Nunca fue rey de Mercia, aunque anhelaba serlo. Bien se encargó Alfredo de que así fuera, porque no quería que en Mercia hubiera rey. Quería que un hombre leal a él gobernase Mercia y se las ingenió para que tan fiel servidor dependiese del dinero que recibía de los sajones de Wessex, y Æthelred fue la persona que eligió para tal cometido. Recibió el título de
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de Mercia y en todo, menos en el nombre, actuaba como rey, aunque los daneses del norte de aquel territorio nunca reconocieron su autoridad. Sí reconocían su superioridad, como yerno de Alfredo que era, razón por la que los
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sajones del sur de Mercia lo aceptaron. Quizá no les convenciese el
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Æthelred, pero sabían que bastaba una palabra suya para que las tropas sajonas de Wessex acudiesen a sofocar cualquier incursión danesa en el sur.
Así fue cómo un día primaveral, en Wintanceaster, un día luminoso y soleado, mientras los pájaros cantaban, Æthelred adquirió su posición. Entró muy ufano en la nueva enorme iglesia construida por Alfredo, luciendo una amplia sonrisa en su rostro de barba pelirroja. Quizás, en sus fantasías, pensase que los demás le apreciaban, y seguramente había hombres que lo estimaban, pero yo no. Mi primo era de pocas luces, pendenciero y jactancioso, de mandíbula ancha y agresiva, y mirada desafiante. Doblaba en edad a la novia y, durante casi cinco años, había estado al frente de la guardia personal de Alfredo, un nombramiento que había recibido más por nacimiento que por sus dotes. Gracias a su buena estrella, había heredado unas tierras que se extendía por casi todo el sur de Mercia, lo que le había convertido en el noble más importante de aquellos territorios y, aunque me cueste aceptarlo, en el caudillo natural de aquellos tristes parajes. No tengo inconveniente en reconocer, sin embargo que era un mierda.
Pero Alfredo nunca se dio cuenta. Estaba cegado con la extravagante devoción que le profesaba Æthelred, quien nunca estaba en desacuerdo con lo que decía el rey de Wessex. Sí, mi señor; no, mi señor; permitidme que vacíe vuestro orinal, mi señor, y tened la bondad de dejarme lamer vuestro regio culo, mi señor. Así era Æthelred y, como recompensa, recibió a Æthelflaed.
La joven llegó a la iglesia al poco de haber hecho su entrada Æthelred; iba tan sonriente como el novio. Se notaba que estaba enamorada de verdad, transportada en un especie de éxtasis que traslucía su dulce y radiante rostro. Es una muchacha esbelta, que ya movía las caderas al andar. Tenía unas piernas largas y finas, y una nariguilla chata, sin cicatriz alguna de enfermedad. Llevaba un vestido de lino de color azul claro, con entrepaños bordados de santos con sus aureolas y cruces, y un cinturón de tela dorada, con unas bolas y unas campanillas de plata colgando. Se cubría los hombros con una capa de hilo blanco, que llevaba sujeta al cuello con un broche de cristal, y que arrastraba al andar sobre las hierbas que crecían entre las losas del pavimento. El pelo, tan rubio y brillante, lo llevaba enrollado en un moño que sujetaba con alfileres de marfil. Aquel día de primavera era la primera vez que lucía el cabello peinado, dejando al descubierto su largo y delicado cuello, símbolo de que era una mujer casada. Estaba realmente preciosa.
Mientras caminaba hacia el altar, vestido y adornado de blanco, cruzó una mirada conmigo, y en sus ojos, rebosantes de alegría, pareció brillar un fulgor renovado. Me sonrió, le devolví la sonrisa, y rompió a reír de felicidad, antes de seguir andando al encuentro de su padre y del hombre que iba a ser su marido.
—Parece que te tiene mucho cariño —comentó Gisela, con una sonrisa.
—Hemos sido amigos desde que era niña —contesté.
—Todavía lo es —añadió Gisela, en voz baja, mientras la novia se adelantaba hasta el altar, cubierto de flores y presidido por una cruz.
Recuerdo que pensé que Æthelflaed iba a ser sacrificada en aquel altar, pero si así fuera, parecía la víctima propiciatoria más condescendiente del mundo. Siempre había sido una niña traviesa y revoltosa y estaba seguro de que se ponía furiosa al tener que someterse a la mirada de su amargada madre y a las rígidas normas de su padre. Veía el matrimonio como una forma de escapar de la devota y austera corte de Alfredo, y aquel día era tanta su felicidad que ella sola llenaba la nueva iglesia del rey. Me fijé en cómo lloraba Steapa, quizás el mejor guerrero de Wessex. Al igual que yo, le tenía mucho cariño a Æthelflaed.
En la iglesia habría casi trescientas personas. Emisarios que habían llegado desde los reinos de Frankia, al otro lado del mar, al igual que de Northumbria, Mercia, Anglia Oriental y los reinos de Gales. Aquellos hombres, al igual que lo curas y nobles, ocupaban sitios de honor, cerca del altar. Los
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y otros potentados de Wessex estaban allí también mientras que, alrededor del altar, había una negra bandada de curas y monjes. No presté demasiada atención a la misa porque Gisela y yo estábamos colocados al final de la iglesia y charlábamos con unos amigos. Sólo una vez un cura no exigió silencio con gesto autoritario, pero ninguno nos dimos por aludidos.
Hild, abadesa de un monasterio de Wintanceaster, estrechó a Gisela entre sus brazos. Gisela tenía dos buenas amigas cristianas. En primer lugar, Hild, quien en una ocasión abandonó las órdenes para ser mi amante, y la otra era Thyra, hermana de Ragnar; con quien me había criado y a la que quería como a una hermana. Thyra era también danesa había crecido adorando a Thor y a Odín, pero se había convertido al cristianismo y había dejado su país para irse al sur a Wessex. Vestía como una monja. Un tosco hábito gris con capucha ocultaba su extraordinaria belleza. Un cíngulo que rodeaba su cintura, tan delgada como la de Gisela, pero, en aquellos momentos, rebosante por la preñez. La acaricié suavemente con la mano.
—¿Otro? —le pregunté.
—Y no tardará mucho —me contestó Thyra. Había parido tres hijos, uno de los cuales, un chico, aún vivía.
—Tienes un esposo insaciable —dije, con severidad fingida.
—Es la voluntad de Dios —repuso Thyra, muy seria, gracia que yo recordaba de su niñez se había esfumado después de la conversión, aunque lo más probable es que la hubiera perdido cuando los enemigos de su hermano la hicieron esclava en Dunholm. Sus captores la habían forzado y abusado de ella hasta volverla majareta. Aunque Ragnar y yo habíamos conseguido entrar en Dunholm para liberarla, fue su conversión al cristianismo lo que, de verdad, le salvó de la locura, hasta convertirla en aquella mujer apacible que me miraba tan seria.
—¿Cómo está tu marido? —le pregunté.
—Bien; muchas gracias —dijo, ruborizándose mientras hablaba. Thyra había encontrado el amor, no el de Dios, sino el de un buen hombre, y yo me alegraba.
—Como es natural, pondrás a la criatura el nombre de Uhtred, si es un chico —le dije, muy serio.
—Si el rey nos da su consentimiento —me contestó Thyra—, le llamaremos Alfredo y, si es una niña, se llamará Hild.
Lo que provocó que Hild diese un grito de alegría, Gisela les revelase que también estaba esperando y las tres se enzarzaran en una interminable discusión sobre recién nacidos. Me escabullí como pude y fui a ver a Steapa, con aquella cabeza y aquellos hombros que sobresalían por encima de los allí reunidos.
—¿Ya os habéis enterado de que voy a echar a Sigefrid y Erik de Lundene? —le pregunté.
—Algo había oído —me dijo, con su forma de hablar cachazuda.
—¿Vendréis conmigo?
Observé una fugaz sonrisa, que tomé por una aceptación. Tenía una cara que daba miedo, con una piel tan estirada por encima de su cráneo que parecía que siempre estaba haciendo muecas. En la batalla, era un hombre terrible, un magnífico guerrero, todo arrojo y manejaba la espada como nadie. Nacido esclavo, su complexión y sus dotes para luchar le habían ayudado a llegar muy lejos. Formaba parte de la guardia personal de Alfredo, tenía esclavos a sus órdenes y cultivaba un buen trozo de terreno en lo mejor de Wiltunscir. A la vista de aquel gesto de perpetuo enojo presente en su rostro, los hombres tenían buen cuidado de no enfrentarse con él, pero yo sabía que era un buen hombre No era listo, nunca fue un erudito, pero sí cariñoso y leal.
—Le pediré al rey que os deje venir conmigo —le dije.
—Quiere que me vaya con Æthelred —repuso Steapa.
—Sin embargo, desearíais estar con el hombre que dirige la batalla, ¿o no? —insistí.
Steapa me guiñó un ojo, con suficiente lentitud, como si tratase de digerir el insulto que le había hecho a mi primo.
—Claro que lucharé —repuso, mientras estrechaba con su enorme brazo los hombros de su esposa, una mujer menuda, con cara de preocupación y ojos pequeños. Nunca fui capaz de recordar su nombre, así que la saludé amablemente y me mezclé con la multitud.
Æthelwold dio conmigo. El sobrino de Alfredo se había dado a la bebida de nuevo y tenía los ojos inyectados en sangre. Había sido un hombre apuesto, pero ahora mostraba una cara redonda, surcada de venillas rojas y rotas bajo la piel. Me llevó hasta una de las naves laterales de la iglesia, bajo un estandarte en el que estaba escrito con letras bordadas en lana roja: «Si crees en Él, todo lo que le pidas a Dios lo recibirás. Cuando alguien le reza con fe y humildad, todo lo consigue». Me imaginé que las esposas y las damas de Alfredo habían bordado aquellas palabras, aunque el sentido de las mismas parecía haberlo inspirado el mismísimo Alfredo. Æthelwold me daba tales codazos que me hacía daño.
—Pensé que estabais de mi parte —me susurró, en tono de reproche.
—Y lo estoy —le dije.
Se me quedó mirando, sin creérselo del todo.
—¿Visteis a Björn?
—Contemplé a un hombre que se hacía pasar por muerto —repuse.
Hizo como que no había oído el comentario, lo que no dejó de sorprenderme. Recordé cómo le había afectado su encuentro con Björn, tanto que había permanecido sobrio una temporada. Sin embargo, ahora parecía darle igual el comentario desdeñoso que había hecho sobre aquel cadáver resucitado.
—¿No os dais cuenta de que es la mejor posibilidad que tenemos? —me preguntó, sin dejar de magullarme el codo.
—¿Nuestra mejor posibilidad de qué? —le pregunté, armándome de paciencia.
—De librarnos de él —me respondió con vehemencia, de forma que algunas de las personas que estaban a nuestro alrededor se volvieron a mirarnos. Callé la boca. Estaba claro que Æthelwold quería librarse de su tío, pero le faltaban arrestos para hacerlo por sí mismo y, por eso, no cejaba en la búsqueda de aliados, como yo. Me miró a los ojos y, evidentemente, no encontró lo que esperaba, porque me soltó el brazo.
—Quieren saber si le habéis pedido a Ragnar que acuda —dijo, en voz baja.
De modo que Æthelwold seguía en relación con Sigefrid; interesante, aunque no me sorprendió.
—No, no lo he hecho —le contesté.
—¿Por qué no, por el amor de Dios?
—Porque Björn mintió —repuse—: No está escrito en mi destino que haya de ser rey de Mercia.
—Si alguna vez llego a ser rey de Wessex —me contestó Æthelwold, decepcionado—, más vale que huyáis, si queréis seguir con vida.
Sonreí ante aquella amenaza, me lo quedé mirando sin parpadear y, al cabo de un rato, se dio media vuelta, musitando algo que no podía oír, pidiendo disculpas probablemente. Dirigió su peor mirada al otro lado de la iglesia.
—Esa puta danesa —dijo, en un arrebato.
—¿Qué puta danesa? —le pregunté, pensando por un segundo que podía referirse a Gisela.
—Ésa —dijo, haciendo un gesto hacia Thyra—, la que se casó con ese idiota. La furcia devota. La que tiene la panza bien llena.
—¿Thyra?
—Es hermosa —comentó Æthelwold, desafiante.
—Lo es.
—¡Y está casada con un viejo imbécil! —insistió, dirigiendo a Thyra una mirada de asco—. Cuando haya parido al cachorro que lleva dentro, la tumbaré de espaldas —añadió— y ya le enseñaré yo cómo riega un campo un hombre de verdad.
—¿Sabéis que es amiga mía? —le pregunté.
Pareció asustarse. Estaba claro que nada sabía del gran cariño que me unía a Thyra, y trataba de dar marcha atrás.
—Sólo he dicho que era hermosa —comentó, de malhumor—, nada más.
Sonreí y le dije al oído, en un susurro:
—Tócala, y te meto una espada por el ojo del culo, te rajo desde los cojones hasta la garganta y echo tus tripas a los cerdos. Hazlo, Æthelwold, sólo una vez, y estarás muerto.
Me aparté de él. Era un imbécil, un borracho y un lascivo, y lo dejé por imposible. En lo que no anduve muy acertado, como se verá. Después de todo, él era el rey legítimo de Wessex, pero sólo él y algunos pocos tan locos como él pensaban que debería ocupar el trono de Alfredo. Porque, al contrario que su sobrino, Alfredo era sobrio, inteligente, trabajador y mantenía su palabra.
También él parecía feliz aquel día. Estaba presente en el matrimonio de su hija con un hombre al que quería casi tanto como a un hijo, escuchaba los cánticos de los monjes, contemplaba la iglesia que él había construido, con sus vigas doradas y las estatuas policromadas y se daba cuenta de que, gracias a ese matrimonio, pasaba a dominar el sur de Mercia.
Lo que significaba que Wessex, al igual que los niños que Thyra y Gisela llevaban en su vientre, seguía creciendo.
* * *
El cura Beocca vino a verme a la salida de la iglesia, donde los invitados a la boda estábamos tomando el sol, esperando a que nos avisasen para asistir al festín en el palacio de Alfredo.
—Hay que ver cuánta gente estaba hablando en la iglesia —se me quejó Beocca—, y eso que era un día santo, Uhtred, un día sagrado. Celebrábamos un sacramento, ¡pero la gente hablaba como si estuviese en un mercado!
—Lo mismo que hacía yo —le contesté.
—¿De verdad? —preguntó, mirando a otra parte—. Bien sabéis que eso no se puede hacer. ¡Es de mala educación y un insulto a Dios! ¡Me dejáis atónito, Uhtred, no tengo palabras! ¡Estoy disgustado!
—Así son las cosas, padre —respondí, con una sonrisa.
Beocca llevaba reprobando mi conducta desde hacía años. De niño, él había sido el cura y el confesor de mi padre y, como yo, había huido de Northumbria cuando mi tío se quedó con Bebbanburg. Había encontrado cobijo en la corte de Alfredo, porque el rey se deleitaba con su devoción, sus enseñanzas y su entusiasmo. El favor regio de que disfrutaba había logrado que dejaran de burlarse de él, que era, a decir verdad, uno de los hombres más feos con que uno podía toparse en Wessex. Tenía una pata de palo, la mano izquierda paralizada, y por si esto fuera poco, era bizco. No veía nada en aquel ojo extraviado, que se le había puesto tan blanco como el pelo, porque ya tenía casi cincuenta años. Los niños se burlaban de él cuando iba por la calle; había personas que se santiguaban, porque pensaban que semejante fealdad era una marca del diablo, aunque, en realidad, era el mejor cristiano que he conocido en toda mi vida.