La canción de la espada (19 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—Lo juro, señora —dije.

—¿Juráis que serviréis a mi padre con lealtad? —me preguntó.

—Así lo haré, señora.

—¿Y que también estaréis al servicio de Mercia mientras yo viva?

—Durante toda vuestra vida, señora —afirmé, de rodilla en el lodo, sin dejar de preguntarme si no me habría vuelto loco.

Lo que yo quería era irme al norte, y verme libre de las tácticas devotas de Alfredo. Deseaba estar con mis amigos y sin embargo, allí estaba, jurando lealtad a las ambiciones de Alfredo y a las de su hija de cabellos dorados.

—Lo juro —repetí, apretándole levemente las manos como muestra de fidelidad.

—Dadle esos hombres, Egberto —ordenó Æthelflaed.

Me dio treinta de los suyos y, para ser sincero, he de decir que me entregó a los mejores que tenía, a los más jóvenes, mientras él se quedaba con los más viejos y tullidos para custodiar el campamento y a Æthelflaed. De modo que, en aquellos momentos, disponía de setenta hombres, entre los que se contaba el padre Pyrlig.

—Os doy las gracias, mi señora —le dije a Æthelflaed.

—Ocasión tenéis de demostrarlo —repuso, con voz de nuevo infantil, cargada de malicia, lejos de toda solemnidad.

—¿Cómo?

—Llevándome con vos.

—Eso, jamás —sentencié, con aspereza.

Frunció el ceño al escucharme y me miró a los ojos.

—¿Estáis enfadado conmigo? —me preguntó con voz cariñosa.

—Conmigo mismo, señora —repuse, y me di media vuelta.

—¡Uhtred! —dijo con desesperación.

—Cumpliré las promesas que he hecho, señora —le contesté; estaba furioso por haberlas formulado de nuevo, pero me habían servido, cuando menos, para disponer de setenta hombres para conquistar una ciudad, setenta hombres a bordo de dos barcos que salían a trompicones de aquel arroyo para sumirse en la vigorosa corriente del Temes.

Iba a bordo de la embarcación pilotada por Ralla, la misma que le habíamos arrebatado a Jarrel, el danés cuyo cadáver, colgado de un árbol, ya debía de ser un esqueleto desde hacía tiempo. Ralla iba en la popa, inclinado sobre la barra.

—No tengo muy claro que debamos hacerlo, mi señor —me dijo.

—¿Por qué no?

Echó por la borda un escupitajo a las negras aguas.

—El río baja muy rápido, tanto que en las ruinas puente parecerá una catarata. Ese paso es un peligro, incluso cuando el río está tranquilo, señor.

—Pues esmérate —le repliqué—, y encomiéndate al dios en el que creas.

—Y eso si llegamos a dar con la brecha —continuó con pesimismo. Echó un vistazo atrás para ver si distinguía el barco de Osric, pero la oscuridad se lo impidió—. He visto cómo alguien lo conseguía al bajar la marea —añadió—, pero era de día y el río no venía tan crecido.

—¿A pesar de la resaca?

—Con un buen reflujo —repuso Ralla, en tono lúgubre.

—Pues ya puedes ponerte a rezar —le ordené, con voz tajante.

Eché mano al amuleto del martillo y acaricié, después, el pomo de
Hálito-de-Serpiente
, mientras la embarcación ganaba velocidad por la fuerza de la corriente. Estábamos lejos de las dos orillas. De vez en cuando, se veía algún destello, señal de una fogata prendida en alguna casa, mientras que delante de nosotros, bajo aquel cielo sin luna, sólo se observaba un resplandor difuso bajo una capa negra, que identifiqué como la nueva Lundene sajona. El resplandor procedía de las hogueras encendidas en la ciudad y el velo no era sino el humo de esos fuegos. Supuse que, en alguna parte, bajo aquella capa, Æthelred estaría dando las órdenes pertinentes para que sus hombres avanzasen por el valle del Fleot hasta llegar a la antigua muralla romana. Sigefrid, Erik y Haesten ya sabrían que andaba por allí, porque alguien habría ido corriendo a avisarlos desde la ciudad nueva hasta la vieja. Daneses, hombres del norte y frisios, sin olvidar unos cuantos sajones sin amo ni señor, estarían preparándose para marchar a toda prisa a las murallas de la ciudad antigua.

Mientras, nosotros íbamos río abajo como flechas.

Todos estábamos muy callados: de sobra sabíamos los peligros con los que habríamos de enfrentarnos los dos barcos. Me abrí camino como pude entre los hombres acurrucados, y el padre Pyrlig debió de darse cuenta de que me acercaba, o quizá le llegase un reflejo de la cimera de plata en forma de lobo que coronaba mi casco, porque me saludó antes de que yo llegase a verle.

—Aquí, mi señor —dijo; estaba sentado en el extremo de uno de los bancos de los remeros; me quedé de pie junto a él, chapoteando en el agua del pantoque.

—¿Habéis rezado? —le pregunté.

—No he dejado de hacerlo —me contestó, muy serio—. A veces pienso que Dios ya debe de estar harto de escucharme. Lo mismo que el hermano Osferth.

—No soy fraile —repuso Osferth, molesto.

—Vuestras oraciones serán mejor atendidas, si Dios considera que aún lo sois —advirtió Pyrlig.

El hijo bastardo de Alfredo estaba agazapado junto al padre Pyrlig. Finan le había proporcionado una cota de malla remendada, que debió de pertenecer a algún danés destripado por una espada sajona. También llevaba casco, botas altas, guantes de cuero, un escudo redondo, una espada larga y un puñal; parecía un guerrero de verdad.

—Me ordenaron que regresaseis a Wintanceaster —le dije.

—Ya lo sé.

—Ya lo sé, señor —le corrigió Pyrlig.

—Señor —añadió Osferth, a regañadientes.

—No me gustaría tener que enviar al rey vuestro cadáver —continué—, así que no os separéis del padre Pyrlig.

—Siempre a mi lado, chaval —dijo Pyrlig—, como si fuerais mi amante.

—Pegaos a su espalda —le ordené.

—En ese caso, olvidad lo de amante —replicó Pyrlig de inmediato—; pensad en que sois mi perro.

—Y no olvidéis vuestras oraciones —concluí.

No podía darle mejor consejo a Osferth, a no ser que le obligara a desprenderse de las ropas que llevaba, nadara hasta la orilla y regresase al monasterio. Tenía tan poca confianza como Finan en cuanto a sus dotes para la pelea. Osferth era un joven amargado, inepto y torpe. De no haber sido por aquel tío suyo ya muerto, Leofric, de buena gana lo habría enviado de vuelta a Wintanceaster; pero Leofric me aceptó a su lado cuando yo no era más que un muchacho desmañado y me convirtió en un guerrero hábil con la espada, que, en recuerdo de Leofric, trataría de hacer lo mismo con Osferth.

Pasábamos frente a la ciudad nueva. Podía oler los carbones prendidos de las herrerías; veía los destellos de las hogueras que, a lo lejos, parpadeaban en las callejuelas. Miré adelante, allá donde el puente atravesaba el río, pero todo estaba oscuro.

—Tengo que ver dónde está el paso —gritó Ralla, desde el altillo del timonel.

Volví sobre mis pasos hacia popa, pisando a ciegas entre los hombres que seguían agazapados.

—Si no lo veo, mal podré intentarlo —me explicó Ralla al ver que me acercaba.

—¿Cómo estamos de cerca?

—Muy cerca —repuso, con voz de pánico.

Me subí de un salto hasta donde él estaba. Gracias que tuve el resplandor de las hogueras que ardían en la ciudad, pude ver la ciudad antigua, extendiéndose por las colinas y rodeada por la muralla romana. Ralla tenía razón. Estábamos muy cerca.

—Algo habrá que hacer —dijo—; tendremos que desembarcar antes de llegar al puente.

—Si hacemos eso, nos verán sin duda —le respondí; estaba seguro de que los daneses habrían apostado soldados a lo largo del lienzo de la muralla que se alzaba antes de llegar al puente.

—O morís ahí, espada en mano —exclamó Ralla tajante—, o perecéis ahogado.

Volví a mirar adelante, pero nada.

—En ese caso, me inclino por la espada —repuse con desánimo; sabía cuál sería mi suerte, si tomaba aquella decisión desesperada.

Ralla tomó aire para darles una voz a los remeros, pero nunca llegó a gritar porque, de repente y mucho más adelante, allá donde el Temes se ensancha camino de su abrazo con el mar, observamos un resplandor amarillo. No era un áureo subido de tono, un gualdo chillón, sino un rubio mate, desvaído y apagado, que se colaba entre jirones de nubes. Era como un atisbo del amanecer más allá del mar, un apunte oscuro, un alba que se despereza, una claridad, y Ralla ni gritó ni movió la barra para llevarnos hasta la orilla. En vez de eso, se tocó el amuleto que llevaba colgado del cuello y mantuvo el curso endiablado de la embarcación.

—Agachaos, mi señor —dijo—, y agarraos con fuerza.

El barco se encabritaba como un caballo antes del combate. Nos arrastraba la fuerza de la corriente. Con las lluvias de aquella primavera y las inundaciones que habían proseguido, el agua bajaba con fuerza desde tierra adentro y, al chocar contra el puente, se agolpaba en tumultuosas y blancas crestas. Se revolvía, bramaba y echaba espumarajos al llegar a los pilares pero, en el centro del puente, al llegar al paso, formaba una especie de nube de vapor, provocada por una corriente que caía desde una altura no menor que la de un hombre hasta alcanzar el nivel del otro lado, donde el río retumbaba y se arremolinaba antes de volver a estar en calma. Oía cómo se estrellaba el agua contra el puente, y el estruendo, como cachones que van a morir a la playa.

Ralla mantenía el rumbo, derecho hacia la brecha recortada contra el amarillo pálido del cielo que apuntaba por el este. A nuestras espaldas, sólo había oscuridad aunque, en una ocasión, me pareció observar a la lívida luz de la mañana un destello en el agua, la roda de la nave de Osric, y comprendí que nos seguía de cerca.

—¡Adelante y con fuerza! —gritaba Ralla a los remeros, mientras el barco se encabritaba, estremecido, y parecía ir todavía más rápido. El puente se nos venía encima y se tornaba lóbrego por encima de nosotros, momento en el que me agazapé en un costado y me así con todas mis fuerzas a una cuaderna.

Estábamos en mitad de la brecha. Tuve la sensación de que me desplomaba, como si nos precipitáramos en el abismo que separa los dos mundos. El ruido del agua al romper contra la piedra era ensordecedor, el agua que desgarraba, destrozaba y seguía adelante, un fragor que dominaba los cielos, un estruendo más fuerte que el del trueno de Thor. El barco sufrió una sacudida; pensé que habíamos chocado, que íbamos a volcar y acabar muertos, pero el caso es que resistió y siguió adelante. Por encima, sólo veíamos la oscuridad, una oscuridad que llegaba hasta el final de las vigas derrumbadas del puente, donde el estrépito era aún mayor. La espuma barría la cubierta, mientras nos precipitábamos de cabeza con el barco; todo crujía, como cuando se cierran las puertas del salón de los muertos de Odín; la fuerza del agua me tiró al suelo. Pensé que habíamos chocado con una piedra y que íbamos a naufragar; incluso recuerdo que acaricié el pomo de
Hálito-de-Serpiente
para morir empuñando la espada. Pero el barco se tambaleó tan sólo, y caí en la cuenta de que el golpe que había oído era el de la proa al chocar de nuevo contra el río y de que estábamos a salvo.

—¡Adelante! —gritó Ralla—. ¡No paréis de remar, afortunados bastardos!

Había mucha agua en el pantoque, pero seguíamos a flote. El cielo por el este se abría por momentos y, gracias a aquella luz macilenta, podíamos ver la ciudad y el sitio en el que la muralla se había resquebrajado.

—Ahora es cosa vuestra, mi señor —dijo Ralla, con orgullo.

—De los dioses más bien —repuse, mientras miraba atrás y observaba cómo el barco de Osric hacía frente a los remolinos donde el río se desplomaba como una catarata. Las dos embarcaciones habían conseguido cruzar el puente, y la corriente nos arrastraba hacia el lugar donde habíamos pensado desembarcar, pero los remeros dieron media vuelta y, plantando cara a la corriente, llegamos al embarcadero por el este, lo que nos vino de perlas. Así, cualquiera que nos viese pensaría que habíamos partido de Beamfleot. Pensarían que éramos daneses que acudían a reforzar la guarnición, que ya estaría en condiciones de hacer frente al asalto de Æthelred.

A resguardo, en el amarradero en el que habíamos pensado tocar tierra, había un enorme barco, de ésos que navegan por alta mar. Pude verlo con toda claridad, porque las antorchas que lo alumbraban se reflejaban en la pared blanca de la mansión que daba al muelle. Era una magnífica nave, que alzaba su proa y su popa con orgullo. No llevaba adornos con cabezas de animales, porque ninguna embarcación vikinga se avendría a que semejantes monstruos esculpidos aterrorizasen a los espíritus de un territorio amigo. A bordo del barco sólo había un hombre que, al ver cómo nos acercábamos, gritó:

—¿Quiénes sois?

—¡Ragnar Ragnarson! —respondí, mientras le arrojaba una cuerda de piel de morsa—. ¿Ya ha comenzado la batalla?

—Todavía no, señor —dijo, tirando de la maroma y enrollándola en la proa—. ¡Ojalá acabemos con ellos!

—Así que no llegamos demasiado tarde —repuse, mientras nuestra embarcación se acostaba a la nave; trepé por la amurada hasta llegar a uno de los desiertos bancos de los remeros—. ¿De quién es este barco? —le pregunté.

—Es el de Sigefrid, señor, el
Domador de olas
.

—Es precioso —le dije, al tiempo que me volvía—: ¡Todos a tierra! —grité en inglés, mientras observaba cómo mis hombres recuperaban escudos y armas después del torbellino que habíamos pasado. Medio inundado, el barco de Osric llegó a continuación. Supuse que había estado a punto de zozobrar al cruzar el puente. Mis hombres comenzaron a subir al
Domador de olas
y, en ese momento, el hombre que se había hecho cargo de la maroma, reparó en las cruces que llevaban colgadas del cuello.

—Pero, vosotros… —intentó decir, hasta que se dio cuenta de que era mejor callar. Ya se disponía a bajar corriendo a tierra, pero le corté el camino. Parecía asombrado, atónito y perplejo.

—Pon la mano en el pomo de tu espada —le dije, mientras empuñaba a
Hálito-de-Serpiente
.

—Mi señor —dijo, como si pretendiera que lo dejase con vida, aunque no tardó en darse cuenta de que ésta tocaba a su fin. No podía dejarle escapar. No podía, porque podría advertir a Sigefrid de nuestra presencia y, aunque lo hubiera atado de pies y manos y dejado a bordo del
Domador de olas
, entraba dentro de lo posible que otro de los suyos lo encontrase y lo pusiese en libertad. El hombre se dio cuenta de lo que estaba pensando y su rostro, hasta ese momento confuso, se tornó desafiante; en lugar de limitarse a tocar la empuñadura de su arma, comenzó a sacar la espada de la vaina. Y murió.

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