La canción de Troya (15 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

Aunque mi padre no lo miró, debía de suponer lo que pensábamos los demás porque no intentó interrumpir su diatriba. De modo que Antenor prosiguió.

—¡Príamo, temo al supremo monarca de Micenas, y tú también deberías temerlo! Sin duda, el año pasado debiste oír al mismísimo Menelao explayarse acerca de cómo Agamenón ha fundido a toda Grecia y la ha convertido en obediente vasallo de Micenas. ¿Y si decide declararnos la guerra? Aunque lo venciéramos, nos arruinaría. La riqueza de Troya ha aumentado desde tiempo inmemorial por una razón: siempre hemos evitado entrar en conflictos. Las guerras arruinan a las naciones, Príamo… ¡Te lo he oído decir a ti mismo! El oráculo declara que la mujer que venga de Grecia será nuestra ruina. ¡Y sin embargo deseas verla! ¡Respeta a nuestros dioses! ¡Atente a la prudencia de sus oráculos! ¿Qué son los oráculos salvo la oportunidad concedida por la divinidad para que los mortales vean la evolución futura del telar del tiempo? Has asumido el trabajo de tu padre, Laomedonte, y te has portado peor; mientras que él simplemente restringía el número de griegos autorizados a navegar por el Ponto Euxino, tú se lo has impedido totalmente. Los griegos carecen de estaño. Sí, pueden conseguir cobre de occidente, ¡a un costo inmenso! Pero no obtienen estaño. ¡Lo que no niega el hecho de que sean ricos y poderosos!

Paris alzó los ojos al rey con el rostro lleno de lágrimas.

—¡Ya te lo he dicho, padre! ¡Helena no es un trofeo! ¡Ha venido por propia voluntad! Por consiguiente no puede ser la mujer a que se refieren los oráculos. ¡Es imposible!

En esa ocasión conseguí adelantarme a Antenor y para hacerlo bajé del estrado.

—Dices que viene por voluntad propia, Paris. ¿Pero qué crees que pensarán en Grecia? ¿Imaginas que Agamenón le dirá a los reyes a él sometidos que su hermano es el más ridículo de los hombres, que es un cornudo? ¡Jamás hará tal cosa el orgulloso Agamenón! No, Agamenón anunciará que ha sido raptada. Antenor está en lo cierto, padre: nos hallamos a punto de entrar en guerra. Y tampoco podemos considerar la lucha con Grecia como algo que nos afecte a nosotros solos. ¡Contamos con aliados, padre! Formamos parte de la federación de estados de Asia Menor. Tenemos tratados comerciales y de amistad con todas las naciones costeras existentes entre Dardania y Cilicia, así como en el interior hasta la misma Asiría y, al norte, en Escitia. Los países costeros son ricos y poco poblados, carecen de hombres para defenderse de los invasores griegos. Nos ayudan en nuestro bloqueo y se han enriquecido vendiéndole estaño y cobre a Grecia. En el caso de que se produjera una conflagración, ¿crees que Agamenón se limitaría a enfrentarse a Troya? ¡No! ¡Habría guerra por doquier!

Mi padre me miró con fijeza y yo le devolví la mirada sin temor.

Apenas hacía unos momentos había dicho: «Siempre atraes mi atención hacia la fría realidad», pero pensé, desesperado, que en aquellos instantes se había cegado a ella. Todo cuanto habíamos conseguido Antenor y yo era indisponerlo hacia nosotros.

—Ya he oído bastante —repuso con frialdad—. Haz pasar a la reina Helena, heraldo.

Aguardamos, inmóviles y silenciosos, como si estuviéramos en una tumba. Le lancé una mirada fulminante a mi hermano Paris preguntándome cómo habíamos permitido que se convirtiera en semejante necio. Estaba de espaldas al estrado, aunque seguía acariciando la rodilla de nuestro padre, y miraba las puertas fijamente esbozando una sonrisa de autosuficiencia. Era evidente que esperaba darnos una sorpresa y recordé que Menelao nos había dicho que era una mujer muy hermosa. Pero siempre había mantenido mis reservas cuando los hombres califican de hermosas a reinas o princesas, pues en su mayoría heredan tal epíteto junto con sus títulos.

Las puertas se abrieron y ella se detuvo un instante en el umbral; luego inició su marcha hacia el trono. Su falda tintineaba delicadamente a su paso convirtiéndola en una melodía viva. Advertí que yo mismo contenía el aliento, que tenía que esforzarme por regularizar mi respiración. Era realmente la mujer más hermosa que había visto en mi vida. El propio Antenor se había quedado boquiabierto.

La mujer avanzó con gracia y dignidad, erguidos los hombros y la cabeza de modo arrogante, sin timidez ni insolencia. Era alta y tenía el cuerpo más perfecto que Afrodita había concedido a mujer alguna. Cintura estrecha, caderas graciosamente redondeadas y largas piernas que asomaban por su falda. Todo en ella era encantador. ¡Y sus senos! Desnudos, según la impúdica moda griega, altos y plenos, no ostentaban artificio alguno salvo que los pezones estaban pintados de oro. Transcurrieron unos instantes hasta que alcanzamos a observar su cuello de cisne y el rostro que lo coronaba. ¡Todo en ella era superior! Cuando la recuerdo aquel día pienso en que era sencillamente… hermosa. Con su abundante melena de un dorado pálido, sus oscuras cejas y pestañas y los ojos del color de la hierba en primavera subrayados con kohl que les daba forma almendrada al estilo cretense y egipcio.

¿Pero sería todo ello realidad o un hechizo? Nunca lo sabré. Helena es la mayor obra de arte que los dioses han creado en la madre Tierra.

Para mi padre ella fue el Destino. Puesto que por su edad aún no había olvidado los placeres vividos en brazos de las mujeres, al verla se enamoró de ella. O la deseó. Pero por ser demasiado viejo para robársela a su hijo, decidió considerar un cumplido que un vastago suyo hubiera podido arrebatársela a su marido, a sus hijos y a su patria. Y henchido de orgullo dirigió una mirada de admiración a Paris.

Sin duda constituían una pareja sorprendente: él, tan moreno como Ganímedes; ella, rubia como la silvestre Artemisa. Con un simple paseo, Helena había logrado dominar por completo a los silenciosos presentes, ninguno de los cuales podría ya censurar a Paris por su locura.

Cuando el rey despidió a la asamblea acudí a su lado, subí intencionadamente al estrado por un extremo y me acerqué al trono con lentitud, tres peldaños por encima de los amantes y a mucha más altura del trono de oro y marfil de mi padre. No solía hacer ostentación de mi preeminencia pero Helena me había sacado de quicio, y deseaba que supiera exactamente dónde nos encontrábamos Paris y yo. La mujer me observó alzando hacia mí sus extraños ojos verdes.

—Éste es Héctor, mi heredero, querida —dijo mi padre.

Ella inclinó la cabeza con grave majestuosidad.

—Es un gran placer, Héctor —dijo. Y con exagerado asombro y coquetería añadió—: ¡Dios mió, qué grande eres!

Lo había dicho como provocación, aunque no para despertar mi deseo. Evidentemente le gustaban los tipos bellos y afeminados como Paris, no los hercúleos guerreros como yo. Mejor para mí, pensé, no estaba muy seguro de poder resistirme.

—El más grande de Troya, señora —dije secamente.

Helena se echó a reír.

—No lo dudo —repuso.

—¿Me disculpas, señor? —le dije a mi padre.

—¿Verdad que mis hijos son magníficos, reina Helena? —dijo mi padre riendo entre dientes—. ¡Éste es el orgullo de mi corazón… un gran hombre! Y algún día será un gran rey.

Ella me miró pensativa sin decir palabra, pero tras su brillante mirada comprendí claramente que se preguntaba si no sería posible deponerme y colocar a Paris en mi lugar. La dejé en tal incógnita. Con el tiempo se enteraría de que Paris no deseaba asumir ninguna responsabilidad.

Me encontraba ya casi en la puerta cuando el rey me llamó.

—¡Aguarda, aguarda! ¡Avisa a Calcante para que acuda a mi presencia, Héctor!

Una orden desconcertante. ¿Por qué deseaba el rey ver a aquel tipo repulsivo sin avisar al mismo tiempo a Laoconte y Téano? Había muchos dioses en nuestra ciudad, pero nuestra principal deidad era Apolo. Su culto era característicamente troyano, lo que hacía de sus sacerdotes especiales, Calcante, Laoconte y Téano, los más poderosos prelados de Troya.

Encontré a Calcante paseando tranquilamente por el patio, a la sombra del altar dedicado a Zeus. No le pregunté qué hacía allí, pues no era persona propicia para ser interrogada. Por unos momentos lo observé con sigilo, tratando de adivinar su auténtica naturaleza. Vestía una larga y flotante túnica de color negro bordada con extraños símbolos y signos en plata, y el enfermizo color de su cráneo completamente calvo brillaba grisáceo con la postrera luz del día. En una ocasión, cuando era niño y estaba dispuesto a hacer toda clase de travesuras, descubrí un nido de serpientes blancas en el mundo subterráneo de la cripta de palacio. Pero tras encontrarme con aquellas criaturas ciegas y tenues de Coré jamás me aventuré a entrar en la cripta. Calcante despertaba exactamente los mismos sentimientos en mí.

Se decía que había viajado a lo largo y ancho del mundo, desde las latitudes boreales al río oceánico que circunvala todas las tierras conocidas, hasta las tierras más remotas de Babilonia y muy al sur de Etiopía. Su forma de vestir procedía de Ur y Sumer y, en Egipto, había presenciado los rituales transmitidos por aquellos ilustres sacerdotes desde los comienzos de los dioses y los hombres. Otras cosas se susurraban de él: que podía conservar un cadáver de tal modo que pareciera tan natural un siglo después como cuando fue sepultado; que había participado en los espantosos rituales del negro Set, e incluso que había besado el falo de Osiris y por ello había obtenido la suprema clarividencia. Aquel individuo no me gustaría nunca.

Salí de las columnas y llegué al patio. Sabía quién se acercaba aunque no había mirado ni una sola vez en mi dirección.

—¿Me buscas, príncipe Héctor?

—Sí, sagrado sacerdote. El rey desea que acudas a la sala del trono.

—Para interrogar a la mujer venida de Grecia. Iré ahora mismo.

Le precedí, como me correspondía por derecho, porque había oído hablar de sacerdotes que deseaban ser verdaderas potencias tras los tronos y no quería que Calcante llegase a abrigar tales esperanzas.

El hombre besó la mano de mi padre y aguardó respetuoso bajo la mirada incómoda y asqueada de Helena.

—Mi hijo Paris ha traído a su prometida a nuestra patria. Deseo que los cases mañana, Calcante.

—Como ordenes, señor.

A continuación el rey despidió a Paris y a Helena.

—Ahora ve a mostrarle a Helena su nuevo hogar —le dijo a mi necio hermano.

Se marcharon cogidos de la mano. Yo desvié la mirada. Calcante permanecía inmóvil y silencioso.

—¿Sabes quién es ella, sacerdote? —inquirió mi padre.

—Sí, señor, la mujer tomada como botín en Grecia. La estaba esperando.

¿Sería cierto? ¿O eran sus espías tan eficaces como siempre?

—Tengo una misión para ti, Calcante.

—Dime, señor.

—Necesito el consejo de la pitonisa de Delfos. Ve allí tras celebrar la boda y entérate de lo que significa Helena para nosotros.

—Sí, señor. ¿Debo obedecer a la pitonisa?

—Desde luego, es la mensajera de Apolo.

Me pregunté qué se proponían con todo aquello, a quién estarían engañando yendo a Grecia en busca de respuestas. Parecía que siempre había que recurrir a Grecia. ¿Era el oráculo de Delfos servidor del Apolo troyano o del griego? ¿Eran incluso el mismo dios?

Cuando se hubo marchado el sacerdote por fin me quedé a solas con mi padre.

—Has hecho una cosa terrible, señor —dije.

—No, Héctor, he hecho lo único posible —repuso con un ademán de impotencia—. ¿No comprendes que no podía devolverla? El mal ya estaba hecho, Héctor. Lo estuvo desde el momento en que Helena dejó el palacio de Amidas.

—Entonces no la devuelvas entera, padre, sino sólo su cabeza.

—Es demasiado tarde —repuso ya divagando—. Demasiado tarde… Demasiado tarde…

Capítulo Ocho
(Narrado por Agamenón)

M
i esposa se hallaba junto al ventanal bañada por la luz del sol, que arrancaba destellos cobrizos a sus cabellos tan encendidos y brillantes como ella misma. Aunque no tan bella como Helena, sus encantos eran más interesantes para mí; su atractivo sexual, más intenso. Clitemnestra era una fuente viva de poder, no un simple adorno.

Aquella vista la atraía intensamente, tal vez porque demostraba la elevada posición que ocupaba Micenas sobre las restantes ciudadelas. Micenas, que dominaba desde la montaña del León hasta el valle de Argos con sus verdes cosechas, y se remontaba después a las sierras que nos rodeaban, pobladas por densos pinares sobre olivares.

Se produjo una conmoción en el exterior y distinguí las voces de mis guardianes manifestando que los soberanos no deseaban ser molestados. Fruncí el entrecejo y me levanté, pero aún no había avanzado un paso cuando la puerta se abrió bruscamente y Menelao irrumpió en la sala. Vino directamente hacia mí, apoyó la cabeza en mis piernas y prorrumpió en sollozos. Miré a Clitemnestra, que lo observaba también sorprendida.

—¿Qué sucede? —le pregunté obligándolo a levantarse e instalarse en una silla.

Pero él no podía contener su llanto. Tenía los cabellos sucios y enmarañados, vestía con descuido y llevaba barba de tres días. Clitemnestra sirvió un vaso de vino sin aguar y me lo entregó. Cuando él hubo bebido se tranquilizó un poco y dejó de llorar con tanta desesperación.

—¿Qué sucede, Menelao?

—¡Helena se ha ido!

—¿Ha muerto? —exclamó Clitemnestra apartándose de la ventana.

—No, se ha marchado. ¡Se ha fugado, Agamenón! ¡Me ha abandonado!

Se incorporó en su asiento y trató de serenarse.

—Cuéntamelo poco a poco, Menelao —le dije.

—Hace tres días que regresé de Creta y ella no estaba… ¡Se ha marchado, hermano! ¡Se ha ido a Troya con Paris!

Lo miramos boquiabiertos.

—¿Que se ha ido a Troya con Paris? —repetí cuando me fue posible articular palabra.

—¡Sí, sí! Se llevó las arcas del tesoro y huyó.

—No lo creo —repuse.

—¡Oh, sí! ¡Esa necia y lujuriosa ramera! —siseó Clitemnestra—. ¿Qué más podía esperarse cuando ya se había escapado con Teseo? ¡Puta, ramera, inmoral!

—¡Conten tu lengua, mujer!

Me obedeció, aunque a regañadientes.

—¿Cuándo sucedió eso, Menelao? ¡No habrá pasado hace cinco meses!…

—Casi seis… Al día siguiente de mi marcha a Creta.

—¡Eso es imposible! Reconozco que no he estado en Amiclas en tu ausencia, pero tengo buenos amigos allí que me habrían informado al punto.

—Les echó mal de ojo, Agamenón. Acudió al oráculo de madre Kubaba y le indujo a anunciar que yo había usurpado su derecho al trono de Lacedemonia. Luego impulsó a madre Kubaba a lanzar una maldición contra mis nobles y nadie se atrevió a decirlo.

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