—Me alegro de haberos visto —dijo, como quien no quiere la cosa, como si temiese que no había de creerle—. ¿Sabéis que el rey desea hablar con vos? Le dije que sería mejor después del festín.
—Para entonces, ya estaré borracho.
Me miró de arriba abajo y, con su mano buena, me ocultó bajo la túnica que llevaba el amuleto del martillo de Thor que lucía colgado del cuello.
—Procurad estar sobrio —me aconsejó.
—¿Por qué no mañana?
—¡El rey está muy ocupado, Uhtred! No puede esperar al momento en que os venga bien a vos.
—En ese caso, tendrá que hablar conmigo cuando esté borracho —le advertí.
—Y yo os digo que quiere saber cuánto tardaréis en apoderaros de Lundene. Por eso desea hablar con vos.
Calló al ver que Gisela y Thyra se acercaban a nosotros, y su rostro pareció transido de felicidad. Miraba a Thyra como quien contempla una visión, y cuando ella le dedicó una sonrisa, pensé que el corazón le iba a estallar del orgullo y la adoración que sentía.
—¿No tenéis frío, querida? —le preguntó, solícito—. Puedo ir a por una capa.
—No, no tengo frío.
—¿Vuestra capa azul?
—Estoy bien, querido —repuso ella, poniéndole una mano en el brazo.
—No sería una molestia —insistió Beocca.
—Te digo que no tengo frío, cariño —repitió Thyra, mientras Beocca daba la impresión de que no podía soportar tanta felicidad.
Beocca había soñado siempre con mujeres, con mujeres guapas, con una mujer hermosa que se casase con él y le diese hijos y, durante toda su vida, con aquel aspecto tan grotesco que tenía, sólo había recibido negativas, hasta que, en un momento de suerte, había conocido a Thyra y le había ayudado a olvidar todos los demonios que infestaban su alma. Llevaban ya cuatro años casados. Al verlos, uno se quedaba con la impresión de que no había dos personas tan hechas la una para la otra. Uno era un escrupuloso cura, viejo y feo; la otra era una danesa joven y rubia; pero, a su lado, uno podía sentir que eran tan felices como el calor de una enorme fogata en una noche de invierno.
—No deberíais estar de pie, querida —le dijo—, no en vuestro estado. Os traeré un taburete.
—Dentro de un momento, estaré sentada, querido.
—Eso es, un taburete o, mejor, una silla. ¿Estáis segura de que no queréis cubriros? ¡De verdad que no me cuesta nada ir en busca de una capa!
Gisela me miró y sonrió, mientras Beocca y Thyra se habían olvidado de nosotros y se hacían arrumacos. A continuación, Gisela hizo un leve gesto con la cabeza y reparé en un monje joven que estaba de pie cerca de nosotros y no dejaba de mirarme. Estaba claro que había estado esperando a que me fijase en él, se notaba que estaba nervioso. Era delgado, no muy alto, de pelo castaño y su pálida cara guardaba un parecido notable con la de Alfredo. Parecía igual de inquieto y nervioso que el rey, la misma mirada seria y los mismos labios finos, y, a juzgar por la sotana, también era devoto. Era un novicio, porque aún no llevaba tonsura, Y dobló una rodilla cuando me fijé en él.
—Mi señor Uhtred —dijo con humildad.
—¡Osferth! —exclamó Beocca, al reparar en la presencia del joven monje—. Deberías estar estudiando. La boda ha terminado y los novicios no están invitados al banquete.
Osferth no hizo caso de lo que le decía Beocca. En vez de eso, con la cabeza inclinada, me dijo:
—Vos conocisteis a mi tío, señor.
—¿Sí? —pregunté, con desconfianza—. He conocido a muchos hombres —añadí, preparando el camino para la negativa que iba a darle a cualquier petición que me formulase.
—Leofric, mi señor.
Al oír aquel nombre, mis recelos y mi hostilidad se disiparon, incluso esbocé una sonrisa.
—Claro que lo conocí, y lo quería.
Leofric había sido un bravo guerrero sajón de Wessex, que me había enseñado todo lo que yo sabía sobre la guerra.
Earsling,
cagarruta, solía llamarme. Él fue quien me enseñó a ser fuerte, curtiéndome, riñéndome, pegándome; se hizo amigo mío y siguió siéndolo hasta el día en que murió en el campo de batalla barrido por la lluvia de Ethandun.
—Mi madre es hermana suya, mi señor —dijo Osferth.
—¡A estudiar, joven! —le ordenó Beocca, con severidad. Puse mi mano en el brazo paralizado de Beocca un instante y lo retiré.
—¿Cómo se llama tu madre? —le pregunté a Osferth.
—Eadgyth, mi señor.
Me incliné y le obligué a alzar la cara. Cómo no se iba a parecer a Alfredo, si era el hijo bastardo que Alfredo había tenido con una de las sirvientas de palacio. Nadie admitió jamás que Alfredo fuera el padre de aquel muchacho, pero era un secreto a voces. Antes de que Alfredo encontrase a Dios, había descubierto los placeres que le proporcionaban las criadas de palacio, y Osferth era el resultado de aquellos excesos juveniles.
—¿Vive todavía Eadgyth? —le pregunté.
—No, mi señor; murió de unas fiebres hace dos años.
—¿Y a que te dedicas aquí, en Wintanceaster?
—Estudia para ser un hombre de iglesia —se entrometió Beocca—, porque tiene vocación de monje.
—Me gustaría ponerme a vuestro servicio, mi señor —dijo Osferth, nervioso y mirándome a la cara.
—¡Largo! —dijo Beocca, intentado ahuyentar al joven—. ¡Fuera, largo de aquí! ¡Vuelve a tus estudios, o le diré al maestro de novicios que te azote!
—¿Has tenido alguna vez una espada en tus manos? —le pregunté a Osferth.
—La que me dio mi tío, señor, aún la conservo.
—Pero nunca has peleado con ella, ¿verdad?
—No, mi señor —me contestó, alzando de nuevo los ojos hacia mí, inquieto y asustado, con aquel rostro tan parecido al de su padre.
—Estamos estudiando la vida de san Ceda —amenazó Beocca a Osferth—, así que antes de que anochezca habrás copiado las diez primeras páginas.
—¿Quieres ser monje? —le pregunté a Osferth.
—No, mi señor —contestó.
—¿Qué quieres hacer? —insistí, ignorando al cura Beocca que no dejaba de farfullar protestas, pero desde atrás, incapaz de desasirse del brazo con el que blando la espada.
—Me gustaría seguir los pasos de mi tío, mi señor —repuso Osferth.
Me contuve para no echarme a reír. Leofric había sido el guerrero más arrojado de cuantos han existido, mientras que Osferth era un jovencito pálido y enclenque. Conseguí mantenerme serio.
—¡Finan! —grité.
—¿Mi señor? —dijo el irlandés, una vez que estuvo a mi lado.
—Este joven entrará a formar parte de mi guardia personal —le dije, al tiempo que le entregaba unas cuantas monedas
—Ni se os ocurra… —empezó a decir Beocca, que calló la boca cuando Finan y yo nos lo quedamos mirando.
—Llevaos a Osferth —le dije a Finan—, vestidlo con ropas decentes y entregadle armas.
Finan miraba a Osferth, sin acabar de creérselo.
—¿Armas? —me preguntó.
—Por sus venas corre sangre guerrera —respondí—, así que le enseñaremos a pelear.
—Muy bien, mi señor —dijo Finan, en un tono que daba a entender que pensaba que me había vuelto loco, pero luego se quedó mirando las monedas que le había dado y pensó que no era mala ocasión de hacer negocio; hizo una mueca, y dijo, a sabiendas de que mentía—: Haremos de él un guerrero, a pesar de todo, mi señor —y se llevó a Osferth de allí.
Beocca empezó a dar vueltas de un lado para otro.
—¿Os dais cuenta de lo que acabáis de hacer? —farfulló.
—No os quepa duda.
—¿Sabéis quién es ese muchacho?
—El bastardo del rey —dije, sin contemplaciones—, y acabo de hacerle un favor a Alfredo.
—¿Estáis seguro? —insistió Beocca, todavía encolerizado—. ¿A qué favor os referís, si puede saberse?
—¿Cuánto tiempo resistirá —pregunté a mi vez—, si le coloco en un muro de escudos? ¿Cuánto durará antes de que una espada danesa lo raje de arriba abajo como a una anguila? Ése es el favor, padre. Acabo de librar a vuestro devoto rey de su incómodo bastardo.
Nos dirigimos al banquete.
* * *
El banquete nupcial resultó tan malo como yo me había temido. La comida de Alfredo, además de escasa, nunca era buena, y la cerveza siempre demasiado ligera. Hubo discursos, a los que nadie prestó atención, y cantores con arpas a los que no pude escuchar. Me dediqué a hablar con mis amigos, a fruncir el ceño ante unos cuantos curas a quienes no les gustaba mi amuleto del martillo, y me acerqué al estrado en el que se encontraba la mesa de los desposados para darle un casto beso a Æthelflaed. Estaba encantada.
—Soy la muchacha más afortunada del mundo —me dijo.
—Ahora eres una señora —le respondí, contemplando con una sonrisa su pelo recogido en lo alto de la cabeza.
Se mordió el labio inferior, como si le diera vergüenza, e hizo un mohín travieso al ver que Gisela se acercaba. Se dieron un abrazo, quedando aquel cabello rubio junto al otro tan oscuro, mientras Ælswith, la amargada esposa de Alfredo, me miraba con mal gesto. Le hice una reverencia.
—Os deseo que paséis un día muy feliz, señora —dije.
Ælswith hizo como que no me oía. Estaba sentada al lado de mi primo, que me hacía señas con una chuleta de cerdo.
—Tú y yo tenemos que hablar —me indicó.
—Ya lo estamos haciendo —repuse.
—Ya lo estamos haciendo, mi señor —me corrigió Ælswith con acritud—. Lord Æthelred es el
ealdorman
de Mercia.
—Y yo soy el señor de Bebbanburg —le respondí, en tono no menos desabrido—. ¿Cómo estás, primo?
—Mañana por la mañana, te pondré al tanto de los planes que tengo —me comentó.
—Pensaba que íbamos a ver al rey esta noche —le dije, como si no supiera nada de que Alfredo me había ordenado que hiciese los preparativos para apoderarnos de Lundene.
—Hay otros asuntos que requieren mi atención esta noche —repuso Æthelred, mirando a su joven esposa, con una fugaz expresión feroz, casi salvaje, antes de dedicarme una sonrisa—. Mañana por la mañana, después de las oraciones —y volvió a hacerme un gesto con la chuleta de cerdo, a modo de despedida.
Aquella noche, Gisela y yo ocupamos el aposento principal de la taberna de
Las Dos Grullas.
Nos acostamos muy juntos, le pasé los brazos alrededor y casi no hablamos. El humo del hogar de la taberna se colaba por las rendijas de las maderas del suelo y, debajo de nosotros, oíamos cantar a los hombres. Nuestros hijos dormían al otro lado de la estancia con el ama de Stiorra, mientras los ratones se paseaban por la techumbre de paja.
—Estará pasando ahora, me imagino —dijo Gisela, pensativa, interrumpiendo el silencio.
—¿Qué?
—Pues que la pequeña Æthelflaed ya será toda una mujer —me contestó.
—Estaba deseando que pasara —le comenté.
Gisela negó con la cabeza.
—La forzará como un jabalí —añadió, susurrando las palabras. No dije nada. Gisela dejó caer la cabeza sobre mi pecho, su pelo me rozaba la boca—. El amor tiene que ser ternura —añadió.
—Es ternura —dije yo.
—Contigo, sí —repuso y, por un momento, me pareció que estaba llorando.
Le acaricié el pelo.
—¿Qué te pasa?
—Pues que la quiero, nada más.
—¿Te refieres a Æthelflaed?
—Es inteligente, y él no tiene cabeza —se echó a un lado para mirarme y, en la oscuridad, contemplé sus ojos brillantes—. Nunca me habías dicho —dijo en tono reprobatorio— que
Las Dos Grullas
era un burdel.
—No hay muchos sitios donde dormir en Wintanceaster —me disculpé—, ni siquiera hay bastantes camas para todos los invitados, así que hemos tenido suerte de encontrar este cuarto.
—Pero eres muy conocido aquí, Uhtred —continuó, con un deje de reproche.
—También es una taberna —me defendí.
Se echó a reír, estiró un brazo alargado y fino, y abrió una contraventana por la que se veía un cielo reluciente de estrellas.
Cuando fui a palacio al día siguiente por la mañana, el cielo seguía despejado. Entregué mis dos espadas a la entrada, y un cura joven y muy circunspecto me condujo al aposento de Alfredo, el mismo cuarto pequeño y austero, atestado de pergaminos, en el que tantas veces le había visto. Me estaba esperando, vestido con esa túnica marrón que hacía que pareciese un monje. Con él estaba Æthelred, que llevaba sus espadas, ya que como
ealdorman
de Mercia gozaba de aquel privilegio en el interior del palacio. Había un tercer hombre en la estancia, Asser, el monje galés, que se me quedó mirando con un gesto de asco que no podía disimular. Era un hombre menudo y bajito, con una cara muy pálida y perfectamente rasurada. No le faltaban razones para odiarme. Yo fui quien organizó una carnicería en el reino al que había ido como emisario, y a punto estuve de acabar con él también, una omisión de la que habría de arrepentirme durante toda la vida. Puso mala cara al verme y yo le recompensé con un gesto efusivo, consciente de que le sacaría de quicio.
Alfredo no apartó la vista de lo que estaba haciendo, Pero me indicó con la pluma que pasase. Era una forma de darme la bienvenida como otra cualquiera. Estaba de pie encaramado sobre aquel pupitre en el que escribía y, durante un rato, oí cómo arañaba la vitela con la pluma. Æthelred lucía una sonrisa como si estuviera encantado de haberse conocido, algo que hacía siempre por aquel entonces.
—
De consolatione philosophiae
—dijo Alfredo sin levantar los ojos.
—Parece que va a llover, sin embargo —repuse yo—; parece que viene algo por el oeste y el viento sopla con más fuerza.
Me dirigió una mirada cargada de enojo.
—¿Qué hay mejor y más dulce en esta vida —me preguntó— que servir y estar de lado del rey?
—¡Nada! —replicó Æthelred, muy seguro.
Yo estaba tan sorprendido que no fui capaz de decir nada. Alfredo gustaba de la afectación de los buenos modales, pero rara vez admitía que alguien se mostrase servil en su presencia. Su pregunta, sin embargo, ponía de manifiesto que deseaba que me mostrase dispuesto a poco menos que adorarlo.
—Es una de las preguntas que se plantean en la obra que estoy copiando —nos explicó.
—Estoy deseando leerla —dijo Æthelred. Asser calló la boca, y se quedó mirándome con sus oscuros ojos de galés. Era un hombre inteligente, tan de fiar como un barco que hace agua.
Alfredo dejó la pluma.
—En el contexto, mi señor Uhtred, podría pensarse que el rey es un representante de la autoridad divina, y la pregunta tiene que ver, claro está, con la tranquilidad que nos da la proximidad de Dios. Mucho me temo, no obstante, que vos no encontráis consuelo ni en la filosofía ni en la religión —dijo, negando con la cabeza, mientras trataba de quitarse la tinta de los dedos con un trapo húmedo.