Vestíamos cotas de malla y llevábamos armas. Al principio nos dirigimos al oeste y al norte, porque la crecida invernal del Temes nos obligó a hacer un largo camino río arriba, antes de dar con un vado poco profundo para cruzarlo. Lo encontramos en Welengaford, otra fortificación; donde observé que las murallas aún no estaban terminadas y que las estacas de las empalizadas permanecían en el barco, en malas condiciones y pudriéndose. El capitán de la guarnición, un hombre llamado Oslac, quería saber por qué queríamos cruzar el río. Estaba en su derecho de hacerlo, no en vano era el encargado de custodiar esa parte de la frontera entre Wessex y el territorio sin ley que era Mercia. Le dije que un fugitivo había huido de Coccham y que pensábamos que se escondía en la orilla norte del Temes. Oslac hizo como que se lo creía. Alfredo no tardaría en enterarse.
Nuestro guía era el hombre que me había avisado del encuentro. Se llamaba Huda, y me dijo que estaba al servicio de un danés, de nombre Eilaf, que tenía una propiedad que llegaba hasta la parte oriental de Waeclingastraet. Eso convertía al tal Eilaf en un habitante de Anglia Oriental, súbdito del rey Guthrum.
—Ese Eilaf, ¿es cristiano? —le pregunté a Huda.
—Todos somos cristianos, señor —repuso Huda—. El rey Guthrum nos lo exige.
—Ya. ¿Y qué lleva Eilaf alrededor del cuello? —quise saber.
—Lo mismo que vos, señor —me contestó. Yo llevaba el martillo de Thor, porque no era cristiano, y la respuesta de Huda me indicó que, como yo, Eilaf adoraba a los antiguos dioses, aunque, para complacer a su rey, a Guthrum, fingía creer en el dios de los cristianos. Había conocido a Guthrum en los tiempos en que estaba al frente de grandes ejércitos dispuestos a conquistar Wessex, pero ahora se estaba haciendo mayor. Había abrazado la religión de sus enemigos y ya no parecía dispuesto a ser el señor de Britania, sino que le bastaba con los anchurosos campos fértiles de Anglia Oriental, su reino. Sin embargo, muchos de sus súbditos no parecían tan contentos, como Sigefrid, Erik, Haesten y, probablemente, Eilaf. Eran normandos y daneses, guerreros que hacían sacrificios a Thor y a Odín, de espadas prontas, que soñaban, como todos los norteños, con las ricas tierra de Wessex.
Nos internamos en Mercia, aquel territorio sin rey, y me fijé en cuántos caseríos habían sido quemados. La única prueba de su existencia eran unos terrenos chamuscados, invadidos por las malas hierbas; las mismas que cubrían las antiguas tierras de labranza. Los retoños de avellano se habían enseñoreado de los pastos. Donde todavía quedaba alguien la gente vivía atemorizada y, al vernos llegar, corría hacia los bosques o se atrincheraba tras las empalizadas.
—¿Quién manda aquí? —le pregunté a Huda.
—Los daneses —contestó y, moviendo la cabeza hacia el oeste, añadió—: Allí, los sajones.
—¿No aspira Eilaf a dominar este territorio?
—Posee una gran parte, señor —repuso Huda—; pero los sajones no dejan de hostigarle.
Según el tratado firmado por Alfredo y Guthrum, aquel territorio era sajón, pero los daneses siempre están codiciando tierras y Guthrum no era capaz de controlar a sus
thegns.
De modo que era una región disputada, un lugar en el que ambas partes libraban una guerra sucia, a pequeña escala interminable. Los daneses me estaban ofreciendo su corona.
Soy sajón, un hombre del norte, y mi nombre es Uhtred de Bebbanburg, pero fui criado por daneses y conocía sus costumbres. Hablaba su lengua, estaba casado con una danesa y adoraba a sus dioses. Si hubiera de ser el rey de aquellas tierras, los sajones sabrían que tenían a un sajón como soberano, y los daneses me aceptarían porque había sido como un hijo para el
earl
Ragnar. Pero ser rey de aquel dominio implicaba volverse en contra de Alfredo y, si el hombre muerto estaba en lo cierto, sentar al sobrino beodo de Alfredo en el trono de Wessex. ¿Y cuánto duraría Æthelwold? Calculé que menos de un año. Luego, los daneses lo matarían y toda Inglaterra quedaría bajo su poder, salvo Mercia, donde yo, un sajón que pensaba como ellos, sería rey. Pero ¿durante cuánto tiempo me respetarían los daneses?
—¿Deseas ser rey? —me había preguntado Gisela la noche antes de partir.
—Nunca pensé en ello —repuse con cautela.
—Si es así, ¿por qué vas?
Me quedé mirando el fuego.
—Porque el hombre muerto me trae un mensaje de parte de las Hilanderas —le contesté. Ella acarició su amuleto.
—Nadie puede esquivarlas —dijo, en voz baja.
Wyrd bid ful arad:
el destino lo es todo.
—Así que tengo que ir —añadí—, porque es mi destino, y porque quiero ver a ese hombre muerto que es capaz de hablar.
—¿Y si el hombre muerto asegura que vas a ser rey?
—Entonces, tú serás reina —repuse.
—¿Y te enfrentarás con Alfredo? —quiso saber Gisela.
—Si así lo decide el destino —le repliqué.
—¿Y el juramento que le hiciste?
—Las Hilanderas tendrán la respuesta; yo no la sé —contesté.
Cabalgábamos al abrigo de colinas cubiertas de hayedos, que se extendían hacia el este y el norte. Pasamos la noche en una granja desierta; uno de nosotros siempre se mantenía de guardia. Nada nos perturbó y, al amanecer, bajo un cielo del color del acero de las espadas, nos pusimos de nuevo en camino. Huda nos guiaba, a lomos de uno de mis caballos. Conversé con él durante un rato, y me enteré de que había sido montero a las órdenes de un señor sajón muerto a manos de Eilaf, y que se sentía a gusto al servicio de los daneses. Sus respuestas se tornaron más breves y tajantes a medida que nos acercábamos a Waeclingastraet, de modo que me aparté de él y me fui al lado de Finan.
—¿Os fiáis de ése? —me preguntó, señalando a Huda con un gesto.
Me encogí de hombros.
—Su amo está a las órdenes de Sigefrid y Haesten —añadí—, y conozco a Haesten. Le salvé la vida, y eso no se olvida.
Finan se quedó pensativo.
—¿Cómo le salvasteis la vida?
—Le rescaté de unos frisios. Me juró lealtad.
—¿Y quebrantó su juramento?
—Eso hizo.
—O sea, que Haesten no es hombre de palabra —sentenció Finan.
No dije nada. En el extremo de unos pastos yermos, tres ciervos parecían dispuestos a saltar. Pasábamos por un camino tupido, junto a un seto en el que crecía el azafrán.
—Lo que quieren es Wessex —continuó Finan—. Pero para apoderarse de Wessex, tienen que pelear, y saben que vos sois el mejor guerrero de Alfredo.
—Lo que quieren —le dije— es la fortaleza de Coccham.
Por eso me habían ofrecido la corona de Mercia, aunque no se lo había dicho ni a Finan ni a ninguno de los hombre. Sólo lo sabía Gisela.
Sin embargo, estaba claro que aspiraban a mucho más Querían apoderarse de Lundene, porque eso les permitiría disponer de una ciudad amurallada a orillas del Temes. Lundene estaba asentada en la orilla de Mercia y eso no les ayudaría a invadir Wessex; pero si les entregaba Coccham, pondrían un pie en la orilla sur y utilizarían la ciudadela como base de operaciones para saquear el reino. En el peor de los casos, Alfredo les pagaría lo que fuera para que se marchasen de Coccham, de modo que conseguirían mucha plata, aunque no fueran capaces de destronarlo.
Sabía que Sigefrid, Erik y Haesten no se conformaban sólo con plata. La presa apetecida era Wessex y, para conseguirla, necesitaban hombres. Guthrum no acudiría en su ayuda porque Mercia se hallaba situada entre los daneses y los sajones, y pocos hombres estarán dispuestos a abandonar sus hogares. Sin embargo, más allá de Mercia estaba Northumbria, en donde había un rey danés que contaba con la lealtad de un gran guerrero vikingo. El monarca era hermano de Gisela, y el guerrero, mi amigo Ragnar. Si me tenían de su lado, darían por hecho que Northumbria entraría en guerra, y el norte danés conquistaría el sur sajón. Eso era lo que querían, lo que iban buscando desde que los había conocido. Lo único que tenía que hacer yo era romper el juramento de fidelidad que le había hecho a Alfredo y convertirme en rey de Mercia, con lo que la tierra que algunos llamaban Inglaterra pasaría a llamarse Dinaterra. Para eso, pensaba yo, quería verme el hombre muerto.
Al atardecer, llegamos a Waeclingastraet. Los romanos habían construido una calzada sobre un lecho de arenilla y cantos rodados, que todavía podía apreciarse a través de las desvaídas hierbas invernales. Al pie, un mojón cubierto de musgo rezaba: Durocobrivis V.
—¿Dónde está Durocobrivis? —le pregunté a Huda.
—Nosotros lo conocemos como Dunastopol —contestó, encogiéndose de hombros, dando a entender que era un lugar que no merecía la pena.
Seguimos la calzada. En un territorio bien administrado, era de esperar la presencia de soldados vigilando el camino para proteger a los viajeros, pero no encontramos a nadie. Tan sólo vimos unas cornejas que volaban hacia un bosque cercano, jirones de nubes plateadas diseminadas por el oeste y, delante de nosotros, la densa y compacta oscuridad que cubría Anglia Oriental. Hacia el norte, en dirección a Dunastopol, se alzaban las apacibles colinas hacia donde nos conducía Huda, por un largo valle poco profundo en el que, a pesar de la escasa luz, atisbamos unos manzanos desperdigados. Cuando llegamos a la mansión de Eilaf, ya se había hecho de noche.
Los hombres de Eilaf me recibieron como si ya fuera rey. Unos criados nos aguardaban a la puerta de la cerca para hacerse cargo de los caballos, mientras otro permanecía arrodillado a la entrada de la casa con un cuenco lleno de agua para que me lavase las manos y un paño para secarme. Un sirviente se quedó con mis dos espadas, la larga,
Hálito-de-Serpiente,
y la corta,
Aguijón-de-avispa.
Las recogió con gesto respetuoso, como si lamentase el uso establecido de no llevar espadas en el interior de una casa, pero era una costumbre: las espadas no casan bien con la cerveza.
El salón estaba repleto. Habría no menos de cuarenta hombres, la mayoría con cota de malla o de cuero, de pie a ambos lados del hogar, situado en el centro, donde ardía una enorme fogata cuyo humo llegaba hasta las vigas del techo. Algunos de los presentes se inclinaron al verme; otros se limitaron a observarme, mientras me acercaba a saludar al anfitrión, que me esperaba de pie, con su esposa y sus dos hijos, al lado de la lumbre. Haesten estaba a su lado, con una sonrisa de circunstancias. Un criado me brindó un cuerno de cerveza.
—¡Mi señor Uhtred! —me saludó Haesten, en voz alta, de forma que todos los hombres y mujeres allí reunidos supiesen quién era yo. Había algo de malévolo en la sonrisa de Haesten, como si fuéramos los únicos que, en aquella estancia, compartían alguna chanza en secreto. Tenía el pelo del color del oro, rostro anguloso, ojos relucientes y llevaba una túnica de lana fina de color verde, por encima de la cual colgaba una pesada cadena de plata. Sus brazos eran fuertes y lucían brazaletes de plata y de oro; sus altas botas también se ceñían con remaches de plata—. Me alegro de veros señor, —añadió, mientras me hacía una especie de reverencia.
—¡Aún sigues con vida, Haesten! —le dije, sin prestar atención al anfitrión.
—Así es, señor —contestó.
—¡No me sorprende! —aclaré—. La última vez que nos vimos fue en Ethandun.
—Un día lluvioso, señor, si no recuerdo mal —añadió.
—Tú corrías como una liebre, Haesten —concluí.
Me fijé en cómo se le cambiaba el gesto. Le había acusado de ser un cobarde, pero se trataba de un reproche ganado a pulso. Me había jurado lealtad y había roto su promesa y renegado de mí.
Temeroso de que se armase jaleo, Eilaf se aclaró la garganta. Era un hombre grueso y alto, con el pelo más rojo que había visto en mi vida, rizado y encrespado como la barba, ambos del color del fuego. Era conocido como Eilaf
el Rojo
y, aunque era alto y fornido, parecía más bajo que Haesten, que se mostraba muy seguro de sí mismo.
—Sed bienvenido, lord Uhtred —dijo Eilaf.
Le ignoré. Haesten seguía mirándome, aún enfurruñado, pero yo le respondí con una sonrisa maliciosa.
—Todo el ejército de Guthrum corrió a la desbandada aquel día —añadí—, y los que no lo hicieron están muertos. Así que me alegro de haberte visto correr.
—Maté a ocho hombres en Ethandun —replicó, sonriente, orgulloso de que sus hombres oyeran que no era un cobarde.
—Me alegro de no haber tenido que enfrentarme con tu espada —dije, transformando mi anterior insulto en un halago tan poco sincero; a continuación, me volví hacia el pelirrojo Eilaf, y le pregunté—: ¿Y vos, estuvisteis en Ethandun?
—No, mi señor —repuso.
—Pues os perdisteis una buena batalla —continué—, ¿No es así, Haesten? ¡Una de las que no se olvidan!
—Una escabechina bajo la lluvia, señor —aseguró Haesten.
—Desde entonces padezco una leve cojera —comenté; que era cierto, aunque casi no se notaba y apenas me molestaba.
Me presentaron a otros tres hombres, daneses los tres, bien vestidos y portando brazaletes que proclamaban sus proezas. No soy capaz de recordar sus nombres en este instante, pero habían ido allí para verme y habían traído a sus respectivos séquitos. Cuando Haesten me los presentó, me dio la impresión de que se jactaba de conocerme: estaba demostrando que había sido capaz de conducirme hasta allí, y que sería mejor para ellos que se aliaran con él. Haesten estaba preparando una revuelta en aquella estancia. Le llevé aparte, y le pregunté:
—¿Quiénes son ésos?
—Son señores que disponen de tierras y hombres en esta parte del reino de Guthrum.
—Y tú necesitas hombres.
—Tenemos que levantar un ejército —me respondió, escuetamente.
Le miré de arriba abajo. En mi opinión, aquella revuelta no iba contra Guthrum de Anglia Oriental, sino contra Alfredo de Wessex y, si aquello culminaba con éxito, necesitarían contar con un alzamiento en toda regla de espadas, lanzas y hachas en toda Britania.
—¿Y si me niego a unirme a ti? —le pregunté.
—Vos sabréis, señor —repuso, muy seguro.
—¿Cómo es eso? —añadí.
—Porque esta noche, mi señor, el muerto hablará con vos —dijo Haesten, con una sonrisa, momento que Eilaf aprovechó para interrumpirnos diciendo que todo estaba dispuesto—. Se levantarán hasta los muertos —añadió Haesten con solemnidad, mientras se tocaba el amuleto con el martillo que llevaba al cuello— y, más tarde, lo celebraremos. Por aquí, señor —me dijo, indicando una puerta al fondo del salón—, por aquí. Adelante.