Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (20 page)

—¿Qué opinas? —le pregunté entonces.

—En esta casa se esconde un misterio —repuso muy convencido—. Supongo que si Aquiles se hubiera peleado con su esposa y hubiera partido a Tracia, se hubiera provocado una reacción como ésta, aunque no lo creo así. Si algo no marcha bien, no se trata de eso.

—Creo que Aquiles se halla en palacio.

Abrió los ojos sorprendido.

—¡No! Está escondido, pero no aquí.

—Está aquí —insistí—. Lo conocemos bastante para saber que es tan impulsivo como belicoso. Si se hallara a cierta distancia de Licomedes y Patroclo, les sería imposible controlarlo. Está aquí, en palacio.

—Pero ¿por qué? No formuló el juramento, como tampoco Peleo. No sería deshonroso para él negarse a ir a Troya.

—¡Oh, sí desea ir! ¡Lo desea desesperadamente! Son los demás quienes no se lo permiten. Y quienes, de algún modo, lo han comprometido.

—¿Qué debemos hacer entonces?

—¿Cuál es tu opinión? —repliqué.

—Que tendremos que infiltrarnos por todas partes en este pequeño edificio, a ser preferible con la luz del día. Yo puedo simular hallarme en estado senil —repuso con una sonrisa—. Y cuando todos duerman, puedes inspeccionar tú. ¿Crees sinceramente que lo mantienen prisionero? Yo no opinaba así.

—No se atreverían, Néstor. Si Peleo se enterase de ello, destruiría esta isla con más fiereza que el propio Poseidón. No, lo han comprometido con algún juramento.

—Me parece lógico —dijo mientras comenzaba a vestirse—. ¿Cuánto falta para cenar?

—Algún tiempo todavía.

—Entonces ve a dormir mientras que yo curioseo por ahí, Ulises.

Acudió a despertarme a tiempo para la cena con aire malhumorado.

—¡Que el diablo cargue con ellos! —gruñó—. Si lo han escondido aquí, no puedo encontrarlo. Me he metido en todos los rincones, desde el tejado hasta la cripta, sin encontrar rastro de él. El único lugar al que no he logrado acceder ha sido a los aposentos femeninos que están custodiados.

—Entonces es allí donde se encuentra —dije levantándome.

Fuimos juntos a cenar y nos preguntamos si Licomedes se había vuelto tan asirio que prohibía la presencia de sus mujeres en el comedor. Un servidor masculino ayudaba en el baño, no se veían mujeres por ninguna parte y un guardián custodiaba la puerta de sus aposentos. Aquello era muy sospechoso. Licomedes no quería que llegasen habladurías a nuestros oídos y por ello las mantenía lejos de nosotros.

Pero sin duda se hallaban allí, confinadas en el rincón más sombrío y lejano. Pensé que Licomedes tendría que mostrarlas en la comida principal. Dadas las dimensiones de sus cocinas y del palacio, le sería imposible alimentarlas en sus aposentos sin crear un caos culinario para sus regios invitados.

Sin embargo no se vio ni rastro de Aquiles. Ninguna de aquellas formas confusas tenía proporciones tan robustas para tratarse del muchacho.

—¿Por qué están aisladas las mujeres? —se interesó Néstor.

Nos servían la comida en la mesa presidencial con Licomedes y Patroclo.

—Han ofendido a Poseidón —repuso inmediatamente Patroclo.

—¿Y? —insistí.

—Se les ha prohibido el contacto con los hombres durante cinco años.

—¿Incluso sexualmente? —inquirí sorprendido.

—Eso está permitido.

—Parece una exigencia más propia de la Madre que de Poseidón —observó Néstor, que tomaba un trago de vino.

—La prohibición procede de Poseidón, no de la Madre —repuso Licomedes con un encogimiento de hombros.

—¿A través de su sacerdotisa Tetis? —preguntó el rey de Pilos.

—Tetis no es su sacerdotisa —replicó Licomedes, incómodo—. El dios se ha negado a volver a aceptarla. Ahora está consagrada a Nereo.

Cuando acabó la comida y desaparecieron las mujeres me instalé para hablar con Patroclo y dejé a Licomedes a merced de Nereo.

—Lamento mucho no haber encontrado a Aquiles —le dije.

—Te habría gustado conocerlo —repuso Patroclo con voz apagada.

—Supongo que le hubiera entusiasmado la posibilidad de ir a Troya.

—Sí, Aquiles es un guerrero nato.

—Bueno, no tengo la intención de registrar Tracia para encontrarlo. Se sentirá disgustado cuando descubra lo que se ha perdido.

—Sí, muy disgustado.

—Explícame cómo es —lo invité.

Me constaba que Patroclo estaba muy enamorado de Aquiles, y al joven se le iluminó el rostro.

—Es algo más pequeño que Áyax… ¡Y muy elegante de movimientos! Y también es muy hermoso.

—Me han dicho que no tiene labios. ¿Cómo puede ser tan hermoso?

—Porque… porque… —dudó mientras trataba de encontrar la expresión adecuada—. Tendrías que verlo para comprenderme. Su boca es tan conmovedora… que arranca lágrimas. ¡Aquiles es la belleza personificada!

—Es demasiado hermoso para ser cierto —le respondí.

Estuvo a punto de caer en la trampa. Casi me dijo más o menos que era un necio por dudarlo, que podía presentarme a semejante belleza para que lo comprobase, pero apretó los labios con fuerza reservándose las duras palabras. Aunque fue como si las hubiese pronunciado, pues yo había obtenido la respuesta que esperaba.

Antes de retirarnos mantuve un breve conciliábulo con Néstor y Áyax y luego me acosté y dormí profundamente. Al día siguiente, muy temprano, bajamos con Áyax a la ciudad donde yo había hecho alojarse a mi primo Sinón, ya que no es prudente exhibir todos los tesoros propios de golpe y Sinón era uno de ellos. Me escuchó impasible mientras le explicaba lo que debía hacer y le daba una bolsa de oro de las escasas reservas que Agamenón me había entregado para sufragar nuestros gastos. Lo que era mío me lo reservé, pues algún día estaría destinado a mi hijo. Agamenón bien podía pagar por Aquiles.

La corte aún dormía cuando regresé al palacio, aunque Áyax no me acompañó pues le aguardaban otros quehaceres. Néstor estaba despierto y había recogido su equipaje; no pretendíamos mantener en vilo a Licomedes. Como es natural, protestó cortésmente cuando le anunciamos nuestra partida y nos rogó que permaneciésemos más tiempo, pero en aquella ocasión decliné su invitación ante su inmenso alivio.

—¿Dónde está Áyax? —preguntó Patroclo.

—Va por la ciudad preguntando si alguien tiene idea de dónde se halla Aquiles —repuse.

Y volviéndome hacia Licomedes añadí:

—Señor, ¿podrías hacerme el favor de reunir en la sala del trono a todos tus domésticos?

Pareció sorprendido y luego muy receloso.

—Verás…

—Estoy a las órdenes de Agamenón, señor, de no ser así no te lo rogaría. Me encareció, al igual que cuando estuve en Yolco, que diese las gracias a todas las personas libres de la corte en nombre del gran rey de Micenas. El soberano estipuló que todos debían estar presentes, tanto varones como hembras. Aunque hayáis excluido la presencia de vuestras féminas, aún siguen perteneciendoos.

Cuando concluía mi perorata entraron algunos de mis marinos portadores de grandes brazadas de regalos. Baratijas para las mujeres: adornos, abalorios, frascos de perfume, tarros de ungüentos, aceites y esencias, telas delicadas y gasas. Pedí que trajesen unas mesas para que los hombres pudieran amontonar en ellas sus cargas. Acudieron otros marinos, en esta ocasión con obsequios destinados a los varones: magníficos brazaletes de bronce, escudos, lanzas, espadas, corazas, cascos y grebas que hice colocar en otras mesas.

Los ojos del rey pugnaban entre la codicia y la prudencia. Patroclo le puso la mano admonitoriamente en el brazo pero él se desprendió de su contacto y dio unas palmadas llamando a su mayordomo.

—¡Avisa a todos los criados! Que las mujeres se mantengan a prudente distancia para atenerse a la prohibición de Poseidón.

La sala se llenó de hombres y seguidamente aparecieron las mujeres. Néstor y yo escudriñamos entre sus filas de manera infructuosa; ninguna de ellas podía ser Aquiles.

—Señor, el rey Agamenón desea agradecerte a ti y a los tuyos vuestra ayuda y hospitalidad —dije adelantándome.

Señalé los montones de objetos de carácter femenino.

—Ésos son los regalos para tus mujeres —indiqué—. Y aquéllos —me volví hacia las armas y armaduras— los destinados a tus hombres.

Ambos grupos murmuraron encantados, pero ninguno se movió hasta que el rey les concedió su permiso. Entonces se amontonaron en torno a las mesas para escoger alegremente los objetos.

—Y esto, señor, es para ti —dije tomando un bulto envuelto en tejido de hilo de manos de un marino.

Con el rostro radiante, apartó la tela que lo cubría y apareció una hacha cretense, de doble cabeza de bronce y con empuñadura de roble. Se la tendí para que la tomara y él se aproximó sonriente y complacido tendiendo las manos.

En aquel preciso momento se oyó un chillido en el exterior, un estridente grito de alarma. Alguien hizo sonar un cuerno y a lo lejos oímos que Áyax profería el grito de guerra de Salamina. A continuación sonó el inconfundible ruido de una armadura que alguien se ceñía; Áyax gritó de nuevo, más próximo, como si retrocediera. Las mujeres chillaron a su vez y echaron a correr; los hombres prorrumpieron en preguntas confusas y el rey Licomedes, mortalmente pálido, se olvidó de su hacha.

—¡Piratas! — exclamó sin que pareciera saber qué hacer.

Áyax gritó una vez más, con mayor intensidad y aún más próximo, un grito bélico de las laderas del Pelión que sólo Quirón podía haberle enseñado. En el profundo silencio que de pronto nos había inmovilizado mudé mi sujeción en el hacha, así la empuñadura con ambas manos y la levanté en lo alto.

Alguien más se movilizó e irrumpió en la sala del trono con tal ímpetu que las aterradas mujeres que se agrupaban a la puerta se vieron despedidas como carretes de hilo. Se trataba de una fémina muy especial. ¡Era comprensible que Licomedes no se atreviera a mostrarla! La mujer se despojó con impaciencia de la túnica que la cubría y dejó ver un pecho tan musculoso que despertó mi admiración mientras avanzaba hacia la mesa en la que se amontonaban las armas; por fin había aparecido Aquiles.

El hombre barrió el contenido de una mesa, que se desplomó en el suelo con estrépito, cogió un escudo y una lanza que alzó sosteniendo todo su peso y dispuesto a luchar con todas las fibras de su cuerpo. Avancé hacia él con el hacha extendida.

—¡Toma, señora, utiliza esto! ¡Parece más apropiado para tu talla!

Y la hice ondear en el aire mientras mis brazos crujían bajo la tensión.

—¿Me encuentro ante el príncipe Aquiles?

¡Oh, cuan extraño era! Pese a los elogios de Patroclo, lo que debía haber sido hermoso no lo era. Pero no porque su boca le restara belleza, pues en realidad le confería cierto patetismo muy necesario. Su falta de belleza, siempre lo he creído así, procedía de su interior. Los dorados ojos estaban llenos de orgullo y gran inteligencia; aquél no era el palurdo Áyax.

—¡Gracias! — exclamó entre risas.

Áyax entró en la sala. Aún sostenía las armas que había utilizado para crear el pánico en el exterior y al ver a Aquiles junto a mí lanzó un alarido. Al cabo de un instante estaba junto a él y lo abrazaba con tal fuerza que hubiera aplastado mi caja torácica. Aquiles se liberó de él, al parecer ileso, y le pasó un brazo por los hombros.

—¡Áyax, Áyax! ¡Tu grito de guerra me ha desgarrado como la flecha de un arco! ¡No podía permanecer impasible, tenía que responder! Cuando proferías el alarido bélico del viejo Quirón me estabas llamando. ¿Cómo resistirme? —Distinguió a Patroclo y le señaló con su mano—. ¡Ven aquí, conmigo!

¡Guerrearemos contra Troya! ¡Mis más caros deseos me han sido concedidos! ¡El padre Zeus ha respondido a mis plegarias!

Licomedes estaba fuera de sí, lloraba y se retorcía las manos.

—¡Hijo mío, hijo mío! ¿Qué será ahora de nosotros? ¡Has quebrantado el juramento que hiciste a tu madre! ¡Nos fulminará!

A sus palabras sucedió un profundo silencio. Aquiles se serenó al instante y mostró una expresión reconcentrada. Observé a Néstor con aire interrogante y ambos suspiramos; todo quedaba explicado.

—No sé cómo ha sido, padre —repuso Aquiles por fin—. Reaccioné de modo intuitivo, respondiendo a una llamada que me había sido grabada en mi niñez. Al oír a Áyax, respondí. No he quebrantado ningún juramento. La astucia ajena lo destruyó.

—Aquiles no se equivoca —exclamé dirigiéndome a todos ellos—. Te engañé. Ningún dios puede considerarte culpable de faltar a tus promesas.

Como es natural dudaron de mí, pero el daño ya estaba hecho.

Jubiloso, Aquiles extendió los brazos sobre su cabeza y luego se acercó a Patroclo y a Áyax y los abrazó.

—¡Iremos a la guerra, primos! —dijo con una amplia sonrisa.

Y a continuación me miró reconocido.

—¡Es nuestro destino! —dijo—. ¡Ni siquiera entre sus más viles conjuros logró convencerme mi madre de lo contrario! ¡Nací para guerrear, para combatir junto a los más grandes hombres de nuestro tiempo, para conseguir fama perdurable y gloria imperecedera!

Sus palabras sin duda eran ciertas. Contemplé con ironía a aquel espléndido trío de jóvenes mientras recordaba a mi esposa y a mi hijo y pensaba en los infinitos años que deberían transcurrir entre el comienzo de mi exilio y mi regreso al hogar. Aquiles conseguiría su fama perdurable y la gloria imperecedera en Troya, pero yo gustosamente hubiera renunciado a mi participación en tan valiosos fines a cambio de regresar al día siguiente a mi hogar.

Al final logré retornar a Ítaca con el pretexto de que tenía que formar en persona mi contingente para Troya. A Agamenón no le agradó en absoluto verme partir de Micenas, ya que representaba su papel mucho más fácilmente si yo me encontraba presente para respaldarlo.

Pasé tres meses preciosos con mi Penélope de rostro entramado, un tiempo con el que no habíamos contado disponer, pero al cabo no pude retrasar más mi partida. Mientras mi flotilla superaba con dificultad las tormentosas costas de la isla de Pélops, yo efectué mi viaje a Áulide por tierra. Pasé rápidamente por Etolia sin interrumpir mi avance de noche ni de día hasta arribar a la montañosa Delfos, donde Apolo, dios de las profecías, tenía su santuario, y donde su sacerdotisa, la pitonisa, emitía sus infalibles vaticinios. Le pregunté si mi oráculo doméstico se había equivocado al anunciar que pasaría veinte años lejos de mi hogar. Su respuesta fue sencilla y claramente negativa. Luego añadió que por voluntad de mi protectora Palas Atenea debería permanecer ausente de mi patria durante veinte años. Le pregunté la
razón,
pero sólo obtuve una risita por respuesta.

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