También me despojé del mío, rematado con un lobo de plata como cimera.
Mi nombre es Uhtred, señor de Bebbanburg y, en aquella época, era un señor de la guerra. Ese era yo, vestido con cota de malla y cuero, embozado en una capa y armado, joven y fuerte. La mitad de mi ejército iba a bordo del barco de Ralla; la otra mitad, a caballo, andaba por el oeste, a las órdenes de Finan.
Confiaba en que rondarían por aquellos parajes, esperándonos, velando en mitad de la noche. A nosotros, los del barco, nos había tocado en suerte lo más fácil, porque bastaba con que siguiésemos el curso del negro río hasta encontrarnos con el enemigo; Finan, en cambio, había tenido que guiar a sus hombres por tierra firme en una noche tan oscura. Pero yo confiaba en Finan. Allí estaría, nervioso, gesticulando, deseoso de empuñar la espada.
A lo largo de aquel interminable y húmedo invierno, no era la primera vez que intentábamos una emboscada en el Temes, pero sí la primera que pintaba bien. Ya en dos ocasiones me habían dicho que los vikingos habían conseguido sortear la brecha del puente desplomado de Lundene para saquear los feraces y apacibles villorrios de Wessex; en ambas ocasiones, recorrimos el río de arriba abajo y no encontramos nada. Pero esta vez habían caído en la trampa. Acaricié la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente,
mi espada, y toqué el martillo de Thor, el amuleto que llevaba colgado al cuello.
Ayúdame a matarlos a todos, le pedí a Thor, a todos menos a uno.
Debía de hacer mucho frío aquella larga noche. El hielo cubría los surcos que la crecida del río había dejado en los campos, pero no recuerdo notarlo. Sí que recuerdo, en cambio, el nerviosismo. Eché mano de nuevo de
Hálito-de-Serpiente,
y me dio la sensación de que se estremecía. A veces me parecía que entonaba una canción, audible apenas pero penetrante. La canción del doble filo de su hoja que pedía sangre, la canción de la espada.
Nos abalanzamos sobre ellos y, más tarde, cuando todo hubo terminado, Ralla me comentó que no había dejado de sonreír ni un instante.
* * *
Por un momento, pensé que nuestra treta había fracasado porque los saqueadores no regresaron al barco hasta que el alba apuntó por el este. Imaginé que sus centinelas nos habrían avistado, pero no fue así. Las ramas del sauce llorón debieron de camuflarnos, o el naciente sol invernal los deslumbró; el caso es que no nos vieron.
Nosotros, sí que los vimos. Vimos a unos hombres vestidos de cuero que tiraban de un grupo numeroso de mujeres y niños a través de prados inundados. Calculé que habría unos cincuenta asaltantes y un número no menor de prisioneros. Las mujeres debían de ser las chicas más jóvenes del pueblo arrasado; se las llevaban para retozar con ellas. Los niños estaban destinados al mercado de esclavos de Lundene para, desde allí, cruzando el mar, enviarlos a Frankia o más lejos aún. Igual que venderían a las mujeres, una vez que hubieran gozado de ellas. No estábamos tan cerca como para oír los sollozos de los cautivos, pero me los imaginaba. Hacia el sur, allí donde se apreciaban unas pequeñas lomas verdes al cabo de la llanura por la que discurría el río, una enorme columna de humo se alzaba sobre el pueblo quemado, tiznando el diáfano cielo invernal.
Ralla hizo un movimiento.
—Aguardad —le susurré, y se quedó quieto. Era un hombre de pelo gris, tal vez diez años mayor que yo, con unos ojos que no eran ya sino un resquicio después de tantos años de contemplar el sol refulgente en el mar. Era timonel, soldado y amigo—. Todavía no —dije en voz baja, mientras acariciaba otra vez a
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y sentía la vibración del acero.
Confiados y contentos, los hombres iban dando voces. Hubo un griterío cuando metieron a empellones a los prisioneros en el barco. Les obligaron a agacharse en el frío pantoque para mantener la estabilidad de la embarcación, sobrecargada en esas aguas poco profundas por donde el Temes discurre entre riberas pedregosas, un tramo en el que sólo se aventuran los mejores y más arrojados marinos. Sólo entonces los guerreros subieron al barco. Llevaban con ellos el botín, espetones y calderos, arados, cuchillos y cualquier utensilio que pudiera ser vendido, fundido o utilizado. Sus risotadas eran estridentes, como corresponde a hombres que acababan de cometer una fechoría y esperaban enriquecerse a costa de sus prisioneros. Parecían alegres y despreocupados.
Mientras,
Hálito-de-Serpiente
seguía cantando en la vaina con voz queda.
Escuché el estruendo del otro barco al introducir los remos en las escalameras. Y una voz de mando:
—¡En marcha!
La enhiesta proa del barco enemigo, coronada con la cabeza pintada de un monstruo, enfiló el río. Los hombres hacían fuerza con las palmas de los remos para sacar la nave de la orilla. La embarcación se puso en movimiento, arrastrada por la corriente de la avenida, hacia donde estábamos nosotros. Ralla me miró.
—¡Ahora! —grité—. ¡Cortad la maroma! —ordené, y Cerdic, que estaba a proa, cercenó la cuerda de cuero que nos ataba al sauce. Sólo disponíamos de doce remos, que se hundieron en el río a medida que saltaba entre las bancadas de los remeros, sin dejar de chillar—: ¡Que no quede ni uno! ¡Hay que matar a todos!
—¡Con fuerza! —rezongó Ralla, y los doce hombres tiraron de los remos para hacer frente a la corriente del río.
—¡Vamos a liquidar a esos hijos de puta! —volví a gritar, al tiempo que, de un brinco, me subí a la reducida tarima de proa donde había dejado el escudo—. ¡Hay que matarlos! ¡Acabemos con ellos! —chillé mientras me ponía el casco, embrazaba el escudo con la mano izquierda, acomodaba la pesada madera y rescataba a
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de su vaina revestida de lana; ya no canturreaba: aullaba—. ¡A muerte! —seguía gritando yo—. ¡A por ellos! ¡Vamos a matarlos! —mientras los remos se acompasaban con mis voces. Delante de nosotros, el barco enemigo se escoraba por el río, como si, aterrorizados, los remeros hubieran olvidado la cadencia. No dejaban de vociferar, iban en busca de los escudos, trepaban por los bancos donde algunos trataban de seguir remando. Las mujeres chillaban; los hombres se estorbaban.
—¡Adelante! —gritó Ralla.
Nuestra embarcación camuflada apareció en el río, en el instante en que la corriente arrastraba el barco enemigo hacia nosotros. Su monstruosa cabeza tenía la lengua pintada de rojo, los ojos en blanco y enseñaba unos dientes como dagas.
—¡Ahora! —le indiqué a Cerdic, que lanzó el rezón que, con cadena y todo, fue a incrustarse en la proa del otro barco, al tiempo que tiraba del amarre para hundir las puntas del ancla en la cuaderna de la nave enemiga y acercarla a la nuestra—. ¡A por ellos! —grité, al tiempo que daba un salto para abordarlos.
¡La alegría de la juventud! Tener veintiocho años, ser fuerte y, además, un señor de la guerra. Todo eso forma ya parte del pasado, y sólo queda el recuerdo. Y, aunque la memoria falle, aún reconozco aquel arrojo.
El primer golpe que asestó
Hálito-de-Serpiente
fue un tajo. En cuanto llegué al altillo de proa del barco enemigo, se lo propiné a un hombre que trataba de retirar el rezón; tan rápido y con tanta fuerza le di en el cuello que casi le rebané la cabeza: se le fue hacia atrás y un chorro refulgió en la claridad invernal. Su sangre me dio en la cara: yo era la muerte que había llegado con la mañana, muerte salpicada de sangre, con malla, capa y casco con cimera de lobo.
Ahora ya soy viejo, muy viejo. Apenas veo, los músculos se me han debilitado, meo gota a gota, me duelen los huesos, me siento al sol, me quedo dormido y, aun así, me despierto cansado. Pero recuerdo aquellas peleas, las viejas escaramuzas. Mi última esposa, una mujer tan necia como beata, que siempre anda gimoteando, se espanta cuando cuento estas cosas. Pero, ¿qué nos queda a los viejos sino eso? Una vez se me quejó y me dijo que no quería saber nada de cabezas que se caían hacia atrás poniéndolo todo perdido de sangre. Pero, ¿cómo, si no, hemos de preparar a nuestros jóvenes para las guerras que tendrán que librar? Me he pasado la vida peleando. Era mi destino, el destino de todos nosotros. Alfredo ansiaba la paz, pero ésta le daba la espalda, mientras no dejaban de llegar daneses y hombres del norte, y no tenía otra que batallar. Y cuando Alfredo murió y su reino ya era poderoso, llegaron más daneses y más hombres del norte, aparecieron los britanos desde Gales y los escoceses bajaron desde el norte dando alaridos. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre sino luchar por lo que es suyo, por su familia, su casa y su terruño? Veo a mis hijos, a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y sé que también ellos tendrán que luchar, y que, mientras haya una familia que lleve el nombre de Uhtred y un reino en esta isla barrida por el viento, no dejará de haber guerra. No podemos acobardarnos ante la guerra. No podemos cerrar los ojos ante la crueldad, la sangre, el hedor, las bajezas o las alegrías que forman parte de ella, porque, nos guste o no, la guerra nos saldrá al encuentro. La guerra es el destino, y
wyrd bid ful arad:
el destino lo es todo.
De modo que, si me solazo en estas cosas, es para que los hijos de mis hijos sepan el destino que les aguarda. Mi mujer lloriquea, pero le obligo a escucharlas. Le explico cómo nuestra nave embistió de costado al barco enemigo, y cómo, de resultas del impacto, la proa de la otra embarcación quedó apuntando a la orilla sur. Eso era lo que pretendía, y Ralla había maniobrado a la perfección para conseguirlo. Nuestro barco estaba pegado al casco del navío con el que nos enfrentábamos; los remos daneses saltaron por los aires, cuando mis hombres lo abordaron, blandiendo espadas y hachas. Me quedé pasmado después del primer tajo; el hombre muerto había caído desde el altillo de proa y dificultaba el paso a otros dos que trataban de llegar hasta mí. Lancé un grito de desafío, y bajé de un salto para enfrentarme con ellos.
Hálito-de-Serpiente
era letal. Era, y aún lo es, una magnífica espada, forjada en las tierras del norte por un herrero sajón que conocía bien su oficio. Utilizó siete barras, cuatro de hierro y tres de acero, las calentó y las moldeó con un martillo hasta convertirlas en una larga espada de doble filo, con unos surcos como la nervadura de una hoja. A fuerza de calentarlas al rojo vivo, entrelazó las cuatro barras de hierro blando y aquellas cenefas enroscadas se fijaron en el metal como espectrales volutas que evocaban el aliento flamígero y encrespado de un dragón, de ahí que le pusiese el nombre de
Hálito-de-Serpiente.
Un hombre de barba erizada empuñó un hacha frente a mí, que paré con el escudo levantado, mientras le clavaba las nervaduras de dragón en la barriga. Hice un movimiento rápido con la mano derecha para que la carne magullada y las tripas no se adhirieran a la hoja, la arranqué de un tirón, brotó un chorro de sangre y desplacé el escudo con el hacha clavada para protegerme y esquivar otra espada. Sihtric estaba a mi lado, y dirigía el puñal contra la entrepierna de mi nuevo adversario. El hombre chilló. Creo que yo también gritaba. Cada vez había más de los míos a bordo del barco; espadas y hachas centelleaban. Los niños lloraban, las mujeres gimoteaban, los saqueadores perdían la vida.
La proa del barco enemigo encalló en el lodo de la orilla, mientras la popa se mecía de un lado a otro a merced de la corriente. Al caer en la cuenta de que, si seguían a bordo, morirían, algunos de los asaltantes saltaron a tierra, lo que desencadenó el pánico. Cada vez eran más los que saltaban tratando de llegar a la orilla, cuando, por el oeste, apareció Finan. Una neblina evanescente cubría los prados cercanos al río, poco más que una madeja nacarada que se cernía sobre los charcos helados. Por allí aparecieron los briosos jinetes de Finan. Iban en dos filas, con las espadas alzadas como lanzas; Finan, el letal irlandés, sabía desempeñar su cometido; la primera hilera se situó a espaldas de los hombres que huían para cortarles la retirada; la segunda acosaba al enemigo que, al darse la media vuelta, se encontraba también de cara con la muerte.
—¡Acabad con ellos! —le grité—. ¡Que no quede ni uno!
Su respuesta me llegó con un ademán en forma de espada ensangrentada. Clapa, mi fornido danés, alanceaba a un contrario en la ribera del río. Rypere hincaba la espada en un hombre que se agachaba muerto de miedo. Sihtric tenía roja la mano con que sujetaba el puñal. Entre gritos incomprensibles, Cerdic agitaba un hacha, cuyo filo se hundió y atravesó el casco de un danés, rociando de sangre y sesos a los prisioneros aterrorizados. Creo recordar que yo acabé con otros dos, pero me falla la memoria y no estoy muy seguro. Sí recuerdo que empujé a un hombre hacia la cubierta; cuando se volvió para plantarme cara, le clavé a
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en la garganta, y contemplé su rostro desencajado, mientras sacaba la lengua entre la sangre que le manaba por sus dientes ennegrecidos. Cuando murió, bajé la espada y contemplé a los hombres de Finan: obligaban a los corceles a volver grupas para dirigirse contra el enemigo acorralado. Los jinetes daban tajos y cuchilladas a diestro y siniestro. Los vikingos gritaban y algunos hicieron ademán de rendirse. Un joven se agazapó junto a uno de los bancos de los remeros, arrojó el escudo y el hacha, y me suplicó con las manos levantadas.
—Recoge el hacha —le dije en danés.
—Pero, señor… —trató de decir.
—¡Hazlo! —le interrumpí—. ¡Y vela por mí cuando te encuentres en el salón de los muertos! —esperé hasta que se hizo con el arma, y permití que
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recuperase su vitalidad. Así lo hizo, al instante y de forma compasiva, porque le rebanó la garganta de un solo y rápido tajo. Le miré a los ojos mientras expiraba, contemplé cómo se le escapaba el alma, pasé por encima de su cuerpo que se contraía, escurriéndose de la bancada de los remos hasta desplomarse, cubierto de sangre, en el regazo de una mujer joven que empezó a chillar como una histérica.
—¡Calla la boca! —le dije.
Miré con mal gesto a las mujeres y niños que gritaban o lloraban, acurrucados en el pantoque. Tomé a
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con la mano con que sostenía el escudo, le arrebaté la cota de malla al moribundo y volví a dejarlo contra el banco.
Uno de los niños no lloraba. Era un chaval, de nueve o diez años, que no dejaba de mirarme, boquiabierto, y recordé cómo era yo a esa edad. ¿Qué estaba viendo aquel chico? Veía a un hombre enfundado en metal, porque había peleado con las baberas del casco abatidas. Se ve menos con esas planchas metálicas sobre las mejillas, pero confieren un aspecto mucho más terrorífico. El niño miraba a aquel hombre alto, con cota de malla, la espada ensangrentada, el rostro cubierto de metal, al acecho en una nave que traía la muerte. Me quité el casco y me sacudí el pelo al aire; luego, le acerqué el lobo metálico que lo coronaba.