La canción de Troya (12 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

Al nacer los habían consagrado al servicio de Apolo y jamás habían demostrado resentirse de tan arbitraria disposición de su destino. Según las leyes establecidas por el rey Dárdano, el oráculo de Troya debía ser confiado a un hijo y a una hija de sus reyes, a ser preferible gemelos, lo que los había hecho ser elegidos de manera automática. Por el momento aún disfrutaban de cierta libertad, pero cuando cumplieran los veinte años serían formalmente confiados al cuidado del trío que dirigía el culto de Apolo en Troya: Calcante, Laoconte y Teano, esposa de Antenor.

Heleno lucía las largas y flotantes túnicas de los religiosos. Con su expresión soñadora unida a tanta belleza era tan llamativo que atraía mi atención al verlo sentado contemplando la ciudad desde mi ventana. Me prefería a cualquiera de sus restantes hermanos, ya fueran de Hécuba, de otra esposa o de alguna concubina, porque yo no era aficionado a la guerra ni a matar. Aunque por su naturaleza severa y ascética no podía perdonar mis amoríos, mi conversación era mucho más de su agrado por su carácter más pacífico que marcial.

—He venido a traerte un mensaje —me dijo sin volverse.

Suspiré.

—¿Qué he hecho ahora?

—Nada que merezca ser censurado. Simplemente acudo a invitarte a una reunión que se celebrará esta noche después de la cena.

—No puedo. Tengo un compromiso anterior.

—Será mejor que lo canceles. El mensaje procede de nuestro padre.

—¡Qué fastidio! ¿Por qué yo?

—No lo sé. Se trata de un grupo muy reducido. Sólo algunos hijos imperiales, Antenor y Calcante.

—Extraño conjunto. ¿De qué se trata?

—Ve y te enterarás.

—¡Oh, así lo haré! ¿Has sido invitado?

Heleno no respondió. Tenía el rostro contraído y en los ojos, su peculiar expresión de mística interior. Como ya había sido testigo de aquel trance visionario, reconocí al punto de qué se trataba y contemplé fascinado a mi hermano. De pronto se estremeció y recobró su aspecto normal.

—¿Qué has visto? —le pregunté.

—No he podido ver nada —dijo lentamente mientras se enjugaba el sudor de la frente—. Parecía una estructura, percibí una estructura… El comienzo de un retorcimiento y un cambio que conducirán a un fin inevitable.

—¡Has tenido que ver algo, Heleno!

—Llamaradas… Griegos con armadura… Una mujer tan hermosa que debía de ser Afrodita… Naves, cientos y cientos de naves… Tú, nuestro padre, Héctor…

—¿Yo? ¡Pero yo no soy importante!

—¡Créeme, Paris, sí lo eres! —dijo con voz cansada. Se levantó bruscamente—. Voy en busca de Casandra. Con frecuencia vemos las mismas cosas aunque no estemos juntos.

Pero yo, que también percibía algo de aquella sombría y enmarañada presencia, negué con la cabeza.

—No. Casandra lo destrozará —dije.

Heleno no se equivocaba al decir que el grupo sería muy reducido. Fui el último en llegar y ocupé un puesto en el extremo del banco donde se sentaban mis hermanos Troilo e Ilio… ¿por qué ellos? Troilo tenía ocho años e Ilio sólo siete. Eran los dos últimos hijos de mi madre, ambos llamados así por el hombre sombra que había ocupado el trono tras el rey Dárdano. Héctor también estaba presente, así como nuestro hermano mayor Deífobo. Por derecho, le correspondía a éste haber sido designado heredero, pero todos cuantos lo conocían, comprendido nuestro padre, sabían que al cabo de un año de reinado lo destruiría todo. Codicioso, desconsiderado, apasionado, egoísta, inmoderado… tales eran los calificativos que se le aplicaban. ¡Y cuánto nos odiaba! En especial a Héctor, que había usurpado su derecho, o por lo menos él así lo creía.

La presencia de tío Antenor era lógica, pues en su calidad de canciller asistía a toda clase de reuniones que se celebrasen, ¿pero por qué Calcante, un personaje tan incómodo?

Tío Antenor me lanzó una mirada furibunda, y no porque llegase el último. Dos años atrás, en verano y en la montaña de Ida, yo había disparado una flecha a una diana sujeta a un árbol al mismo tiempo que soplaba una insólita ráfaga de aire que desvió el proyectil y lo clavó en la espalda del hijo más joven que tío Antenor había tenido con su concubina preferida: el pobre muchacho se había ocultado para espiar a una pastora que se bañaba desnuda en un manantial. Estaba muerto y yo era culpable de homicidio involuntario. No se trataba de un asesinato en el sentido exacto de la palabra, pero sí de un crimen que tendría que ser expiado. Y el único medio para ello consistía en que yo emprendiera un viaje al extranjero en busca de un rey dispuesto a realizar la ceremonia de purificación. Tío Antenor no había podido exigir venganza, pero no me había perdonado. Lo cual me recordaba que aún no había emprendido aquel viaje al extranjero en busca del rey en cuestión. Los monarcas eran los únicos sacerdotes calificados para realizar los ritos de purificación de un homicidio accidental.

Mi padre dio unos golpecitos en el suelo con su cetro de marfil, cuyo redondo puño despedía verdes reflejos porque contenía una enorme y perfecta esmeralda.

—Os he convocado a esta reunión porque debemos tratar de una cuestión que me corroe desde hace muchos años —dijo con su voz firme y varonil—. Me lo ha traído a la memoria comprender que mi hijo Paris nació el mismo día que ello sucedió, hace treinta y tres años, una jornada de muerte y privación. Mi padre Laomedonte fue asesinado, así como mis cuatro hermanos, y mi hermana Hesíone fue secuestrada y violada. Sólo el nacimiento de Paris impidió que aquél fuese el día más aciago de mi existencia.

—¿Por qué nos has reunido a nosotros, padre? —inquirió Héctor con suavidad.

Últimamente yo había advertido que él asumía la responsabilidad de devolver la atención de nuestro padre al tema que se debatía cuando dejaba errar su mente; comenzaba a mostrar cierta tendencia a hacerlo así.

—¡Ah! ¿No os lo había dicho? Tú, Héctor, por ser el heredero; Deífobo porque es mi primogénito imperial; Heleno porque tendrá a su cargo el oráculo de Troya; Calcante porque se ocupa del mismo hasta que mi hijo tenga la edad adecuada; Troilo e Ilio porque según Calcante existen ciertas profecías sobre ellos; Antenor porque se encontraba allí aquel día, y Paris porque nació en la misma fecha.

—¿Y por qué estamos aquí? —preguntó Héctor.

—Me propongo enviar una embajada formal a Telamón de Salamina en cuanto los mares sean propicios —repuso nuestro padre con lógica adecuada, según me pareció, aunque Héctor frunció el entrecejo como si la respuesta le preocupara—. Esa embajada exigirá a Telamón que devuelva a mi hermana a Troya.

Reinó un profundo silencio. Antenor acudió a apoyarse entre mi banco y el siguiente y luego regresó al trono, junto a mi padre. El pobre se doblaba casi por la cintura a causa de una dolorosa enfermedad de las articulaciones que le afectaba desde tiempo inmemorial y a cuyos estragos todos atribuían su famoso mal carácter.

—Ésta es una necia aventura, señor —anunció tajante—. ¿Para qué gastar el oro de Troya en esto? Te consta, al igual que a mí, que en sus treinta y tres años de exilio Hesíone nunca se ha lamentado de su destino. En cuanto a su hijo Teucro, acaso sea un bastardo, pero disfruta de una posición muy elevada en la corte de Salamina y es amigo y mentor de Ayax, el heredero de la corona. ¿Por qué preocuparte si vas a obtener una negativa por respuesta?

El rey se levantó furioso.

—¿Me acusas de necedad, Antenor? ¡Es una novedad para mí que Hesíone esté satisfecha en su exilio! ¡No, Telamón le impide pedirnos auxilio!

Antenor agitó el retorcido puño.

—¡Tengo la palabra, señor, e insisto en hacer uso de mi derecho! ¿Por qué sigues pensando que hemos sido agraviados durante todos estos años? ¡Fue Heracles el ofendido y en tu fuero interior eres consciente de ello! También deseo recordarte que si Heracles no hubiese matado al león, Hesíone habría muerto.

Mi padre temblaba de pies a cabeza. Aunque fueran cuñados, existía escaso afecto entre ambos. Antenor seguía siendo espiritualmente dárdano; tenía al enemigo en su casa.

—Si fuésemos jóvenes tendría algún sentido nuestro continuo enfrentamiento y lo zanjaríamos de una vez con escudos y espadas —masculló el soberano—. Pero tú estás lisiado y yo soy demasiado viejo. Repito: enviaré una embajada a Salamina lo antes posible. ¿Comprendido?

—Eres el rey, señor, tú tomas las decisiones —resopló Antenor—. En cuanto a duelos… acaso te consideres demasiado viejo, pero ¿cómo te atreves a suponerme demasiado tullido para hacerte trizas? ¡Nada me sería más grato!

Y salió de la sala acompañado del eco de sus palabras. Mi padre volvió a sentarse murmurando palabras ininteligibles.

Me levanté y de modo instintivo pronuncié unas palabras sorprendentes.

—Me ofrezco para llevar tu embajada, señor. De todos modos tengo que salir al extranjero para conseguir purificarme por la muerte del hijo de tío Antenor.

—¡Te saludo, Paris! —me aplaudió Héctor entre risas.

—¿Por qué no yo, señor? —refunfuñó Deífobo—. ¡Debería ser yo, que soy el mayor!

Heleno saltó a la palestra en pro de Deífobo, y yo no daba crédito a mis oídos porque me constaba cuánto odiaba Heleno al primogénito.

—¡Envía a Deífobo, padre, por favor! Si Paris va, tengo el presentimiento de que Troya verterá lágrimas de sangre.

Fuera como fuese, el rey Príamo ya se había decidido y me confió la tarea.

Cuando los demás se hubieron marchado, me quedé con él.

—Estoy encantado, Paris —dijo acariciándome los cabellos.

—Y yo me siento recompensado, padre.

De pronto me eché a reír.

—Si no puedo traer a tía Hesíone, quizá traiga a alguna princesa griega en su lugar.

Las risas lo agitaron convulsivamente: mi bromita le había hecho gracia.

—En Grecia abundan las princesas, hijo mío. Reconozco que los griegos merecerían que les pagásemos con la misma moneda.

Le besé la mano. Su implacable odio a Grecia y a todo lo griego era proverbial en Troya; yo lo había hecho feliz. ¿Qué importaba que se tratase de un cumplido huero, mientras le hiciera gracia?

Puesto que parecía que aquel suave invierno no tardaría en concluir, pocos días después fui a Sigeo para tratar de la dirección de la flota con los capitanes y comerciantes que la formarían. Deseaba disponer de veinte naves de gran calado con abundante tripulación y bodegas vacías. Como el Estado asumía los costes, sabía que podría contar con una multitud de aspirantes entusiastas. Aunque no comprendía qué diablos me había impulsado a ofrecerme en su momento, me sentía entusiasmado ante la perspectiva de emprender aquella aventura. En breve vería lugares lejanos, lugares que un troyano jamás imaginaría visitar. Países griegos.

Cuando la conferencia hubo concluido, salí de la casa del señor del puerto para respirar el despejado, frío y salobre aire marino y observar las actividades de aquella playa tan concurrida, con los barcos fondeados sobre los guijarros durante el invierno. Embarcaciones que en aquellos momentos bullían con equipos de hombres que inspeccionaban sus curvados costados y se aseguraban de que eran navegables. Un enorme navío de color escarlata maniobraba cerca de la playa, los ojos de la proa trataban de sobrecogerme, el mascarón que coronaba su curvada popa representaba sin duda a mi diosa especial, Afrodita. ¿Qué carpintero de ribera la habría visto en sueños para concretarla de modo tan maravilloso?

Al fin el propietario de la embarcación halló suficiente espacio para acomodar sus pesados costados en los guijarros y echaron las escaleras de cuerda, en cuyo momento advertí que el barco ostentaba un estandarte real en la proa que lucía incrustaciones de color escarlata y estaba ribeteado de oro macizo; ¡en él viajaba un rey extranjero! Me adelanté lentamente retorciendo mi capa en elegantes pliegues.

El personaje real descendió con cuidado. Era griego, algo evidente por su vestimenta y la instintiva superioridad que hasta el más inferior de ellos poseía cuando se encontraba en el resto del mundo. Pero a medida que aquel monarca se aproximaba perdí mi temor inicial. ¡Se trataba de un hombre de aspecto muy corriente! No era especialmente alto ni agraciado y, por añadidura, era pelirrojo. Sí, definitivamente era griego. La mitad de ellos parecían ser pelirrojos. Su faldellín de cuero estaba teñido de púrpura y repujado en oro y el ribete era también de oro, al igual que el ancho cinturón con gemas incrustadas; el blusón era cárdeno y estaba recortado, mostrando un pecho enjuto; en el cuello lucía un gran collar de oro y joyas. Era un hombre muy rico.

Al verme varió su rumbo.

—Bien venido a las playas de Troya, real señor —lo saludé formalmente—. Soy Paris, hijo del rey Príamo.

El hombre enlazó sus dedos en el brazo que le tendía.

—Gracias, alteza. Yo soy Menelao, rey de Lacedemonia y hermano de Agamenón, monarca supremo de Micenas.

Abrí los ojos sorprendido.

—¿Quieres ir a la ciudad en mi carro, rey Menelao? —le ofrecí.

Mi padre presidía su audiencia de los asuntos diarios. Susurré unas palabras al heraldo, que se cuadró y abrió la doble puerta.

—¡El rey Menelao de Lacedemonia! —exclamó.

Entramos juntos ante una multitud que parecía haberse petrificado. Héctor estaba al fondo, con la mano extendida y la boca abierta sin proferir palabra, Antenor se había vuelto a medias a mirarnos y mi padre, que se sentaba muy erguido en su trono, apretó su cetro con tanta fuerza que éste se agitó. Si mi compañero llegó a advertir que los griegos no eran bien recibidos, no dio muestras de ello, aunque cuando más tarde llegué a conocerlo mejor decidí que probablemente no había reparado en tal cosa. El hombre paseó su mirada por la sala y su decoración, al parecer poco impresionado, lo que me hizo preguntarme cómo serían los palacios griegos.

Mi padre se apeó del estrado y le tendió la mano.

—Nos sentimos muy honrados, rey Menelao —dijo.

Y le señaló un gran sofá cubierto de cojines al que lo condujo llevándolo del brazo.

—¿Quieres sentarte, por favor? Paris, acompáñanos, pero primero indícale a Héctor que nos acompañe y encárgate de que nos sirvan refrescos.

La corte, inmóvil, nos lanzaba miradas especulativas, pero la conversación que sostenían en el diván apenas resultaba audible a escasa distancia.

Una vez finalizados los saludos, mi padre tomó la palabra.

—¿Qué te trae a Troya, rey Menelao?

—Un asunto de importancia vital para mi pueblo de Lacedemonia, rey Príamo. Me consta que lo que busco no se halla en tierras troyanas, pero me ha parecido el lugar más apropiado donde iniciar mis pesquisas.

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