La canción de Troya (14 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La flecha me había atravesado, la misma flecha que había inducido a Fedra al suicidio, a Dánae a meterse en un cofre que su padre arrojó al mar, a Orfeo a desafiar al reino de Hades en busca de Eurídice. Mi vida ya no me pertenecía a mí sino a Paris. ¡Moriría por él! Sin embargo… ¡Qué dicha poder vivir para él!

Menelao entró en mi habitación poco después de que me desplomé pesadamente en mi lecho mientras los gallos cantaban estridentes y el borde oriental del cielo palidecía entre la bruma. Se negó a besarme con aire avergonzado.

—Me hiede el aliento a vino, querida, te molestaría. ¡Qué extraño que haya bebido tanto! ¡No tenía ninguna necesidad!

Lo ayudé a sentarse a mi lado.

—¿Cómo te sientes hoy aparte de tu aliento?

—Algo mal —repuso sonriente.

Pero mudó de expresión y frunció el entrecejo.

—Tengo un problema, Helena.

Sentía la boca seca, me humedecí los labios. ¡Algún noble de la casa se lo había dicho! ¡Palabras! ¡Tenía que encontrar palabras!

—¿Un problema? — murmuré.

—Sí, me ha despertado un mensajero procedente de Creta. Mi abuelo Catreo acaba de morir e Idomeneo retrasa el funeral hasta que Agamenón o yo podamos ir. Como es natural, espera verme a mí. Mi hermano no puede abandonar Micenas.

Me incorporé en el lecho boquiabierta.

—¡No puedes irte, Menelao!

Mi impetuosidad le sorprendió, pero la consideró como un cumplido.

—No me queda otra alternativa, Helena. Tengo que marchar a Creta.

—¿Estarás mucho tiempo ausente?

—Por lo menos medio año… ¡Ojalá supieras más geografía! Los vientos del otoño me enviarán allí, pero tendré que aguardar a que me devuelvan los del verano.

—¡Oh! — suspiré—. ¿Cuándo debes marcharte?

Me acarició el brazo.

—Hoy, queridísima. Primero tendré que pasar por Micenas para ver a Agamenón y, puesto que zarparé desde Lerna o Nauplia, no podré retornar aquí antes de partir. ¡Es una lástima! —dijo encantado al verme tan consternada.

—¡Pero no puedes irte! ¡Tienes un invitado!

—Paris lo comprenderá. Realizaré los ritos de purificación esta misma mañana antes de partir para Micenas, pero también me aseguraré de que se sienta en libertad de permanecer aquí cuanto guste.

—¡Llévatelo a Micenas contigo! —le propuse en un acceso de inspiración.

—¡Vamos, Helena! ¿Con tanto apresuramiento? Claro que él debería ir a Micenas, pero a su comodidad —repuso mi necio marido, deseoso de complacer a su invitado pero ciego ante el peligro que su presencia representaba.

—¡No puedes abandonarme aquí con Paris! —exclamé.

Menelao parpadeó sorprendido.

—¿Por qué no? Estás bien protegida, Helena.

—Quizá Agamenón no lo crea así.

Lo así por el antebrazo y él se inclinó a besarme la mano y a acariciarme los cabellos.

—Tranquilízate, Helena. Tu inquietud es conmovedora, pero innecesaria. Confío en ti al igual que Agamenón.

¿Cómo explicarle que yo no confiaba en mí misma?

Aquella tarde, al pie de la escalera de palacio, despedí a mi marido. A Paris no se le veía por ninguna parte.

Una vez carros y carretas desaparecieron a lo lejos, me retiré a mis habitaciones e hice que me sirvieran allí las comidas. Si Paris no me veía, quizá se cansara del juego que había iniciado y decidiera marcharse a Micenas o a Troya. Y tampoco los nobles de la casa tendrían la oportunidad de vernos juntos.

Pero cuando cayó la noche no pude conciliar el sueño. Paseaba arriba y abajo por mi habitación y acudía a la ventana. Amidas estaba sumida en profunda oscuridad, no se veía brillar lámpara alguna y las montañas eran masas anónimas que se recortaban contra un cielo tachonado de estrellas. La luna llena, inmensa y plateada, vertía su delicada luz en el valle de Lacedemonia. Asomé la cabeza por la ventana para absorber tanta belleza, entre profundos suspiros de placer y con el propósito de impregnarme de aquella sensación de paz. Y presa de aquel hechizo percibí su presencia a mis espaldas, cuando también él observaba la belleza de los cielos por encima de mi hombro. Aunque no pronuncié palabra ni me volví, él fue muy consciente del momento en que yo advertí su presencia. Me cogió los codos con las manos y me atrajo suavemente hacia sí.

—Helena de Amidas, eres tan hermosa como Afrodita.

Me sentí desfallecer y negué lentamente bajo su mejilla.

—No tientes a esa diosa, Paris, que no admite rivales.

—A ella le gustas, ¿no lo comprendes? Afrodita te ha entregado a mí. Yo le pertenezco, soy su preferido.

—¿Por eso se dice que nunca has engendrado un hijo?

—Sí.

Movía las manos en mi cintura formando círculos con lentitud, sin apresurarse, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para hacerme el amor. Me besó en el cuello.

—¿Nunca has deseado salir durante la noche, internarte en lo más profundo del bosque, Helena? ¿Nunca has ansiado poseer la agilidad del ciervo? ¿Jamás has anhelado correr con tanta libertad como el viento y caer agotada bajo el cuerpo de un hombre único?

Como respuesta, mis músculos se pusieron en tensión; aun así respondí con la boca reseca:

—No, nunca se me han ocurrido cosas así.

—A mí sí cuando pienso en ti. Veo tu larga y rubia cabellera flotando al viento y tus largas piernas mientras tratas de huir de mi persecución. Deberíamos habernos encontrado así y no en este palacio vacío y sin vida.

Mientras hablaba separaba mis ropas y posaba en mis senos las palmas de sus manos ligeras como plumas.

—Tú has hecho desaparecer esa imagen.

Y aquél fue el instante decisivo. Me arrojé en sus brazos y lo olvidé todo salvo que él era mi pareja natural. Y que lo amaba, lo amaba con todo mi corazón.

Como su fiel esclava yacía inerte entre sus brazos como la muñeca de trapo de mi hijita, y deseaba que no despuntara el alba.

—Ven a Troya conmigo —dijo de repente.

Me erguí para mirarlo al rostro y en sus maravillosos ojos negros descubrí el mismo amor que yo sentía.

—Es una locura —respondí.

—No, es de sentido común.

Me acariciaba el vientre con una mano y, con la otra, jugaba con mis cabellos.

—No perteneces a un patán insensible como Menelao, sino a mí.

—He nacido en esta tierra, en esta misma habitación. Soy la reina. Y aquí están mis hijos —repuse enjugándome las lágrimas.

—¡Tú perteneces a Afrodita como yo, Helena! En una ocasión le formulé un solemne juramento, entregárselo todo… La escogí sobre Hera y Palas Atenea a cambio de que me concediera lo que le pidiese. Y lo único que le pedí fuiste tú.

—¡No puedo marcharme!

—No puedes quedarte. Y tampoco yo.

—¡Oh, te amo! ¿Cómo podré vivir sin ti?

—No tienes por qué vivir si mí, Helena.

—¡Pides lo imposible! —repuse sollozando cada vez más.

—¡Absurdo! ¿Qué te resulta tan difícil? ¿Dejar a tus hijos? Aquello me hizo meditar.

—En realidad, no —repuse con sinceridad—. No. ¡El caso es que son tan vulgares! Son iguales que Menelao, incluso tienen sus mismos cabellos. ¡Y son pecosos!

—Entonces, si no se trata de tus hijos, será por Menelao. ¿Era eso? No. El pobre, oprimido y tiranizado Menelao estaba dirigido por una férrea mano desde Micenas. ¿Qué le debía yo después de todo? Nunca había deseado ser su esposa. Como tampoco le debía nada a su cejijunto hermano, aquel tipo severo que nos utilizaba como piezas de un juego monumental. A Agamenón no le importaban en absoluto mis deseos, mis necesidades ni mis sentimientos.

—Iré a Troya contigo —le dije—. No hay nada que me retenga aquí. Nada.

Capítulo Siete
(Narrado por Héctor)

P
or fin el capitán del puerto de Sigeo me avisó de que la flota de Paris había regresado de Salamina y al acudir a la asamblea diaria envié a un paje para que le transmitiera discretamente la noticia a mi padre. Se trataba de la audiencia habitual, aburrida y tranquila, en la que se debatían asuntos de propiedades, esclavos y tierras entre otros; se recibía a una embajada de Babilonia y se atendían quejas sobre derechos de pastoreo de nuestros parientes nobles en Dardania, expuestas como siempre por tío Antenor.

La embajada babilónica había sido atendida y despedida y el rey se disponía a emitir su decisión sobre algún asunto trivial cuando sonaron las trompas y Paris entró pavoneándose en la sala del trono. Se me escapó una sonrisa ante su aspecto, pues había vuelto convertido en un verdadero cretense. Todo en él era perfecto, desde el faldellín morado con franjas de oro que vestía hasta sus joyas y sus rizos. Tenía un aspecto inmejorable y se veía muy complacido consigo mismo. ¿Qué travesuras habría cometido para parecer un chacal que se anticipa al león para la caza? Nuestro padre, como de costumbre, lo contemplaba complacido. ¿Cómo era posible que a un hombre tan prudente que ocupaba un trono le cegase de tal modo el simple encanto y la belleza?

Paris cruzó todo el trecho que lo separaba del estrado y se disponía a subir el peldaño superior cuando me acerqué a él. El impenitente y quisquilloso Antenor también se aproximó para no perderse detalle. Me instalé descaradamente junto al trono.

—¿Traes buenas noticias, hijo mío? —inquirió el rey.

—Acerca de tía Hesíone no —repuso Paris negando con la cabeza de modo que agitó sus rizos—. El rey Telamón fue muy amable pero expresó con gran claridad que no pensaba renunciar a ella.

El rey resopló peligrosamente. ¿Hasta dónde alcanzaba aquel antiguo odio? ¿Por qué, al cabo de tantos años, nuestro padre seguía mostrándose implacable contra Grecia? El silbido de su aliento contenido silenció a toda la sala.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo osa insultarme Telamón? ¿Viste a tu tía, tuviste la oportunidad de hablar con ella?

—No, padre.

—Entonces, ¡al diablo con todos ellos!

Echó atrás la cabeza, miró hacia el techo y cerró los ojos.

—¡Oh poderoso Apolo, dios de la luz, que riges el Sol, la Luna y las estrellas, concédeme la oportunidad de abatir el orgullo griego!

Me incliné sobre el trono.

—¡Tranquilízate, señor! ¿Acaso esperabas otra respuesta? Volvió la cabeza hacia mí y abrió los ojos.

—No, creo que no. Gracias, Héctor. Como siempre, me has devuelto a la cruda realidad. ¿Pero por qué han de tenerlo todo los griegos? ¿Quieres decírmelo? ¿Por qué se atrevieron a secuestrar a una princesa troyana?

Paris apoyó la mano en la rodilla del rey y le dio unos suaves golpecitos. El monarca suavizó su expresión al mirarlo.

—He castigado adecuadamente la arrogancia griega, padre —dijo Paris con ojos brillantes.

Me disponía a alejarme pero aquellas palabras me impulsaron a detenerme.

—¿Cómo, hijo mío?

—¡Ojo por ojo, señor! ¡Ojo por ojo! Los griegos robaron a tu hermana, pues yo te he traído un galardón de Grecia muy superior a cualquier muchachita quinceañera.

Se levantó bruscamente, tan satisfecho de sí mismo que no podía seguir a los pies de Príamo un instante más.

—¡Señor —exclamó con voz resonante entre las vigas del techo—, conmigo ha venido Helena, reina de Lacedemonia, esposa de Menelao, cuñada de Agamenón y hermana de Clitemnestra, esposa a su vez de Agamenón!

Me quedé atónito, incapaz de pronunciar palabra. Aquello era una tragedia porque le daba ocasión a tío Antenor para entrometerse al punto. El hombre se adelantó bruscamente y las hinchadas articulaciones de sus manos me recordaron enormes y deformes garras.

—¡Necio, ignorante, entrometido! —rugió—. ¡Conquistador de rostro afeminado! ¿Por qué no hiciste algo más sonado, raptar a la propia Clitemnestra? Los griegos soportan dócilmente nuestros embargos comerciales y su propia escasez de estaño y de cobre, pero ¿acaso esperas que asuman también esto sumisamente? ¡Eres un insensato! ¡Le has dado a Agamenón la oportunidad que esperaba desde hace años! ¡Nos has sumergido en una conflagración que será la ruina de Troya! ¡Insensato, idiota engreído! ¿Por qué no te desenmascaró tu padre? ¿Por qué no detuvo tu carrera libertina antes de que comenzara? ¡Cuando hayamos cosechado las consecuencias de este acto, todos los troyanos pronunciarán tu nombre con desprecio!

Aplaudí mentalmente las palabras del anciano, que expresaban con exactitud mis sentimientos. Sin embargo, por otra parte, también lo maldije. ¿Qué hubiese decidido mi padre si él hubiera contenido su lengua? Cuando Antenor encontraba defectos, el rey se inclinaba al perdón. Fuesen cuales fuesen sus pensamientos privados, Antenor lo había impulsado a favor de Paris.

Mi hermano se había quedado atónito.

—¡Lo hice por ti, padre! —gimió.

—¡Oh, sí, desde luego! —intervino Antenor con sarcástica risita—. ¿Y has olvidado el más famoso de nuestros oráculos? «Cuidado con la mujer traída como botín de Troya.» ¿No se explica por sí mismo?

—¡No, no lo he olvidado! —exclamó mi hermano—. ¡Helena no es ningún botín! ¡Ha venido conmigo voluntariamente! No ha sido víctima de un rapto sino que viene por su voluntad porque desea casarse conmigo. Y en prueba de ello ha traído consigo un gran tesoro: oro y joyas suficientes para comprar un reino. ¡Una dote, padre, una magnífica dote! —Se rió—. ¡He insultado mucho más a los griegos que si les hubiese raptado a una reina!… ¡Los he hecho cornudos!

Antenor parecía agotado. Agitó lentamente sus blancos cabellos y se escabulló entre las hileras de cortesanos. Paris me miraba apremiante, con aire de súplica.

—¡Ayúdame, Héctor!

—¿Cómo voy a hacerlo? —mascullé.

Se volvió, cayó de rodillas y se abrazó a las piernas del rey.

—¿Qué mal puede causar esto, padre? —dijo con aire zalamero—. ¿Cuándo ha significado la guerra la huida voluntaria de una mujer? ¡Helena ha venido por su propia voluntad! ¡No es una criatura inexperta, ya tiene veinte años! Lleva seis casada y tiene hijos. ¿Y puedes imaginar lo terrible que debe de haber sido su vida para abandonar un reino y a sus hijos? ¡La amo, padre! ¡Y ella me corresponde!

Se le quebró patéticamente la voz y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

El rey acarició cariñoso sus cabellos y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—La veré —dijo.

—¡No, aguarda! —intervino Antenor, que de nuevo se había adelantado—. Señor, antes de que veas a esa mujer insisto en que me escuches. ¡Devuélvela a su hogar, Príamo, devuélvela! Que regrese con Menelao sin verla siquiera, con sinceras disculpas y todos los tesoros que ha traído consigo, y recomendando que le corten el cuello. ¡No merece otra cosa! ¡Amor! ¿Qué clase de amor le permite dejar a sus hijos? ¿No significa eso nada? ¡Trae un gran tesoro a Troya, pero no a sus hijos!

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