Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (13 page)

—Pregunta.

Menelao se inclinó hacia él ladeándose para contemplar el rostro inexpresivo de mi padre.

—Mi reino está azotado por una plaga, señor. Como mis propios sacerdotes no han podido adivinar la causa que la provoca, recurrí a la pitonisa de Delfos, quien me dijo que debo acudir personalmente a recoger los huesos de los hijos de Prometeo y conducirlos a Amidas, mi capital, donde deben ser enterrados de nuevo para que cese la epidemia.

¡Vaya! Su misión no tenía nada que ver con tía Hesíone, la escasez de cobre y estaño ni los embargos comerciales del Helesponto. Su propósito era mucho más mundano, muy corriente. Enfrentarse a la plaga exigía medidas extraordinarias, y siempre había algún rey vagando por mares y playas en busca de algún objeto que, según los oráculos, debía ser restituido a la patria. A veces me preguntaba si el verdadero propósito que se ocultaba tras tales oráculos no consistía en enviar a los reyes a cualquier otro lugar hasta que el desgaste natural condujese a la plaga a su inevitable final. Era un modo de proteger al rey de cualquier peligro, pues si permanecía en su patria era muy probable que falleciese de la misma epidemia o que fuese sacrificado de manera ritual.

Como es natural, el rey Menelao debía ser acomodado. ¿Quién sabía si el año próximo el oráculo enviaría al rey Príamo a pedirle ayuda a él? La realeza, pese a sus diferencias o nacionalidades, se apoyaba mutuamente en determinadas situaciones. Así que mientras el rey Menelao residió en nuestra ciudad, mi padre envió exploradores para localizar los huesos de los hijos de Prometeo, que hallaron finalmente en Dardania. El rey dárdano Anquises protestó amargamente, pero fue inútil. Le gustara o no, las mencionadas reliquias le serían arrebatadas.

Me fue confiada la tarea de cuidar de Menelao hasta que pudiera viajar oficialmente a Lirneso y reclamar los huesos. Lo que me indujo a hacerle un ofrecimiento cortés que era habitual: la elección por su parte de cualquier mujer que le agradase, siempre que no perteneciese a la familia real.

El hombre se echó a reír y negó rotundamente con la cabeza.

—No necesito más mujeres que Helena, mi esposa.

—¿De verdad? — repuse aguzando el oído.

—Estoy casado con la mujer más hermosa del mundo —dijo con aire solemne, resplandeciente el rostro y muy halagado.

Aunque sin perder mi aire cortés, no pude evitar mostrarle mi incredulidad.

—¿Es cierto eso?

—Sí, Paris. Helena no tiene igual.

—¿Es más hermosa que la mujer de mi hermano Héctor?

—La princesa Andrómaca es una pálida Selene comparada con el esplendor de Helio —respondió.

—Hablame más de ella.

Suspiró y agitó los brazos en el aire.

—¿Cómo puede describirse a Afrodita? ¿Cómo describir la perfección visual con simples palabras? Ven a mi barco y contempla el mascarón de proa, Paris; es Helena.

Cerré los ojos y traté de recordar. Pero sólo logré visualizar unos ojos verdes como los de un gato egipcio.

¡Tenía que conocer a semejante belleza! Y no porque no diera crédito a sus palabras, pues el mascarón de proa tenía que ser superior al modelo que lo había inspirado. Ninguna estatua de Afrodita por mí conocida podía rivalizar con aquel rostro (aunque, a decir verdad, los escultores eran unos majaderos que insistían en dotar a las estatuas de sonrisas necias, rasgos duros y cuerpos aún más envarados).

—Señor —dije impulsivamente—, en breve tendré que marchar a Salamina al frente de una embajada para visitar al rey Telamón e interesarme por el bienestar de mi tía Hesíone.

Pero mientras me halle en Grecia debo asimismo purificarme por un crimen involuntario que cometí. ¿Está Salamina muy lejos de Lacedemonia?

—Es una isla situada frente a las playas del Ática y Lacedemonia se encuentra en el interior de la isla de Pélops, pero no hay mucha distancia entre ellas, es un viaje viable.

—¿Te encargarías de purificarme, Menelao?

Sonrió radiante.

—¡Desde luego, desde luego! Es lo mínimo que puedo hacer para compensarte por tus amabilidades, Paris. Ven a Lacedemonia este verano y realizaré los ritos necesarios.

—Parecía muy ufano—. Dudaste cuando te hablé de la belleza de Helena… ¡Sí, sí, así fue! Te traicionó la mirada. Pues bien, cuando vengas a Amidas lo comprobarás por ti mismo, después de lo cual espero tus disculpas.

Sellamos el pacto con un trago de vino y a continuación nos entregamos a planear el viaje a Lirneso para desenterrar los huesos de los hijos de Prometeo bajo las indignadas miradas del rey Anquises y de su hijo Eneas. ¡De modo que Helena era tan hermosa como Afrodita! Me preguntaba cómo asimilarían Anquises y Eneas tal comparación cuando Menelao la proclamase, como sin duda haría. Porque de todos era conocido que, en su juventud, el propio Anquises había sido tan hermoso que Afrodita se dignó hacer el amor con él. Luego se marchó y dio a luz a Eneas. ¡Vaya, vaya! ¡Cómo vuelven a obsesionarnos las locuras de la propia juventud!

Capítulo Seis
(Narrado por Helena)

C
uando los huesos de los hijos de Prometeo llegaron a las tierras de Amidas rodeados de preciosos artefactos y protegidos los sonrientes cráneos por máscaras de oro, la plaga comenzó a decrecer. ¡Cuan maravilloso poder salir una vez más por la ciudad, unirse a las batidas de caza por las montañas, presenciar los deportes en el pabellón que estaba tras el palacio! También era magnífico ver las sonrisas en los rostros de la gente, oír sus bendiciones y pasear entre ellas. El rey había acabado con la plaga y todo había vuelto a la normalidad.

Salvo para mí, pues Menelao vivía con una sombra. A medida que transcurrían los años me volví más callada, más grave, siempre digna y sumisa. Le di a mi esposo dos hijas y un hijo, y él dormía en mi lecho cada noche, ya que jamás le negué el acceso a mis aposentos cuando acudía a ellos. Y me amaba. Ante sus ojos yo no podía hacer nada malo. Ésa era la razón por la que seguí siendo una esposa dócil y digna, pues no podía resistir que me tratara como a una diosa. Y también existía otra razón: quería conservar la cabeza sobre los hombros.

¡Si hubiera sido capaz de mantenerme fría y ausente cuando él vino a mí tras nuestra boda! Pero me fue imposible. Helena era una criatura carnal, no estaba a prueba del contacto de hombre alguno, aunque fuera tan torpe y aburrido como mi marido. Cualquiera era mejor que ninguno.

Llegó el verano, el más caluroso que nadie recordaba. Las lluvias cesaron, los riachuelos se secaron y los sacerdotes murmuraban siniestramente ante los altares. Habíamos sobrevivido a la plaga, pero ¿le sucedería la hambruna en la lista de nuestras agonías humanas? En dos ocasiones distinguí los gruñidos de Poseidón, que agitaba y movía las entrañas de la tierra como si también él se sintiera inquieto. Comenzaron las murmuraciones acerca de presagios y los sacerdotes alzaron más sus voces cuando el trigo cayó sin espigas en la tierra agostada y la cebada, más resistente, amenazó con seguir su ejemplo.

Pero cuando la canícula alcanzó el límite de un bochorno insoportable, el ceñudo Tonante tomó la palabra. En una jornada tórrida e irrespirable envió a sus mensajeros, las nubes tormentosas, que agrupó en unos momentos en un cielo de calidades metálicas. Por la tarde el sol desapareció, la penumbra se hizo más densa y Zeus estalló al fin. Descargó rayos y relámpagos hasta la tierra rugiendo con todas sus fuerzas y con tal ferocidad que ensordeció nuestros oídos y la Madre se estremeció y encogió al efecto de cada descarga que caía como una columna de puro fuego de su terrible mano.

Me hallaba en un sofá de la salita que solía utilizar junto a las zonas públicas, estremecida de terror y sudorosa, murmurando oraciones y tapándome los oídos mientras restallaban los truenos y surgían y desaparecían deslumbrantes luces blancas. ¿Dónde se encontraría Menelao?

De pronto distinguí su voz a lo lejos hablando con insólita animación con alguien que se expresaba con una extraña entonación griega, sin duda un extranjero. Me precipité hacia la puerta y corrí a mis aposentos, pues no deseaba disgustar a mi esposo; como todas las damas de palacio, había aprovechado el calor para vestirme con una túnica de transparente lino egipcio.

Poco antes de cenar, Menelao acudió a verme tomar el baño. Nunca intentaba tocarme; era su oportunidad para no hacer nada más que mirar.

—Tenemos una visita, querida —dijo tras aclararse la garganta—. ¿Te vestirás de ceremonia esta noche?

—¿Tan importante es? —le pregunté sorprendida.

—Mucho. Se trata de mi amigo Paris de Troya.

—¡Ah, sí, ya lo recuerdo!

—Debes lucir tu mejor aspecto, Helena. Cuando estuve en Troya alardeé ante él de tu belleza y se mostró escéptico.

Me di la vuelta sonriente derramando el agua.

—Me esforzaré todo lo posible, esposo. Te lo prometo.

Y cuando entré en el comedor, antes de que la corte reunida tomara la última comida del día con los reyes, estaba segura de haberlo conseguido. Menelao ya se encontraba allí, junto a la gran mesa, hablando con un hombre que estaba de espaldas a mí y que, aun así, ya me pareció muy interesante. Era mucho más alto que mi esposo, lucía una cabellera negra y rizada que le caía hasta media espalda e iba desnudo hasta la cintura, al estilo cretense. Un gran collar de gemas engastadas en oro rodeaba sus hombros y en los poderosos brazos lucía brazaletes también de oro y de cristal. Observé su faldellín morado y sus piernas bien moldeadas y sentí un estremecimiento no experimentado desde hacía muchos años. Pensé con ironía que de espaldas tenía buen aspecto pero que probablemente tendría el rostro caballuno.

Agité mis campanillas para que sonaran y ambos se volvieron hacia mí. En cuanto miré al visitante me enamoré de él. Fue así de sencillo, de fácil. Me enamoré. Si yo era la mujer perfecta, él, sin duda, era el hombre perfecto. Lo miré con absoluta estupefacción sin hallarle defecto alguno. Era perfecto y me había enamorado de él.

—Querida —dijo Menelao acercándose a mí—, te presento al príncipe Paris, a quien debemos tratar con toda amabilidad y cortesía y que fue un excelente anfitrión para mí en Troya.

Y miró a su vez a Paris enarcando las cejas.

—¿Qué hay, amigo mío? ¿Aún dudas de mí?

—No —respondió Paris—. No —repitió.

Menelao sonrió, ya satisfecho.

¡Aquella cena fue una pesadilla! El vino corría libremente, aunque por ser mujer yo no pudiera probarlo. ¿Pero qué dios travieso impulsó a Menelao a abusar de él cuando solía ser tan comedido? Paris estaba sentado entre nosotros, lo que significaba que yo no podía acercarme a mi esposo para apartarle la copa con disimulo. Y aquel príncipe troyano tampoco se comportaba de modo circunspecto. Desde luego que yo había visto brillar la atracción en sus negros ojos en el instante en que se fijaron en mí, pero muchos hombres reaccionaban de modo similar y luego actuaban con timidez. Mas no era aquél el caso de Paris. Durante toda la comida me dirigió escandalosos cumplidos y desvergonzadas e intencionadas miradas, al parecer indiferente al hecho de que nos encontrábamos a la mesa de honor y éramos observados por un centenar de hombres y mujeres de la corte.

Entre una tumultuosa sensación de confusión y temor traté de dar la impresión a los posibles observadores (más de la mitad de los cuales eran espías de Agamenón) de que no sucedía nada anormal. Para simular sensación de cortesía y naturalidad le pregunté a Paris cómo era la vida en Troya, si todas la naciones de Asia Menor hablaban algo parecido al griego, cuan lejos de su país se encontraban lugares como Asiría y Babilonia y si todos aquellos países hablaban también nuestro idioma.

Me respondió con soltura y autoridad (no era ningún necio con las mujeres) mientras paseaba su perversa mirada de mis labios a mis cabellos, de las puntas de mis dedos a mis senos.

Mientras discurría el interminable banquete, Menelao se expresaba cada vez más confusamente, sin parecer advertir nada más allá del rebosante contenido de su copa. Y Paris era cada vez más audaz. Se aproximaba tanto a mí que podía sentir su aliento en mi hombro, aspirar su dulzura. Me retiré hasta encontrarme en el extremo del banco.

—Los dioses son crueles al entregar tanta belleza al cuidado de un solo hombre -susurró.

—¡Dios mío, cuida lo que dices! ¡Te suplico que seas discreto!

Por toda respuesta me obsequió con una sonrisa que me paró el corazón y junté las rodillas al sentir un repentino calor.

—Te he visto esta tarde —prosiguió como si yo no hubiera dicho nada—, cuando te escabullías de nosotros con tu túnica transparente.

Me sonrojé intensamente y rogué que ninguno de los presentes lo hubiera advertido.

El hombre apoyó en mi brazo su mano, cuyo contacto insoportable me sobresaltó; una sensación similar a la experimentada cuando el Tonante hacía sonar su voz recorrió mi cuerpo.

—¡Por favor, señor! ¡Mi marido puede oírte!

Retiró la mano, que colocó sobre la mesa al tiempo que se reía tan bruscamente que volcó una copa con el codo y el rojo vino se extendió formando un charco en la pálida madera. Hice señas a un criado para que lo limpiase mientras él ya se inclinaba hacia mí.

—¡Te amo, Helena! —dijo.

¿Lo habrían oído los criados? ¿Por qué sus rostros eran siempre tan impasibles cuando servían a sus superiores? Observé a Menelao, que permanecía con la mirada fija en un punto indefinido. Estaba muy borracho.

Demasiado borracho para acudir a visitarme aquella noche. Sus hombres lo trasladaron a sus aposentos y yo me retiré sola a mis habitaciones. Pasé largo rato sentada junto a la ventana del salón pensando qué debía hacer. ¿Cómo podría superar los interminables días que aquel hombre tan peligroso estaría con nosotros? Tras una simple comida en su compañía me sentía perdida. El hombre me acechaba con audacia y consideraba a mi marido demasiado necio para descubrirlo. Pero en aquella ocasión había contribuido el vino y me constaba que al día siguiente Menelao estaría sobrio. E incluso el más bobo de los hombres tiene un instinto vigilante, amén de lo cual alguno de los nobles de la casa se sentiría obligado a decirle algo. Estaban pagados por Agamenón para vigilarlo todo. Si alguno de ellos llegaba a decidir que yo no le era fiel, mi cuñado lo sabría inmediatamente. Y por muy príncipe troyano que fuese, Paris perdería la cabeza al igual que yo. ¡Al igual que yo!

Me debatía entre el miedo y el deseo. ¡Oh, cuánto lo amaba! ¿Pero qué amor era aquel que había surgido tan de repente, sin previo aviso? Podía resistirme al simple deseo, pues así lo había aprendido en el curso de mi matrimonio. Sin embargo, el amor era irresistible. Ansiaba estar con Paris por todas las razones, deseaba pasar la vida con él. Anhelaba conocer sus pensamientos, saber cómo vivía, cómo sentía, cuál era su aspecto mientras dormía.

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