La canción de la espada (23 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—¡Arrejuntaos! —volví a gritar.

Los espadones vinieron a nuestro encuentro. Observé los gestos que hacía aquel hombre, mientras se preparaba para descargar el golpe contra mi escudo. Ya me disponía a escuchar el estruendo del metal al chocar contra la madera, cuando intervino Pyrlig.

Nunca supe lo que sucedió con exactitud. Estaba esperando el mandoble de aquel espadón, dispuesto a esquivar el hacha con ayuda de
Hálito-de-Serpiente
, cuando algo se precipitó desde el cielo y cayó sobre quienes nos atacaban. Los espadones se vinieron abajo y sus hojas cayeron al suelo a escasos pasos de mí, mientras los ocho nos mirábamos asombrados, olvidándonos de resistir y mantenernos unidos. En un primer momento, pensé que dos de los hombres de Pyrlig habían saltado desde la alta muralla que coronaba la puerta, pero no tardé en darme cuenta de que el galés había lanzado dos cadáveres desde lo alto del baluarte. Eran los cuerpos de dos hombres enormes, con su cota de malla y todo, que, al caer sobre las hojas de los espadones, les habían obligado a bajarlos, confundiendo a la primera fila de nuestros enemigos. En cosa de un instante habían pasado de mostrarse amenazantes a dar traspiés con aquellos cadáveres.

Me adelanté sin pensarlo. Tomé impulso desde atrás con
Hálito-de-Serpiente
y su hoja atravesó el casco de uno los que llevaban hacha; la retiré, y manó sangre a través del metal resquebrajado. El hombre se vino abajo, al tiempo que golpeaba en la cara con el pesado tachón de mi escudo a uno de los portadores de los espadones y noté cómo le partía los huesos.

—¡Muro de escudos! —grité, dando un paso atrás.

Al igual que yo, Finan se había adelantado y había acabado con otro de los portadores de espadones, de modo que en aquel momento, mientras me volvía hacia la arcada la puerta, había tres cadáveres en el camino y, por lo menos un hombre fuera de combate y otros dos cuerpos que había sido arrojados desde lo alto del baluarte. Aquellos cuerpos habían caído a plomo y rebotado en el camino, y allí seguía dos obstáculos que impedían el avance de Sigefrid. Fue en ese momento cuando lo vi.

Estaba en segunda fila; envuelto en su capa de piel de oso, parecía una funesta aparición. Aquella piel bastaba para frenar muchos mandobles y, por si fuera poco, llevaba una cota de malla reluciente. No dejaba de gritar a sus hombres que siguiesen adelante, pero los cadáveres que se les había venido encima los había frenado en seco.

—¡Adelante! —bramaba Sigefrid, mientras se ponía mando y se dirigía de frente contra mí. Me miraba y no dejaba de gritar, pero no recuerdo lo que decía.

El ataque de Sigefrid había perdido todo el empuje. En lugar de venir a por nosotros a la carrera, se nos acercaban a paso lento. Recuerdo que adelanté mi escudo, el estruendo de nuestros dos escudos al estrellarse y el choque contra el peso de Sigefrid. El debió de tener una sensación parecida, puesto que ninguno de los dos perdimos el equilibrio. Blandió la espada contra mí y sentí un golpe seco contra el escudo, al tiempo que yo hacía lo mismo. Había envainado a
Hálito-de-Serpiente,
una espada de primorosa factura, pero de poco sirve una espada larga cuando, como amantes, estamos a solas tan cerca del adversario. Eché mano de
Aguijón-de-avispa
, mi espada corta, busqué un hueco entre los escudos enemigos y lancé un tajo, pero no encontré nada.

Sigefrid se abalanzó contra mí y los dos retrocedimos. Los muros de escudos chocaron entre ellos. En ambos bandos, los hombres peleaban y juraban, gritaban y cargaban. Blandida por el hombre que estaba a espaldas de Sigefrid, reparé en un hacha que se me venía encima, pero Clapa, por detrás, alzó el escudo y paró el golpe, un hachazo tan fuerte que su escudo se estrelló contra mi casco. Por un instante no vi nada, pero sacudí la cabeza y recuperé la visión. Otro hombre había hundido la hoja de su hacha en mi escudo y trataba de arrebatármelo tirando de la parte superior, pero estaba entrelazado con el de Sigefrid con tanta fuerza que no consiguió moverlo. Sigefrid me escupía en la cara y no dejaba de echar pestes contra mí, mientras yo le llamaba hijo de puta y cabrón, e intentaba clavarle a
Aguijón-de-avispa
. Había dado con algo sólido por detrás del muro de escudos enemigo, de modo que hundí la hoja hacia delante, con fuerza, sin parar. A día de hoy, no sé todavía el estropicio que provocó.

Los bardos hablan de estas cosas, pero ninguno de los que conozco ha estado jamás en primera fila en un muro de escudos. Cacarean las proezas del guerrero y dejan constancia de los hombres que liquidó. Loan la rapidez con que regía su espada y las grandes carnicerías que llevó a cabo, la realidad era bien distinta. Las espadas estaban herrumbrosas y los hombres juraban, se daban empellones y sudaban. Una vez que los escudos entrechocaban y comenzaba el forcejeo no morían muchos hombres, porque no había sitio siquiera para blandir una espada. La matanza de verdad comenzaba cuando se abría una brecha en el muro de escudos, pero el nuestro resistió el primer ataque. No veía mucho, porque llevaba el casco caído sobre los ojos, pero recuerdo a Sigefrid con la boca abierta, aquellos dientes podridos y aquellos escupitajos amarillos. No dejaba de maldecirme, igual que yo a él mientras mi escudo iba de un lado para otro entre aquellos apretujones y los hombres no dejaban de gritar. De repente, se oyó un chillido; luego, escuché otro, y Sigefrid, de repente, retrocedió. Se apartaban de nosotros. Por un momento, pensé que trataban de tentarnos para que abandonáramos el arco de la puerta, pero me quedé donde estaba. No me atreví a exponer mi reducido muro de escudos más allá de la arcada, porque los enormes muros de piedra protegían nuestros flancos. Se oyó un tercer chillido y, por fin, comprendí, qué era lo que echaba para atrás a los hombres de Sigefrid. De de las murallas, les arrojaban enormes moles de piedra. Como Pyrlig y sus hombres no tenían que repeler ninguna embestida, arrancaban trozos de la muralla y los lanzaban contra enemigo. Le habían dado en la cabeza al hombre que esta detrás de Sigefrid, y éste había tropezado con él.

—¡Quietos todos! —grité a mis hombres, que tenían ganas de echar a correr y sacar ventaja de la confusión que reinaba en las filas enemigas, lo que habría supuesto abandonar el refugio que nos ofrecía la puerta—. ¡Quietos todos! —grité enfurecido, y eso fue lo que hicieron.

Era Sigefrid quien emprendía la retirada. Parecía furioso y confundido. Había confiado en lograr una fácil victoria y en vez de eso, había perdido algunos hombres y nosotros habíamos salido ilesos. Cerdic tenía la cara cubierta de sangre, pero negó con la cabeza cuando le pregunté si estaba herido. A mis espaldas, escuché un tumulto, y mis hombres, encajonados bajo el arco, se estremecieron al observar al enemigo que se acercaba por la calle. Pero allí estaba Steapa; así que ni me molesté en darme la vuelta para contemplar la pelea; estaba seguro de que sabría cómo componérselas. Por encima de mí, oí espadas que entrechocaban, y caí en la cuenta de que también Pyrlig se estaba jugando el pellejo.

Al ver que los hombres de Pyrlig estaban peleando y pensando que aquella circunstancia le libraría de la lluvia de pedruscos, Sigefrid ordenó a sus hombres que se preparasen para combatir.

—¡Matad a esos cabrones! ¡Acabad con ellos! —les decía enardecido—. Pero a ese grandote lo quiero vivo —dijo, al tiempo que me señalaba con la espada, cuyo nombre recordé en aquel momento:
Aterradora
—. ¡Ya eres mío —me gritó— y te crucificaré! ¡A ti, sí! —se echó a reír, enfundó a
Aterradora
y se hizo con un hacha de guerra de mango largo que llevaba uno de sus hombres. Me dedicó una perversa sonrisa, se protegió con su escudo con la enseña del cuervo y gritó a sus hombres que siguieran adelante—: ¡Matadlos a todos! ¡A todos, menos a ese cabrón alto! ¡Acabad con ellos!

En esta ocasión, en lugar de arremeter y empujarnos contra la puerta, igual que un tapón por el cuello de una botella, ordenó a sus hombres que se detuvieran a la distancia de una espada, mientras trataban de derribar nuestros escudos con las hachas de guerra de mango largo. Lo que hacía que nuestro empeño resultase casi inalcanzable.

En un enfrentamiento en un muro de escudos, un hacha es un arma muy peligrosa. Aunque no lo eche abajo puede hacerlo astillas. Notaba los hachazos de Sigefrid contra mi protección, incluso llegué a ver el filo del arma por una hendidura que hizo en la madera de tilo. No podía hacer otra cosa que resistir. No me atreví a dar un paso adelante porque habría desbaratado nuestro muro y, si el muro de escudos avanzaba, los hombres de los flancos quedarían desprotegidos y se enfrentarían a una muerte segura.

Una espada me lanzaba estocadas a los tobillos, y noté que un hacha más venía a estrellarse contra mi escudo. Llovían hachazos sin parar sobre la corta hilera que formábamos; la defensa se iba desmoronando; la muerte rondaba al acecho. Yo no blandía hacha alguna porque, si bien reconocía sus letales consecuencias, era un arma que nunca me había gustado. Empuñaba a
Aguijón-de-avispa
, con la esperanza de que Sigefrid se acercase un poco más para pasar la hoja por detrás de su escudo y clavársela en su voluminosa barriga, pero se mantenía a la distancia del mango largo del hacha. Como tenía el escudo hecho trizas, me imaginé que no tardaría en oír un crujido en mi antebrazo, que pronto sería un amasijo inservible de sangre y huesos astillados.

Me arriesgué a dar un paso adelante. Lo hice de repente, de modo que el hachazo de Sigefrid fue a parar al vacío, aunque me magulló el brazo izquierdo con el mango. No le quedó más remedio que bajar el escudo para hacer un molinete con el hacha, momento que aproveché para clavarle a
Aguijón-de-avispa
: la hoja chocó contra su hombro derecho, pero su costosa cota de malla resistió. Retrocedió. Le di un tajo en la cara, pero adelantó su escudo contra el mío empujándome hacia atrás y, al cabo de un instante, su afilado metal volvía a golpear con violencia contra mi escudo. Hizo una mueca, con aquellos dientes podridos, la mirada colérica y la barba enmarañada.

—Os quiero vivo —dijo, mientras volteaba el hacha de lado, aunque me las arreglé para pegar el escudo contra mí, de forma que el filo fue a estrellarse contra el tachón—. Os quiero con vida —repitió—, para que sepáis cuál es la muerte reservada a los hombres que quebrantan sus promesas.

—No os he prestado ningún juramento —repuse.

—Pero moriréis, como si tal hubierais hecho —replicó—, con las manos y los pies clavados a una cruz, y no dejaréis de gritar hasta que me canse —añadió, mientras hizo un gesto de nuevo para tomar impulso con el arma y descargar el golpe definitivo que acabase con mi escudo—. Desollaré vuestro cadáver, el cadáver de Uhtred el Traidor —continuó—, recubriré mi escudo con vuestra piel curtida, me mearé en vuestra garganta sin vida y bailaré sobre vuestros huesos —volteó el hacha, y el cielo se nos vino encima.

De la muralla, se había desprendido toda una hilera de pesadas piedras que fue a caer sobre las filas de Sigefrid. No había más que polvo y gritos de hombres heridos. Seis guerreros estaban tendidos en el suelo, o llevándose las manos a sus huesos destrozados. Como todos quedaban detrás de Sigefrid, éste se volvió, atónito, momento en el que Osferth, el hijo bastardo de Alfredo, tomó la decisión de saltar desde lo alto de la muralla.

Podría haberse roto los tobillos en aquel salto a la desesperada, pero seguía con vida. Se vino al suelo entre los cascotes y los cuerpos destrozados de los hombres de Sigefrid que formaban la segunda hilera, chillando como una muchacha mientras dirigía su espada contra la cabeza de aquel fornido hombre del norte. La hoja cayó sobre el casco de Sigefrid, sin llegar a traspasar el metal, aunque debió de dejarle atontado un momento. Di un par de pasos adelante, abandonando el muro de escudos, dirigí lo que quedaba de mi escudo contra aquel hombre aturdido y le clavé a
Aguijón-de-avispa
en el muslo izquierdo. En esa ocasión, sí que consiguió abrirse paso por los vericuetos de su cota de malla, y giré la daga rasgándole la carne. Sigefrid no acababa de creérselo y, en ese instante, Osferth, con rostro aterrorizado, clavó la espada en los riñones del hombre del norte. No creo que se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Se había meado encima de miedo, estaba aturdido, confuso; su rival había vuelto en sí y se disponía a acabar con él; Osferth sólo lanzaba mandobles a la desesperada, pero con el ímpetu suficiente para traspasar la capa de piel de oso, la cota de malla y, de paso, al propio Sigefrid.

El hombretón daba gritos de agonía. A mi lado, Finan bailaba, como hacía siempre que peleaba, engañando con un remedo de estocada al hombre que estaba junto a Sigefrid; giró la hoja y le cruzó la cara con la espada, al tiempo que, a voces, le decía a Osferth que se uniera a nosotros.

El terror había paralizado al hijo de Alfredo. De no haberme desprendido de lo que quedaba de mi escudo y, dejando atrás a un Sigefrid que vociferaba, echado a correr para llevarme a Osferth de allí, no creo que hubiera durado ni un segundo con vida. Lo empujé hasta colocarlo en la segunda fila y, sin escudo para protegerme, me dispuse a esperar el siguiente ataque.

—Gracias, Señor; gracias, Dios mío —decía Osferth, sin parar; resultaba patético.

Sigefrid estaba de rodillas, quejándose. Dos hombres lo sacaron de allí, y reparé en Erik, espantado al ver que su hermano estaba herido.

—¡Ven y lucha hasta morir! —le grité; Erik sólo respondió a mi grito encolerizado con una mirada triste. Movió la cabeza afirmativamente, como si aceptase aquella costumbre que me obligaba a provocarlo, pero como si tal amenaza no mermase ni un ápice el aprecio que sentía por mí—. ¡Vamos —le insistía—, atrévete a probar a
Hálito-de-Serpiente
!

—A su debido tiempo, lord Uhtred —me respondió, con cortesía, como un reproche al desafío que le lanzaba. Se inclinó sobre su hermano herido, y la difícil situación de Sigefrid bastó para que el enemigo dudase antes de disponerse a atacarnos de nuevo. La perplejidad duró lo bastante como para que, al darme la vuelta, comprobase que Steapa había dado buena cuenta del ataque que habían intentado los de la ciudad.

—¿Qué está pasando ahí arriba? —le pregunté a Osferth.

—¡Gracias, mi Señor Jesús! —acertó a balbucir, mientras me miraba con el rostro desencajado.

—¿Que qué está pasando ahí arriba? —le grité, golpeándole en la barriga con el puño izquierdo.

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