—Nada, señor. Los paganos no pueden ir escaleras arriba —me dijo aturdido, titubeando de nuevo, hasta que logró expresarse con claridad.
Eché un vistazo al enemigo. Pyrlig aguantaba en lo alto del baluarte. Steapa hacía lo propio en el lado de la puerta que daba a la ciudad. No me quedaba otro remedio que resistir a cualquier precio. Me llevé la mano al amuleto del martillo, rocé con la mano izquierda el pomo de
Hálito-de-Serpiente
y di gracias a los dioses por seguir con vida.
—Dadme vuestro escudo —le dije a Osferth, arrebatándoselo de las manos, e introduciendo el brazo magullado en las tiras de cuero, sin perder de vista al enemigo, que se disponía a formar un nuevo muro.
—¿Habéis visto a los hombres de Æthelred? —le pregunté a Osferth.
—¿Æthelred? —me contestó, como si nunca hubiese oído aquel nombre.
—¡Mi primo! —rezongué—. ¿Le habéis visto?
—¡Oh, sí, señor! ¡Ya está cerca! —repuso Osferth, como si me informase de un hecho banal, o me dijese que había visto que llovía a lo lejos.
—¿Está cerca? —dije, volviéndome para mirarle en aquel momento.
—Sí, mi señor —contestó Osferth.
Efectivamente, allí estaba Æthelred. La pelea, más o menos, concluyó allí, porque Æthelred no había olvidado su propósito de atacar la ciudad. En aquellos momentos, cruzaba con sus hombres el Fleot y, por la retaguardia, atacaba al enemigo, que huía hacia el norte en busca de la puerta más cercana. Fuimos tras ellos durante un rato. Desenvainé a
Hálito-de-Serpiente
, un arma magnífica para luchar en campo abierto, y alcancé a un danés demasiado gordo para escapar a toda prisa. Se volvió, arremetió contra mí con su espada. Gracias al escudo que había tomado prestado, la intentona quedó en simple amago, y lo envié al salón de los muertos con un mandoble de los míos. Los hombres de Æthelred no dejaban de gritar, mientras peleaban ladera arriba; en ese momento, recordé que podían confundir a los míos con el enemigo y di una voz para que todos regresasen a la Puerta de Ludd. El arco estaba vacío, aunque a ambos lados había cadáveres ensangrentados y escudos destrozados. El sol ya estaba en lo alto; un velo de nubes sólo dejaba pasar una sucia luz amarillenta.
Algunos de los hombres de Sigefrid murieron al pie de las murallas. Estaban tan aterrorizados que los hubo que encontraron la muerte en aquellos azadones afilados. Pero la mayoría llegó hasta la siguiente puerta y se dispersaron por la ciudad vieja, donde conseguimos atraparlos.
Fue una labor tan sangrienta como escandalosa. Aquellos que no habían abandonado el recinto amurallado iban recuperándose, poco a poco, de la derrota sufrida. Permanecieron en las murallas, hasta que comprendieron que la muerte les acechaba, momento en el que echaron a correr por calles y callejones atestados de hombres, mujeres y niños que huían del ataque de los sajones. Corrieron hacia las colinas de terrazas escalonadas que rodeaban la ciudad, en busca de los botes amarrados a los muelles que había más allá del puente. Algunos de ellos, lo más necios, trataron de poner a salvo sus pertenencias, decisión fatal porque, con aquellos fardos a cuestas, los atrapamos en plena calle y los liquidamos. Una muchacha gritó al verse arrastrada al interior de una casa por un guerrero de Mercia. Los muertos yacían en los arroyos, y los perros se acercaban a olisquearlos. En algunos edificios, ondeaba la cruz para advertir de que eran cristianos quienes allí vivían, protección que valía de poco si la muchacha de la casa era bonita. En el exterior de una puerta baja, un cura sostenía un crucifijo de madera, mientras proclamaba a voces que un grupo de mujeres cristianas había buscado refugio en una pequeña iglesia, pero al cura le rebanaron el cuello de un hachazo, mientras el tumulto continuaba. Atrapamos a un grupo de hombres del norte en el palacio; eran los encargados de custodiar los tesoros acumulados por Sigefrid y Erik; todos murieron y su sangre regó los pequeños azulejos del suelo de mosaico del salón romano.
Los hombres del
fyrd
fueron devastadores. Los soldados guardaban la disciplina y se mantenían juntos. Ellos fueron quienes expulsaron de Lundene a los hombres del norte. Me quedé en la calle que discurría al pie de la muralla que daba al río
,
la misma por la que habíamos llegado desde nuestros barcos medio hundidos; los fugitivos huían al vernos, como ovejas en presencia de lobos. El padre Pyrlig había atado la banderola con la cruz a la espada de un danés y la agitaba sobre nuestras cabezas, para que los hombres de Æthelred cayesen en la cuenta de que éramos de los suyos. Se oían gritos y aullidos procedentes de las calles de más arriba. Tropecé con el cadáver de una niña, con sus rubios rizos empapados en la sangre de su padre, que yacía muerto a su lado Su postrer gesto había sido tender el brazo hacia la niña. La mano, carente ya de vida, aún permanecía crispada junto al codo de la pequeña. No pude por menos que pensar en mi propia hija, en Stiorra.
—¡Mi señor, mi señor! —me llamó a gritos Sihtric, mientras señalaba a algún sitio con la espada.
Había visto que un numeroso grupo de hombres del norte, a quienes seguramente les habíamos cortado la retirada cuando trataban de llegar a los barcos, había buscado refugio en las ruinas del puente. El extremo norte del puente estaba guardado por un baluarte romano en el que se abría un arco, aunque hacía mucho que aquel pasaje carecía de salida: el camino que conducía hasta las vigas del puente que se habían venido abajo estaba ocupado por un muro de escudos, en la misma posición en que yo había dispuesto el nuestro en la Puerta de Ludd, es decir, con los flancos cubiertos por aquella enorme mole de piedra. Los escudos taponaban el arco, y observé no menos de seis hileras de hombres tras la línea del frente, formada por escudos redondeados y superpuestos.
Steapa rezongó algo en voz baja y balanceó el hacha:
—No —le dije, poniéndole una mano en aquel brazo que era como un escudo macizo.
—Vamos a hacerles un colmillo de jabalí a esos cabrones —dijo con rencor—. Acabemos con ellos.
—No —le insistí.
La táctica del colmillo de jabalí consistía en lanzar unos hombres en cuña contra un muro de escudos, como si formasen una espada humana, pero nada sería capaz de desbaratar el muro de escudos de aquellos hombres del norte. Estaban demasiado comprimidos bajo el arco y, por si fuera poco, desesperados; cualquier hombre en semejantes circunstancias es capaz de luchar encarnizadamente por su vida. Al final seguramente morirían, pero se habrían llevado por delante a unos cuantos de mis hombres.
—Quedaos aquí —les dije a los míos. Me hice con el escudo prestado que me tendía Sihtric, le entregué mi casco y devolví a
Hálito-de-Serpiente
a su vaina. Pyrlig hizo lo mismo que yo y se quitó el casco—. No hace falta que vengáis conmigo —le aclaré.
—¿Y por qué no habría de hacerlo? —me preguntó, con una sonrisa. Le pasó el estandarte que enarbolaba a Rypere y dejó el escudo en el suelo. Encantado de llevar al galés como acompañante, los dos nos dirigimos a la entrada del puente.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —me presenté ante los hombres de rostro tenso que me observaban por encima de sus escudos—. Os juro que, si lo que buscáis es celebrarlo esta noche en el salón de los muertos de Odín, estoy dispuesto a enviaros allí.
Atrás quedaba el griterío de la ciudad y un humo denso se alzaba hasta el cielo. Los nueve hombres que formaban la primera hilera del enemigo se me quedaron mirando, pero no abrieron la boca.
—Pero si queréis disfrutar de los goces de este mundo durante un poco más de tiempo —continué—, tendréis que hablar conmigo.
—Sólo obedecemos las órdenes de nuestro
jarl
—aventuró uno de los hombres.
—¿Quién es?
—Sigefrid Thurgilson —afirmó.
—Un gran guerrero —repuse. No hacía ni dos horas que se había dirigido los insultos más soeces, pero ahora había llegado el momento de hablar con tranquilidad, el instante de llegar a un acuerdo con el enemigo y salvar la vida de mis hombres—. ¿Sigue con vida el
jarl
Sigefrid? —me interesé.
—Así es —repuso el hombre al instante, dando a entender con un movimiento de cabeza que Sigefrid se hallaba en el puente, en algún sitio a sus espaldas.
—En ese caso, ve y dile que Uhtred de Bebbanburg desea hablar con él para llegar a un acuerdo sobre si vivirá o morirá.
No se trataba de una decisión mía. Las Parcas ya la habían tomado por mí: yo no era más que un instrumento en sus manos. El hombre que había hablado transmitió el mensaje que le había dado al hombre que tenía detrás, y aguardé. Pyrlig no dejaba de rezar, aunque nunca llegué a preguntarle si implorando misericordia para quienes gritaban a nuestras espaldas o para acabar con los hombres que teníamos delante.
Al cabo de un rato, el impenetrable muro de escudos que obstruía el arco se deshizo, mientras los hombres dejaban expedito un camino en el centro.
—El
jarl
Erik hablará con vos —me dijo el hombre.
Pyrlig y yo fuimos al encuentro con el enemigo.
Mi hermano dice que debería mataros —tales fueron las palabras con que me saludó Erik.
El pequeño de los hermanos Thurgilson me esperaba en el puente y, si bien sus palabras habían sonado amenazadoras, no reflejaba lo mismo su rostro, que parecía tranquilo y sosegado, como si no creyese lo que acababa de decir. Tenía el pelo oscuro, recogido bajo un casco liso, y su preciosa cota de malla manchada de sangre; advertí un desgarrón en la parte baja, supuse que causado por una espada que se le había colado por debajo del escudo, pero no veía indicio alguno de que estuviera herido. Sigefrid, por el contrario, sufría lo indecible. Pude verlo tumbado en el paso del puente, encima de su capa de piel de oso, sin dejar de moverse y retorcerse de dolor, entre dos hombres que lo atendían.
—Vuestro hermano —dije, sin apartar los ojos de Sigefrid— es de esos hombres que piensan que la muerte es la única respuesta para todo.
—En ese sentido, se parece mucho a vos —repuso Erik, con una sonrisa desmayada—, si estáis a la altura de lo que se comenta.
—A ver, ¿qué se dice de mí? —pregunté, llevado por la curiosidad.
—Que matáis como un hombre del norte —contestó Erik que en ese momento, se volvió para mirar río abajo: una flota reducida de embarcaciones danesas y de hombres del norte había conseguido salir de los muelles, y ahora remaba contra la corriente intentando socorrer a los fugitivos que se agolpaban en las orillas del río, a pesar de que los sajones estaban a punto de darles alcance. En los embarcaderos los hombres se daban empellones, enzarzados en cruel pelea—. En ocasiones pienso —añadió Erik con tristeza— que el significado real de la vida es la muerte: la adoramos y la procuramos, porque creemos que nos conduce a la felicidad.
—Yo no soy un adorador de la muerte —dije.
—Pero sí lo son los cristianos —puntualizó Erik, clavando sus ojos en Pyrlig, que lucía su cruz de madera por encima de su cota de malla.
—No es así —aseguró Pyrlig.
—En ese caso, ¿por qué lleváis la imagen de un hombre muerto? —replicó Erik.
—¡Nuestro Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos —le explicó Pyrlig, convencido—, venció a la muerte! Murió para darnos la vida y, gracias a su muerte, recuperó su propia vida. La muerte, mi señor, no es más que una puerta que se abre a la otra vida.
—Entonces, ¿por qué nos da miedo morir? —preguntó Erik, en un tono que daba a entender que no esperaba respuesta.
Unos cuantos fugitivos se habían apoderado de las dos embarcaciones que habíamos utilizado para cruzar la brecha del puente; una de ellas se había ido a pique a pocos metros del embarcadero en el que habíamos acostado, y ahora estaba volcada de lado, medio hundida. Los hombres se habían arrojado al agua, donde muchos debían de haberse ahogado, pero otros se las habían apañado para llegar hasta la fangosa ribera, donde morían a manos de guerreros enardecidos, armados con lanzas, espadas, hachas y azadones. Los supervivientes se aferraban a lo que quedaba de la embarcación, tratando de protegerse de un puñado de arqueros sajones cuyas flechas de caza se estrellaban contra los tablones del barco. Aquella mañana, la muerte merodeaba por todas partes. Las calles de la ciudad conquistada hedían a sangre, recorridas por los gemidos de las mujeres que iban de un lado para otro, bajo un cielo amarillento mancillado por el humo.
—Confiamos en vos, lord Uhtred —afirmó Erik, en tono desabrido—. Ibais a traer a Ragnar, ibais a ser rey de Mercia, nos ibais a entregar la isla de Britania.
—El hombre muerto mintió —repuse—. Björn mintió.
Erik se paró a mirarme, muy serio.
—Dije que no deberíamos poneros a prueba y engañaros, pero el
jarl
Haesten insistió —replicó, encogiéndose de hombros; a continuación se quedó mirando al padre Pyrlig, apreciando en lo que valían su cota de malla y el perfecto acabado de los pomos de sus espadas—. Pero vos también nos engañasteis, lord Uhtred —añadió Erik—, porque estoy seguro de que sabíais que este hombre no era cura, sino guerrero.
—Ambas cosas —afirmé.
Erik esbozó un gesto, como acordándose de la facilidad con que Pyrlig había derrotado a su hermano en el circo.
—Vos mentisteis —continuó con tristeza—, igual que mentimos nosotros; pero, si unimos nuestras fuerzas, todavía podemos apoderarnos de Wessex. ¿Qué me respondéis —preguntó, mientras se volvía a mirar al paso del puente—, en este instante, en que no sé si mi hermano vivirá o morirá? —dijo haciendo otro gesto.
Sigefrid estaba inmóvil y, por un momento, se me pasó por la cabeza que a lo mejor ya se encontraba en el salón de los muertos pero, en aquel instante, volvió la cabeza y me erigió una mirada funesta.
—Rezaré por él —dijo Pyrlig.
—Sí, hacedlo, os lo ruego —repuso Erik, con sencillez
—¿Qué he de hacer yo? —pregunté.
—¿Vos? —replicó Erik, frunciendo el ceño, como si mi pregunta le hubiese sumido en la perplejidad.
—¿Debo permitir que sigáis con vida, Erik Thurgilson, o he de arrebatárosla? —le pregunté.
—Descubriréis que no es tan fácil acabar con nosotros —contestó.
—Pero lo haría, si fuese necesario —respondí.
Toda la negociación quedaba resumida en esas dos frases. Lo cierto era que Erik y los suyos estaban atrapados y sin salida; pero, para acabar con ellos, tendríamos que abrirnos camino a través de un temible muro de escudos y hacer frente a unos hombres desesperados, que sólo pensarían en llevarse por delante a tantos de nosotros como pudieran. Podía perder veinte o más hombres en el empeño, sin contar con quienes habrían de quedar tullidos de por vida. Era un precio que no estaba dispuesto a pagar y Erik lo sabía, igual que era plenamente consciente del precio que tendría que satisfacer él, si no se avenía a razones.