Alfredo, seguido por Egwine, que ahora estaba al frente de su guardia, y seis de sus hombres inspeccionaron las nuevas almenas. Reparó en el barco de Ulf, pero no dijo nada. Sabía que tenía que contarle que Lundene había caído, pero decidí no darle la noticia hasta que me hubiera preguntado lo que quería saber. Parecía satisfecho de comprobar por sí mismo el trabajo que habíamos realizado y, tal y como esperaba, no encontró nada que criticar. La ciudadela de Coccham iba mucho más adelantada que las demás. En la siguiente fortaleza hacia el oeste, siguiendo el curso del Temes, la de Welengaford, apenas habían comenzado a remover la tierra y levantado una empalizada, mientras que los cimientos de las murallas de Oxnaforda se habían venido abajo durante una semana de intensas lluvias justo antes de las fiestas de Yule. Por el contrario, la fortificación de Coccham estaba casi concluida.
—Me han comentado —dijo el Alfredo— que el
fyrd
se muestra remiso a colaborar. ¿Es eso cierto?
El
fyrd
era el ejército de cada condado, y no sólo ayudaba a levantar las fortalezas, sino que proporcionaba la guarnición que las defendía.
—El
fyrd
es muy reacio a desempeñar este trabajo, mi señor —le contesté.
—Sin embargo, casi está acabado.
—Colgué a diez hombres —respondí, con una sonrisa—, y eso animó mucho a los demás.
Se detuvo en un sitio desde el que se contemplaba la parte baja del río. Una vista preciosa, gracias a los cisnes. Le observé. Las arrugas de su rostro parecían más profundas, la tez aún más pálida. Tenía cara de enfermo, pero es que Alfredo de Wessex era un hombre que siempre estaba indispuesto. Le dolía el estómago y también la barriga, y reparé en una mueca que hizo al sentir un latigazo de dolor.
—Tengo entendido que los colgasteis sin juicio previo —comentó, con frialdad.
—Eso hice, señor.
—Pero en Wessex tenemos leyes —dijo, con severidad.
—Y si no hubiéramos erigido la fortaleza —repuse—, Wessex ya no existiría.
—Disfrutáis desafiándome —añadió, en tono apacible.
—No, señor; os presté juramento de lealtad. Me limito a sacar adelante el trabajo que me habéis encomendado.
—En ese caso, no ahorquéis a más hombres sin un juicio justo —me replicó, para darme la espalda a continuación y dedicarse a contemplar la orilla de Mercia al otro lado del río—. Un rey tiene que impartir justicia, lord Uhtred. En eso consiste el oficio de rey. Si un territorio carece de rey, ¿cómo dispondrá de leyes? —continuó en tono conciliador, pero me estaba poniendo a prueba y, por un momento, me asusté. Ya me imaginaba que había venido para enterarse de lo que me había dicho Æthelwold, pero al hablar de Mercia y de que no había rey en aquel territorio, caí en la cuenta de que estaba al tanto de la conversación que habíamos mantenido aquella noche de viento helador y lluvia torrencial—. Hay hombres —continuó, sin apartar la vista de la ribera de Mercia— a quienes les gustaría ser reyes de esa tierra —se interrumpió un instante; yo estaba convencido de que sabía todo lo que Æthelwold me había dicho, pero planteó el asunto de forma tal que bastó para revelar su ignorancia—, como mi sobrino Æthelwold, por ejemplo.
—¡Æthelwold! —dije, mientras soltaba una carcajada, que resultó demasiado estentórea como para aparentar que estaba tranquilo—. ¡Ése no quiere ser rey de Mercia! ¡Aspira a ocupar vuestro trono, mi señor!
—¿Eso te ha dicho? —me preguntó, inesperadamente.
—Por supuesto que me lo ha dicho —repuse—. ¡Se lo dice a todo el mundo!
—¿Y por eso vino a veros? —preguntó Alfredo, incapaz de ocultar por más tiempo la curiosidad que sentía.
—Vino a comprarme un caballo, señor —le mentí—. Quería mi caballo,
Smoca,
y le dije que no —la piel de
Smoca
presentaba una curiosa mezcla de tonalidades grises y negras de ahí su nombre, «humo»; había ganado todas las carreras en las que había participado y, lo que es aún mejor, no le asustaban los hombres, los escudos, las armas ni el ruido Podría haber vendido aquel caballo a cualquier guerrero de Britania.
—¿Os habló de que aspiraba a ser rey? —me preguntó Alfredo, suspicaz.
—Por supuesto que sí.
—No me dijisteis nada en su momento —comentó, con voz cargada de reproches.
—Si os tuviera que advertir de cada vez que Æthelwold habla de traición —contesté—, no cesaríais de tener noticia mías. Por eso os digo en este momento que mejor haríais en cortarle la cabeza.
—Pero si es mi sobrino —dijo Alfredo, apurado—, de sangre real.
—Lo que no impide cortarle la cabeza —insistí.
—Pensé en hacerle rey de Mercia —dijo, agitando con enojo una mano, como si mi idea fuera una necedad—, pero creo que perdería el trono.
—Sin duda —asentí.
—Es débil —comentó Alfredo, con desprecio—, y Mercia necesita alguien que gobierne con mano de hierro, alguien capaz de meter miedo a los daneses —confieso que, en ese momento, pensé que se refería a mí y a punto estuve de darle las gracias, ponerme de rodillas y besarle la mano, pero no tardó en aclararme la idea que acariciaba—: vuestro primo, por ejemplo.
—¡Æthelred! —comenté, sin poder ocultar mi desprecio. Mi primo era un engreído, muy pagado de sí mismo, pero era un hombre cercano a Alfredo, tanto que iba a casarse con la hija mayor del rey.
—Puede ser el
ealdorman
de Mercia —añadió Alfredo—, y gobernar con todas mis bendiciones.
Es decir, que mi miserable primo gobernaría Mercia bajo la tutela de Alfredo y, para ser sincero, aquélla era una solución mejor para el rey que permitir que alguien como yo se hiciese con el trono de Mercia. Casado con Æthelflaed, Æthelred sería un súbdito fiel de Alfredo, y Mercia o, cuando menos, aquella parte del territorio al sur de Waeclingastraet sería como una provincia de Wessex.
—Si mi primo va a ser señor de Mercia —dije— ¿será también señor de Lundene?
—Claro está.
—En ese caso, hay una dificultad, señor —le dije, y debo confesar que encantado ante la perspectiva de que mi presuntuoso primo habría de vérselas con un millar de bárbaros mandados por señores del norte—. Hace dos días, llegó a Lundene una flota de treinta y un barcos —le referí—, a cuyo frente están los
jarls
Sigefrid y Erik Thurgilson. Haesten de Beamfleot se ha unido a ellos. Hasta donde yo sé, mi señor, Lundene está ahora en manos de los hombres del norte y de los daneses.
La primera reacción de Alfredo fue guardar silencio, mientras seguía contemplando el maravilloso espectáculo de los cisnes por el río desbordado. Estaba más pálido que nunca, y apretaba las mandíbulas.
—Parece que os alegráis —comentó con amargura.
—No era ésa mi intención, señor —repuse.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así, por Dios? —se preguntó, encolerizado, al tiempo que se daba media vuelta y contemplaba los muros de la ciudadela—. Los hermanos Thurgilson estaban en Frankia —añadió.
Yo no había oído hablar nunca de Sigefrid y Erik, pero Alfredo sí ponía todo su empeño en estar al tanto de las correrías de las hordas vikingas.
—Pues ahora están en Lundene —repliqué, sin miramiento alguno.
Guardó silencio de nuevo, pero yo sabía en qué estaba pensando: que el Temes era nuestra vía de comunicación con otros reinos, con el resto del mundo, y que si los daneses y los hombres del norte bloqueaban el río, Wessex que daría aislado del mundo exterior. Por supuesto que había otros puertos y otros ríos, pero el Temes era el gran río que atraía a barcos de todos los mares.
—¿Quieren dinero? —me preguntó, con resentimiento.
—Eso es cuestión de Mercia, señor —me atreví a decir.
—¡No seáis necio! —me espetó—. Cierto que Lundene está en Mercia, pero el río es tan nuestro como suyo —y me dio la espalda de nuevo, mirando río abajo, como si esperase distinguir a lo lejos mástiles de barcos vikingos—. Si no se van —comentó en voz baja—, habrá que expulsarlos.
—Así se hará, señor.
—Y ése será mi regalo de bodas para vuestro primo —añadió, con toda intención.
—¿Lundene?
—Y vos seréis el encargado de conseguirlo —continuó, con aspereza—. Haréis que Lundene quede de nuevo bajo la tutela de Mercia, lord Uhtred. Espero que para la festividad de san David ya sepáis de qué fuerza hemos de disponer para que yo pueda hacer ese regalo —y frunció el ceño, pensativo. Vuestro primo irá al frente de ese ejército, pero ahora anda muy ocupado como para disponer los preparativos de la campaña. Vos pondréis en marcha los planes necesarios y le aconsejaréis.
—¿Que yo…? —pregunté, de mal talante.
—Eso es lo que haréis —me dijo.
No se quedó a comer. Fue a rezar a la iglesia, dejó plata en el convento de las monjas, subió a bordo del
Haligast
y desapareció río arriba.
Y a mí no me quedaba otra que recuperar Lundene, y aceptar que mi primo Æthelred se llevase toda la gloria.
* * *
Los avisos para ir a ver al hombre muerto llegaron dos semanas más tarde, y me pillaron por sorpresa.
Todas las mañanas, a menos que la capa de nieve fuera demasiado gruesa para desplazarse, una multitud de demandantes esperaba a la puerta de mi casa. Yo era la autoridad en Coccham, el hombre que impartía justicia. Alfredo me había otorgado ese poder, porque sabía que era fundamental para que se construyese la ciudadela. También me había concedido otras prerrogativas. Recibía el diezmo de todas las cosechas del norte de Berrocscire: me llevaban cerdos, ganado y grano y, con lo que sacaba por ellos, pagaba las vigas que sostenían los muros y las armas que los guardaban. Era una circunstancia de la que podía aprovecharme y, como Alfredo no se fiaba de mí, dispuso que un astuto cura llamado Wulfstan me siguiese como mi sombra, con el único encargo de vigilar que no robase demasiado. Pero, en realidad, era él quien robaba.
Había aparecido en verano, luciendo una sonrisa taimada, para decirme que los derechos de tránsito que imponíamos a los mercaderes que viajaban por el río eran siempre impredecibles, lo que significaba que Alfredo no estaba del todo seguro de si hacíamos negocio a sus espaldas. Esperaba recibir mi aprobación; pero, en lugar de eso, lo que se ganó fue un buen coscorrón en su tonsurada cabeza. Lo puse en manos de Alfredo, debidamente custodiado, con una carta en la que describía sus manejos, y me dediqué a hacerme rico por mi cuenta. Aquel cura había sido un necio. Nunca hay que hablar con nadie de los delitos que cometemos, jamás, a no ser que sean tan graves que no haya manera de ocultarlos y, en ese caso, es preferible disfrazarlos como asuntos políticos o cuestiones de Estado.
No robé demasiado, no más de lo que se hubiera embolsado cualquier otro en mi posición, y comprobar cómo avanzaban los muros de la fortaleza bastó para que Alfredo pensase que obraba como es debido. Siempre me ha fascinado la construcción, y pocos de los placeres que nos dispensa la vida son equiparables al de tener la oportunidad de conversar con hombres entendidos en cortar, modelar y ensamblar vigas. Impartía justicia también, y lo hacía bien porque mi padre, que había sido el señor de Bebbanburg, en Northumbria, me había enseñado que las obligaciones de un señor eran para con sus súbditos, capaces de perdonarle cualquier exceso con tal de que los protegiera. De modo que todos los días me obligaba a escuchar la voz de los más desfavorecidos.
Recuerdo una mañana, debían de haber pasado dos semanas de la visita de Alfredo. Llovía a cántaros y un grupo numeroso de personas esperaba, de rodillas en el barro, a la puerta de mi casa. No recuerdo muy bien las reclamaciones, pero seguro que se trataba de las quejas normales, por los linderos de unas tierras o por alguna dote matrimonial que no se había satisfecho. Tomaba las decisiones con rapidez, apoyándome en la opinión que me merecía el comportamiento de los demandantes. Era de la opinión de que cualquier litigante que se mostrase agresivo era un mentiroso, mientras que los que lloraban me movían a compasión. No estoy seguro de que todas las decisiones que tomé fuesen correctas, pero la gente estaba contenta con las sentencias que dictaba y sabían que no aceptaba sobornos para favorecer a los ricos.
Recuerdo a un peticionario que apareció aquella mañana. Iba solo, cosa poco frecuente, porque la mayoría de los demandantes acudía en compañía de amigos o parientes dispuestos a jurar que tenían razón en lo que reclamaban, pero aquel hombre llegó solo y dejaba que los demás se le adelantasen. Estaba claro que quería ser el último en hablar conmigo; me temí que aquella conversación me llevase mucho tiempo, y tentado estuve de concluir la sesión aquella mañana sin concederle audiencia. Por fin, accedí a escucharle y su reclamación fue breve, gracias a Dios.
—Björn ha invadido mis tierras, señor —dijo; estaba de rodillas, y sólo llegaba a ver su pelo enredado, sucio y cubierto de costras.
Al principio, no caí en la cuenta al oír aquel nombre.
—¿Björn? —le pregunté—. ¿Quién es ese Björn?
—El hombre que, por las noches, se adentra en mis tierras, señor.
—¿Es un danés? —quise saber, perplejo.
—Sale de la tumba, señor —respondió aquel hombre. Entonces, me hice cargo de la situación y le insté a que guardase silencio para que el cura que transcribía las sentencias que dictaba no se enterase de nada.
Obligué al hombre a levantar la cabeza y contemplé su rostro demacrado. Por su forma de hablar, lo tomé por un sajón, pero quizá fuese un danés que hablase nuestro idioma a la perfección, así que le pregunté en danés:
—¿De dónde vienes?
—De un territorio que anda revuelto, señor —me contestó en esa lengua, aunque por su pronunciación estaba claro que no era danés.
—¿Del otro lado del camino? —le pregunté, en inglés, esta vez.
—Así es, señor —me respondió.
—¿Y cuando crees tú que Björn volverá a adentrarse en tus tierras?
—Pasado mañana, señor. Siempre aparece cuando sal la luna.
—¿Has venido para llevarme hasta allí?
—Así es, señor.
Y allá fuimos el día indicado. Gisela quería venir con nosotros, pero no se lo permití, porque no me fiaba de aquel aviso, y prueba de ello es que acudí en compañía de seis hombres: Finan, Clapa, Sihtric, Rypere, Eadric y Cenwulf. Los tres últimos eran sajones; Clapa y Sihtric, daneses, y Finan era un irlandés orgulloso que estaba al frente de mi propia guardia. Los seis me habían jurado lealtad. Mi vida estaba en sus manos, igual que yo disponía de las suyas. Gisela se quedó tras las murallas de Coccham, custodiada por el
fyrd
y por el resto de mi guardia personal.