lado de la muralla.
—Las hay —repuse—, puede ser que incluso más de veinte. Seguramente, Sigefrid las habrá asegurado todas. Pero no se imagina que unos barcos se arriesguen a cruzar la brecha del puente.
—¿Porque los barcos naufragan? —quiso saber Steapa
—Eso es —le respondí.
Una vez había visto cómo había ocurrido. Una embarcación mercante había tratado de cruzar el puente mientras la marea estaba baja; el timonel había virado demasiado hacia un lado, y los restos de los pilares del puente rasgaron los tablones del casco de la nave. La brecha tenía unos cuarenta pasos de anchura y, cuando el río bajaba tranquilo, sin mareas ni vientos que agitasen las aguas, parecía un inocente pasaje, pero nunca lo era. El puente de Lundene era criminal y, si quería tomar la ciudad, tendría que sortearlo.
¿Qué pasaría si salía bien, si dábamos con el embarcadero del romano y llegábamos a tierra? Seríamos pocos y nuestros enemigos muy numerosos, de modo que alguno de nosotros nos dejaríamos la vida en las calles antes incluso de que las fuerzas de Æthelred consiguieran llegar a la muralla. Toqué la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente,
y noté la pequeña cruz de plata que llevaba incrustada. Un regalo de Hild, el presente de una mujer enamorada.
—¿Habéis oído ya el canto del cuclillo? —le pregunté a Steapa.
—Todavía no.
—Entonces, es hora de irnos, a no ser que prefiráis liquidarme.
—Lo dejaremos para más adelante —repuso Steapa—. Por ahora, voy a pelear a vuestro lado.
Por supuesto que íbamos a luchar. No me cabía duda. Toqué el amuleto del martillo, y dirigí una súplica en la oscuridad: que llegase a conocer a la criatura que Gisela llevaba en su vientre.
A continuación, nos pusimos en marcha hacia el sur.
* * *
Uno de nuestros timoneles era Osric, el mismo hombre que me había sacado de Lundene junto al padre Pyrlig; el otro piloto era Ralla, el que nos había guiado durante la emboscada contra aquellos daneses, cuyos cadáveres dejé colgados a orillas del río. Ralla había conseguido cruzar la brecha del puente de Lundene más veces de las que podía recordar.
—Pero nunca de noche —me dijo ya tarde aquel día, cuando volvíamos al islote.
—¿Es posible o no?
—Ya se verá, señor, ¿no os parece?
Como regresamos de improviso, me salió al encuentro Egberto, un viejo guerrero de cuyo valor daba fe la cadena de plata que llevaba al cuello. Æthelred había apostado cien hombres a sus órdenes con la misión de defender la isla en la que habíamos dejado los barcos. No me creyó, porque pensaba que había abandonado mi proyectado ataque contra el norte con tal de que Æthelred no se saliera con la suya. Necesitaba que me permitiese disponer de unos cuantos combatientes pero, cuanto más le insistía, más testarudo se ponía él. Mis propios hombres estaban trepando a bordo de los dos barcos tras empaparse en agua helada y encaramarse por los flancos.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no pretendéis regresar a Coccham? —me preguntó Egberto, con desconfianza.
—¡Steapa —grité— decidle a Egberto lo que tenemos en mente!
—Vamos a matar daneses —rezongó Steapa, que se había quedado junto a una de las hogueras; las llamas se reflejaban en su cota de malla y en su dura y feroz forma de mirar.
—Dadme veinte hombres —le supliqué a Egberto.
Se me quedó mirando y negó con la cabeza.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque tengo órdenes de custodiar a lady Æthelflaed —contestó—. Tales fueron las instrucciones de lord Æthelred, que debía quedarme aquí para guardarla.
—En ese caso, que veinte hombres se queden con ella en el barco —le insistí—, y yo me llevaré al resto.
—No puedo —repitió Egberto, obcecado.
Me quedé mirándole, y le dije:
—Tatwine me hubiera dado esos hombres —Tatwine había sido el jefe de la guardia personal del padre de Æthelred—. Ya sabéis que llegué a conocerlo.
—Lo sé. No se me ha olvidado —repuso Egberto cortante, como queriendo darme a entender que yo no le caía bien. De joven, había servido durante unos cuantos meses bajo las órdenes de Tatwine; por aquel entonces yo era insolente, ambicioso y arrogante. Egberto seguramente pensaba que aún lo era, y quizá no le faltase razón.
Se dio media vuelta, y pensé que tal era su despedida, cuando reparé en que se había quedado mirando una pálida y espectral figura que había surgido más allá de las hogueras. Era Æthelflaed embozada en una capa blanca. Sin duda, nos había oído llegar y se había decidido a bajar a tierra firme para saber qué estábamos haciendo allí. Llevaba el pelo suelto y le caía en bucles dorados sobre los hombros. El padre Pyrlig venía con ella.
—¿No habéis partido con Æthelred? —le pregunté, sin ocultar la sorpresa que me causaba ver allí al cura galés.
—Su señoría tuvo a bien pensar que no necesitaba ya de mis consejos —repuso Pyrlig—, y me pidió que me quedase aquí y rezara por él.
—No os lo pidió —le corrigió Æthelflaed—; os ordenó que os quedarais aquí y rezaseis por él.
—Así fue —corroboró Pyrlig— y, como podéis ver, estoy dispuesto para orar —llevaba cota de malla y dos espadas, colgadas a la cintura—. ¿Y vos? —me preguntó, desafiante—. Pensaba que ya caminabais hacia la parte norte de la ciudad.
—Iremos río abajo —le expliqué—, y trataremos de atacar Lundene desde el embarcadero.
—¿Puedo ir con vosotros? —pregunto Æthelflaed, sin dudar.
—No.
Se sonrió al escuchar una negativa tan tajante.
—¿Está mi esposo al tanto de lo que pensáis hacer?
—Tiempo tendrá de descubrirlo, señora.
Sonrió de nuevo, se colocó a mi lado, me tiró de la capa para que me inclinase hacia ella y pasó mi capa oscura por encima de la suya, blanca.
—Tengo frío —le aclaró a Egberto, cuyo rostro reflejaba presa de indignación ante semejante comportamiento.
—Hace mucho que somos amigos —le expliqué.
—Desde hace muchísimo tiempo —insistió Æthelflaed, que me rodeó la cintura con su brazo y se arrimó a mí. Bajo mi capa, Egberto no podía ver dónde había puesto el brazo. Yo sólo sentía el roce de su rubio pelo bajo la barba y su menudo cuerpo que no dejaba de temblar—. Uhtred es como un tío para mí —le dijo a Egberto.
—Un tío que va a conducir a vuestro marido a la victoria —le dije—, y para conseguirlo, necesito hombres, pero Egberto no está dispuesto a proporcionármelos.
—¿Por qué no?
—Porque asegura que necesita a todos esos hombres para protegeros como es debido.
—Dadle a vuestros mejores hombres —le dijo a Egberto, con voz cálida y agradable.
—Pero, señora —replicó Egberto—, mis órdenes son que…
—¡Dadle a vuestros mejores hombres! —restalló la voz de Æthelflaed que, tras desembarazarse de mi capa, dio un paso adelante hasta situarse bajo la vivida luz de las hogueras—. ¡Soy la hija del rey —dijo en tono imperativo— y la esposa del
ealdorman
de Mercia! ¡Os ordeno que entreguéis ahora mismo a Uhtred a vuestros mejores hombres!
Se había expresado con voz lo suficientemente alta como para que todos los hombres del islote se la quedaran mirando. Egberto pareció dolido, pero no dijo nada. Se puso muy tieso y se mantuvo en sus trece. Pyrlig me miró y me dirigió una sonrisa socarrona.
—Ninguno de vosotros tenéis valor para enfrentaros con Uhtred —les espetó a los hombres que la miraban embobados. Tenía sólo catorce años y era una chica menuda y delicada, pero en su voz se adivinaba que era descendiente del linaje de los antiguos reyes—. A mi padre le encantaría que le ofrecieseis una muestra de valor esta noche —continuó—; de lo contrario, no tendré más remedio que regresar a Wintanceaster y decirle que os quedasteis sentados alrededor de las hogueras, mientras Uhtred peleaba —añadió sin apartar los ojos de Egberto.
—Veinte hombres nada más —le supliqué.
—¡Dadle más! —dijo Æthelflaed, con coraje.
—En los barcos sólo caben otros cuarenta —expuse.
—¡Pues dadle cuarenta! —ordenó Æthelflaed.
—Señora —dijo Egberto vacilante, antes de callarse la boca cuando Æthelflaed alzó su pequeña mano. Se volvió para mirarme.
—¿Puedo confiar en vos, lord Uhtred? —me preguntó.
Se me hacía extraño oír aquella pregunta en boca de una niña a la que casi conocía de toda la vida, y sonreí.
—Podéis fiaros de mí —le dije, con cariño.
Su rostro se endureció y me miró con determinación. Quizá no fuera más que el reflejo de las llamas en sus pupilas, pero, de repente, me di cuenta de que era mucho más que una niña, era la hija de un rey.
—Mi padre —dijo con claridad para que todos pudieran oírla— asegura que sois el mejor de sus guerreros, pero no se fía de vos.
Se produjo un incómodo silencio. Egberto se aclaró la garganta y clavó los ojos en el suelo.
—Nunca he desairado a vuestro padre —repuse con acritud.
—Piensa que vuestra lealtad lo es sólo de boquilla —me replicó.
—Se lo he jurado —le espeté, con idéntica dureza.
—Y yo os reclamo ahora vuestro juramento —me dijo, tendiéndome su mano menuda.
—¿Qué clase de juramento? —le pregunté.
—El de que mantendréis la promesa que hicisteis a mi padre —contestó Æthelflaed—, que seréis leal a los sajones por encima de los daneses y que lucharéis por Mercia cuando sea preciso.
—Señora —titubeé espantado, al oír aquellas peticiones.
—Egberto —me interrumpió Æthelflaed—, ¡no daréis ningún hombre a lord Uhtred hasta que no jure que estará al servicio de Mercia mientras yo viva!
—Así lo haré, señora —musitó Egberto.
¿Mientras viviese? ¿Por qué habría dicho eso? Recuerdo que me pregunté qué se proponía y si creía que mis planes para la conquista de Lundene pendían de un hilo. Æthelred me había privado de las fuerzas que necesitaba. Æthelflaed tenía el poder de devolvérmelas; pero, para conseguirlo, tenía que comprometerme a otro juramento que no deseaba. ¿Qué más me daba a mí Mercia? Lo único en lo que pensaba aquella noche era que tenía que conducir a uno hombres a través de un puente letal y que era capaz de hacerlo. Mi reputación estaba en juego, al igual que mi nombre. Eso sí que me preocupaba.
Desenvainé a
Hálito-de-Serpiente
porque sabía que para eso había extendido la mano, y le entregué el arma por la empuñadura. Luego, me puse de rodillas y junté las manos alrededor de las suyas que, a su vez, sostenían el pomo de mi espada.