—Esa es su voluntad.
—Entonces, ¿por qué no le decís que vuelva? Aquí no nos sirve de nada.
—Alfredo tiene muchas cosas en la cabeza —repuse, haciendo caso omiso de su pregunta—, y no volverá a acordarse de Osferth —lo que no era cierto, porque Alfredo estaba dotado de una mente metódica, y jamás olvidaría la ausencia de Osferth ni mi desobediencia al no permitir que el joven regresase a sus estudios en Wintanceaster.
—¿Por qué no le ordenáis que regrese? —insistió.
—Porque le tenía mucho cariño a su tío —lo que era cierto; mucho había querido a Leofric y, en memoria suya, me comportaría con su sobrino como Dios manda.
—¿No será que estáis buscando cómo provocar al rey, mi señor? —replicó Finan, que hizo un gesto y se fue sin esperar respuesta—. ¡Híncasela y tira, cabrón! —le gritó a Osferth—. ¡Clávala y tira hacia ti!
El muchacho se volvió para mirar a Finan y, en ese mismo instante, recibió un hachazo simulado propinado por Clapa. Si el filo del hacha hubiera estado al descubierto, habría cortado en dos el casco de Osferth y, tras él, su propia cabeza, pero la protección bastó para que sólo quedase atontado y cayese de bruces.
—¡En pie, cobarde! —bramó Finan—. ¡Levántate, híncala y tira!
Osferth trató de hacerlo. Daba pena ver aquella cara tan pálida, cubierta con el casco abollado que yo le había proporcionado. Logró ponerse en pie, pero perdió el equilibrio y volvió a caer.
—Trae acá —dijo Finan, arrebatando el hacha de sus manos desmayadas—. ¡Y ahora, mira cómo se hace! ¡No tiene mucho secreto! ¡Hasta mi mujer sería capaz de hacerlo!
Los cinco recién reclutados tenían que vérselas con otros tantos de mis experimentados guerreros. Les habíamos entregado hachas de verdad, y les habíamos ordenado que abriesen una brecha en el muro de escudos que tenían delante. Era una birria de muro, en realidad: cinco escudos superpuestos, defendidos con espadas de madera, y Clapa no dejaba de hacer muecas al ver que Finan se acercaba.
—Lo que tienes que hacer —le decía este último a Osferth— es hincar el filo del hacha en la parte superior del escudo del cabrón de tu rival. ¿Acaso es tan difícil? Clávala, haz que baje el escudo y que tu compañero acabe con la cagarruta,
earsling,
que se protege con él. Clapa, vamos a hacerlo más despacio para que aprendan, y deja de gesticular.
Se dedicaron a clavar el hacha y a tirar de ella hacia abajo con una lentitud exasperante: dejaban caer despacio la hoja del hacha por detrás del escudo que sostenía Clapa, mientras éste permitía que Finan tirase de la parte superior del escudo hacia sí.
—¡Así es cómo se desbarata un muro de escudos! —le dijo Finan a Osferth, una vez que el cuerpo de Clapa había quedado al descubierto—. Ahora, Clapa, vamos a hacerlo de verdad.
Este hizo una mueca de nuevo, disfrutando de la posibilidad de propinar un buen testarazo a Finan. El irlandés se echó hacia atrás, se humedeció los labios y cargó con rapidez. Blandió el hacha como les había dicho, pero Clapa inclinó el escudo hacia atrás para recibir el golpe en la superficie de madera, al tiempo que atacaba con ferocidad a la entrepierna de su contrincante con la maza que escondía bajo el escudo.
Siempre disfrutaba viendo pelear a Finan. Era el más rápido con la espada, y eso que he visto a muchos hombres así en mi vida. Pensé que el golpe certero de Clapa lo dejaría doblado y le obligaría a revolcarse desesperado por la hierba, pero se echó a un lado, atrapó la parte inferior de escudo con la mano izquierda y lo impulsó hacia arriba hasta incrustar en la cara de Clapa el reborde de hierro de la parte superior. Éste se fue hacia atrás dando tumbos y sangrando por la nariz, mientras el hacha caía de nuevo con la celeridad de una serpiente reluciente y su hoja fue a clavarse en el tobillo de Clapa. Finan tiró y Clapa cayó de espadas, mientras el irlandés le decía a Osferth con muchos aspavientos.
—No es precisamente como hincarla y tirar, pero el resultado es el mismo.
—No hubiera salido bien, si hubieras sostenido tú el escudo —se quejó Clapa.
—¿Qué tienes en la cara, Clapa —replicó Finan—, eso que se abre y se cierra, ese espantoso orificio por el que engulle la comida? ¡Manténlo cerrado! —añadió, arrojando el hacha a Osferth que trató de atraparla por el mango mientras volaba por los aires. No lo consiguió, y el hacha fue a parar un charco.
* * *
La primavera fue muy húmeda. Llovía sin cesar, el río bajaba crecido y había barro por todas partes. Las botas y los uniformes se echaron a perder. El escaso grano que teníamos almacenado germinó y tuve que enviar a mis hombres a cazar y a pescar para tener algo de comida. Nacieron los primeros terneros que, ensangrentados, llegaron a un mundo lleno de humedad. No pasaba día sin que esperase la llegada de Alfredo para inspeccionar la marcha de las obras de Coccham. Sin embargo, en aquellos días tan lluviosos, prefirió quedarse en Wintanceaster. Eso sí, envió un mensajero, un cura pálido, que llevaba una carta cosida a un mugriento zurrón de piel de cordero.
—Si no sabéis leer, mi señor —dijo con humildad, mientras yo abría el morral—, quizá pueda…
—Sé leer —rezongué, y claro que sabía. No era algo de lo que me sintiera especialmente orgulloso, porque sólo los curas y los monjes lo necesitan. Pero el padre Beocca me había enseñado de niño, gracias al método de la letra con sangre entra, y sus lecciones me habían sido de gran utilidad. Alfredo había ordenado que todos los señores que le prestaban vasallaje supiesen leer, no sólo para que no se arredrasen ante los evangelios que el rey insistía en enviarles como regalo, sino para que también entendieran los mensajes que les mandaba.
Pensaba que en la carta me daría noticias de Æthelred, una explicación de por qué estaba tardando tanto en llevar a sus hombres a Coccham. En vez de eso, descubrí que sólo me ordenaba que, cuando marchase contra Lundene, llevase un cura por cada treinta hombres.
—¡No se le ocurre nada mejor! —exclamé en voz alta.
—El rey mira por las almas de sus súbditos, mi señor —comentó el cura.
—¡Así que encima pretende que me encargue de la sor boba! Dile que, si me manda grano, no tendré inconveniente en cargar con algunos de sus malditos curas —volví a leer la carta, puesta en limpio por uno de los escribientes del rey y reparé en que, al final, figuraba una línea con la clara caligrafía de Alfredo, en la que me decía—: «¿Qué hay de Osferth? Debe estar de vuelta hoy mismo, con el padre Cutberto».
—¿De modo que vos sois el padre Cutberto? —le pregunté al cura, que parecía inquieto.
—Sí, mi señor.
—Osferth no podrá acompañaros, porque está enfermo —le expliqué.
—¿Se encuentra mal?
—Tan mal que no sé si no se morirá —le dije.
—Juraría que acabo de verlo —replicó el padre Cutberto, señalando a la puerta abierta que daba a donde Finan trataba de que Osferth mostrase un poco más de interés y de ganas por hacer bien las cosas—. ¡Mirad! —añadió el cura, con gesto vivo, para que lo viese con mis propios ojos.
—A punto de morir, como os he dicho —repuse, lentamente y con coraje. El padre Cutberto se volvió con intención de decir algo pero, al ver la mirada que le echaba, se quedó sin palabras—. ¡Finan! —grité, y esperé hasta que el irlandés entró en casa, con una espada desenvainada en la mano—. ¿Cuánto tiempo creéis que vivirá el joven Osferth?
—Con mucha suerte, un día a lo sumo —contestó Finan pensando que le estaba preguntando cuánto tiempo resistiría Osferth en una batalla.
—¿Lo habéis oído? —le dije al padre Cutberto—. Está enfermo y no durará mucho. Decidle al rey que lamentaré su perdida. Comentadle, de paso, que cuanto más tarde mi primo en llegar, más fuertes se harán nuestros enemigos en Lundene.
—Es por culpa del tiempo, mi señor —respondió el padre Cutberto—. Lord Æthelred no es capaz de reunir suficientes provisiones.
—Decidle que en Lundene hay comida —repliqué, aun a sabiendas de que no valdría de nada.
Æthelred apareció, por fin, a mediados de abril. Nuestras fuerzas conjuntas ascendían a casi ochocientos hombres, de los que poco más de la mitad valía la pena. Los demás procedían del
fyrd
de Berrocscire o habían sido reclutados en las tierras del sur de Mercia que Æthelred había heredado de su padre, el hermano de mi madre. Los hombres del
fyrd
eran granjeros, armados con hachas o con arcos de caza. Sólo algunos disponían de espadas o dagas, y muchos menos llevaban armadura: sólo jubones de cuero, mientras otros empuñaban únicamente azadones afilados. Una azada puede ser un arma terrible en una reyerta callejera, pero no es lo más adecuado para hacer frente a un vikingo con cota de malla, armado con escudo, hacha, puñal y espada.
Los hombres útiles de verdad eran los de mi propia guardia, los de la escolta de Æthelred, en número similar, y trescientos hombres de la guardia de Alfredo, a cuyo frente estaba el ceñudo y amenazante Steapa. Sobre aquellos hombres adiestrados recaería el peso de la batalla; el resto sólo servía para que nuestras fuerzas parecieran mucho más numerosas e impresionantes.
Lo cierto es que Sigefrid y Erik estarían perfectamente al tanto del peligro que representábamos. A lo largo de todo el invierno y al comienzo de la primavera, habíamos recibido a unos cuantos visitantes que llegaban río arriba procedentes de Lundene, y no hay la menor duda de que unos eran espías de los hermanos. Sabrían con cuántos hombres contábamos y cuántos de ellos eran guerreros en realidad. Los mismos informadores habrían advertido a Sigefrid del día exacto en que habíamos vadeado el río pasado a la orilla norte.
Cruzar el río más allá de Coccham nos llevó todo un día. Æthelred echaba pestes por culpa del retraso, pero el vado había estado impracticable durante todo el invierno y hubo que engatusar a los caballos para que lo pasasen y cargar las provisiones en barcazas, ya que Æthelred dejó muy claro que su embarcación no era un carguero.
Para aquella campaña, Alfredo había consentido en que su yerno utilizase el
Heofonhlaf.
Era más pequeño que las naves en las que el rey solía desplazarse por el río; pero Æthelred se las había ingeniado para levantar un dosel en la popa, un pequeño refugio, justo delante del altillo del timonel, adecentado con cojines y pieles, una mesa y unos taburetes, del que no salió el día en que vadeamos el río, mientras los criados le llevaban comida y cerveza.
Lo observaba todo al lado de Æthelflaed que, para mi sorpresa, había acompañado a su marido. La primera vez que la vi se encontraba en el altillo de la nave y, al reparar en mí me dirigió un saludo con la mano. A mediodía, Gisela y yo fuimos convocados por su esposo, y Æthelred saludó a Gisela como si de una amiga de toda la vida se tratase, con grandes muestras de contento, y pidiendo que le llevasen una capa de piel. Æthelflaed contemplaba asombrada tanta agitación, y me miró desconcertada.
—¿Vais a regresar a Wintanceaster, señora? —le pregunté; era una mujer casada con un
ealdorman,
de ahí el tratamiento.
—Iré con vosotros —me dijo, con dulzura.
Me quedé sorprendido.
—Que vais a venir… —comencé a decir, sin acabar la frase.
—Ése es el deseo de mi esposo —me contestó con una dignidad que, enseguida, dio paso a la Æthelflaed que yo conocía, que añadió con una sonrisa—: Estoy encantada. Me muero de ganas de ver una batalla.
—Una contienda no es un asunto apropiado para mujeres —repliqué con firmeza.
—¡No os preocupéis por ella, Uhtred! —gritó Æthelred, que había escuchado lo que había dicho desde el otro lado de la cubierta—. Mi mujer no correrá ningún peligro. Le he dado mi palabra.
—La guerra no es cosa de mujeres —insistí.
—Desea contemplar nuestra victoria —repuso Æthelred—, y eso es lo que verá, ¿a que sí, patito mío?
—Cuá, cuá —graznó con ironía Æthelflaed, tan bajo que sólo yo pude oírla. Se notaba cierto enfado en su voz pero, cuando la miré, observé que le dedicaba una cariñosa sonrisa a su marido.
—Si estuviera en condiciones, también iría yo —comentó Gisela, tocándose la barriga, aunque aún no se le notaba su estado.
—No puedes —dije yo, con lo que me gané una mueca burlona; de repente, oímos un bramido, procedente de la proa del
Heofonhlaf.
—¡Aquí no hay quien duerma! —decía quien así gritaba—. ¡Tú,
earsling,
cagarruta sajona, me has despertado!
El padre Pyrlig se había quedado dormido bajo el altillo de proa del barco y, sin querer, uno de los hombres lo había despertado. El galés salió gateando a la luz de aquel día tan plomizo y se me quedó mirando como si no acabara de creérselo.
—¡Dios mío —exclamó, poniendo cara de asco—, pero si es mi señor Uhtred!
—Pensé que estabais en Anglia Oriental —repuse.
—Y lo estaba. Pero el rey Æthelstan me mandó venir para asegurarse de que vosotros, inútiles sajones, no os cagaríais por la pata abajo cuando vierais a los hombres del norte encaramados a las murallas de Lundene.
Tardé un poco en recordar que Æthelstan era el nombre cristiano de Guthrum. Pyrlig se acercó a nosotros, cubriéndose la barriga con una camisa sucia sobre la que colgaba una cruz de madera.
—¡Buenos días, señora! —saludó, con gracejo, a Æthelflaed.
—Ya es por la tarde, padre —repuso ésta y, por la dulzura con que se expresó, caí en la cuenta de que le caía bien el cura galés.
—¿Que ya es por la tarde? Dios mío, me he quedado dormido como un niño. ¡Mi señora Gisela, que alegría! ¡Quién me iba a decir que había de encontrarme aquí con las mujeres más hermosas del mundo! —añadió dirigiendo una sonrisa de satisfacción a las dos mujeres—. Si no estuviese lloviendo, pensaría que ya estaba en el cielo. Mi señor —le dijo a mi primo y, por el tono en que habló, estaba claro que no eran amigos—, ¿necesitáis algún consejo, mi señor? —quise saber Pyrlig.
—No —repuso éste, de forma desabrida.
El padre Pyrlig me dedicó una sonrisa.
—Alfredo me pidió que viniera en calidad de consejero —y calló, mientras se rascaba una picadura que tenía en barriga—; estoy aquí como consejero de lord Æthelred.
—Lo mismo que yo —le aclaré.
—Y no me cabe ninguna duda de que el consejo de señor Uhtred será el mismo que el mío —continuó Pyrlig— que debemos movernos a la velocidad de un sajón cuando atisba una espada galesa.
—Lo que significa que hemos de darnos prisa —traté de explicarle a Æthelred, que había entendido perfectamente lo que el galés intentaba decirnos; mi primo simuló que me había oído.