La canción de Troya (37 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

El hombre que los capitaneaba era un gigante que vestía armadura de bronce con adornos de oro y esgrimía una poderosa hacha con la que rechazaba a los ancianos como si fueran mosquitos, hundiéndola en sus carnes despectivamente. A continuación irrumpió en el gran salón seguido de sus hombres y cerré los ojos al resto de la carnicería que se producía fuera rogando a la casta Artemisa que les inspirara la idea de matarme. Prefería la muerte a la violación y la esclavitud. Una niebla rojiza dificultaba mi visión, la luz del día se filtraba implacable en ellos y mis oídos no estaban sordos a los gritos sofocados y a los balbuceantes ruegos de misericordia. La vida es preciosa para los viejos, pues comprenden cuán duramente se gana. Pero yo no distinguía la voz de mi padre y pensé que habría encontrado la muerte con tanto orgullo como había vivido.

Llegó a mis oídos el ruido de firmes y poderosas pisadas. Entonces abrí los ojos y me volví hacia la puerta situada en el extremo opuesto de la angosta estancia. En ella aparecía un hombre que empequeñecía aquella abertura, con el hacha colgando a un costado y manchado de sangre el rostro, coronado por un casco de bronce con penacho de oro. Tenía una boca tan cruel que los dioses que lo habían creado se habían olvidado de darle labios; comprendí que un hombre sin labios no sentiría piedad ni mostraría amabilidad alguna. Por un momento se quedó mirándome como si yo hubiera surgido de la tierra y luego entró en la habitación con la cabeza ladeada como un perro que husmea. Me erguí y decidí que no le obsequiaría con mi llanto ni con gemidos me hiciera lo que me hiciera. No deduciría por mi conducta que las mujeres dárdanas éramos cobardes.

Ganó la distancia que nos separaba en lo que tan sólo me pareció un paso, me asió por una muñeca y luego por la otra y me levantó en el aire.

—¡Carnicero de ancianos y niños! ¡Animal! —lo insulté jadeante al tiempo que le propinaba patadas.

De pronto golpeó mis muñecas entre sí con tal fuerza que los huesos crujieron. Estuve a punto de gritar de dolor, pero me contuve, ¡no lo haría! En sus ojos amarillos como los de un león brilló la ira; lo había herido en lo único aún sensible de su amor propio. No le había agradado verse calificado de carnicero de ancianos y de niños.

—¡Conten tu lengua, muchacha! ¡En el mercado de esclavos te azotarán con un látigo erizado para despojarte de tu arrogancia!

—¡Agradeceré que me desfiguren!

—En tu caso sería una lástima —dijo.

Me dejó en el suelo y me soltó las muñecas. A continuación me asió por los cabellos y me arrastró hacia la puerta mientras yo me revolvía y golpeaba con pies y manos contra su coraza metálica hasta lastimarme.

—¡Déjame andar! —grité—. ¡Permíteme que marche con dignidad! ¡No pienso encaminarme a la violación y la esclavitud lloriqueante y avergonzada como una vulgar criada!

Se detuvo bruscamente y se volvió a mirarme muy confuso.

—¡Tienes el mismo valor que ella! —dijo lentamente—. No eres igual y, sin embargo, te pareces… ¿Así imaginas tu destino? ¿Sometida a violación y esclavitud?

—¿Qué otro porvenir le espera a una cautiva?

Sonrió, lo que le hizo más similar a cualquier otro hombre porque al sonreír los labios se adelgazan, y me soltó los cabellos. Me llevé la mano a la cabeza preguntándome si me habría desgarrado el cuero cabelludo y luego marché al frente. El hombre me asió bruscamente la dolorida muñeca con tal fuerza que no abrigué esperanza alguna de soltarme.

—Aunque respete la dignidad no soy un necio, muchacha. No te escaparás de mí por un simple descuido.

—¿Como se le escapó Eneas en la montaña a vuestro jefe? —me mofé.

—Exactamente —repuso impasible sin que se le alterara el gesto del rostro.

Me condujo por estancias que apenas reconocí, con las paredes manchadas de sangre y el mobiliario ya amontonado para los carros que conducirían los despojos. Cuando entramos en el gran salón apartó con los pies un montón de cadáveres y empujó a uno de ellos sobre los otros sin respetar los años ni la categoría de aquellos personajes. Me detuve buscando algo en aquel anónimo montón que me permitiera identificar a mi padre. Mi captor trató de apartarme de allí con escaso entusiasmo, pero me resistí.

—¡Tal vez esté ahí mi padre! ¡Déjame verlo! —rogué.

—¿Quién es? —preguntó indiferente.

—Si lo supiera, no tendría que buscarlo.

Aunque no me ayudó, me dejó tirar de él siempre que deseaba mientras inspeccionaba ropas y zapatos. Por fin descubrí el pie de mi padre, inconfundiblemente calzado con su sandalia de granates incrustados. Como la mayoría de ancianos, había conservado su armadura pero no sus botas de combate. No pude liberarlo porque tenía demasiados cadáveres encima.

—¡Áyax! —llamó mi captor—. ¡Ven a ayudar a esta dama! Debilitada por el terror sufrido aquella jornada, aguardé mientras se aproximaba otro tipo gigantesco, un hombre más corpulento que mi captor.

—¿No puedes ayudarla tú mismo? —dijo el recién llegado.

—¿Y que se me escape? ¡Áyax, por favor! Esta mujer es muy enérgica, no puedo fiarme de ella.

—¿Te has encaprichado de ella, primito? Bien, ya es hora de que te aficiones a alguien que no sea Patroclo.

Áyax me apartó a un lado como si fuera una pluma y luego, sin desprenderse de su hacha, fue tirando los cadáveres en el suelo hasta que apareció el de mi padre y me encontré con sus ojos carentes de vida fijos en mí, su barba escondida en una herida que casi le cruzaba todo el pecho. Era una herida de hacha.

—Este anciano se me enfrentó como un gallo de pelea —comentó admirado el tal Áyax—. ¡Un viejo valiente!

—De tal palo, tal astilla —dijo el que me retenía.

Me tiró bruscamente del brazo y añadió:

—¡Vamos, mujer! ¡No hay tiempo para entregarse a lamentaciones!

Me levanté con torpeza y mesé y desordené mis cabellos como homenaje hacia aquel que había sido mi padre. Era preferible marcharse sabiéndolo muerto que permanecer en la angustiosa incertidumbre de ignorar su destino y abrigar las más necias esperanzas. Áyax se alejó diciendo que debía reunir a los supervivientes, aunque dudaba que los hubiera.

Nos detuvimos en la puerta que daba al patio; allí mi captor le quitó un cinturón a un cadáver que yacía en la escalera, ató fuertemente un extremo a mi muñeca y el otro a su brazo y me obligó a marchar muy próxima tras él. Yo lo observaba dos peldaños más arriba, con la cabeza inclinada, mientras finalizaba aquella sencilla tarea con una minuciosidad que imaginé característica en él.

—Tú no mataste a mi padre —le dije.

—Sí —respondió—. Soy el jefe a quien engañó tu Eneas. Eso me hace responsable de todas estas muertes.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Aquiles —repuso secamente.

Comprobó su obra y me arrastró hacia el patio. Me vi obligada a correr para seguir sus pasos. ¡Aquiles! Debía de haberlo imaginado. Eneas lo había mencionado al final, aunque yo hacía años que conocía aquel nombre.

Salimos de Lirneso por la puerta principal, abierta mientras los griegos entraban y salían por ella sometiendo a la población a saqueo y violaciones, algunos con antorchas en las manos; otros, con botas de vino. Aquiles no hizo ningún intento de reprenderlos, sino que hacía caso omiso de ellos. En lo alto del camino me volví a contemplar el valle de Lirneso.

—Habéis incendiado mi hogar. Ahí he vivido durante veinte años; ahí esperaba residir hasta que concertaran mi matrimonio, pero jamás imaginaba que sucediera algo semejante.

—Son los azares de la guerra, muchacha —repuso con un encogimiento de hombros.

Señalé las diminutas figuras de los soldados entregados al pillaje.

—¿No puedes impedir que se comporten como bestias? ¿Hay alguna necesidad de eso? Oigo chillar a las mujeres… ¡Lo he visto todo!

Entornó los párpados y respondió con cinismo: —¿Qué sabes tú de los griegos exiliados ni de sus sentimientos? Nos odias y lo comprendo. Pero no nos odias como ellos a Troya ni a sus aliados. Príamo les ha impuesto diez años de exilio y están satisfechos de hacérselo pagar. Tampoco podría detenerlos aunque lo intentara. Y francamente, muchacha, no me apetece detenerlos.

—He oído esas historias durante años, pero ignoraba qué era la guerra —susurré.

—Ahora ya lo sabes —repuso.

Su campamento se hallaba a tres leguas de distancia. Cuando llegamos fue en busca de un oficial de suministros.

—Éste es mi botín, Polides. Coge esta correa y sujétala a un yunque hasta que puedas forjar mejores cadenas. No la dejes libre ni un instante aunque te suplique intimidad para sus necesidades. En cuanto la hayas encadenado, instálala donde pueda disponer de todo cuanto necesite, comprendido un orinal, comida adecuada y un lecho conveniente. Partid mañana a Adramiteo y entrégasela a Fénix. Dile que no me fío de ella y que no debe dejarla en libertad.

Me tomó por la barbilla y la pellizcó ligeramente.

—¡Adiós, muchacha!

Polides encontró unas cadenas ligeras para mis tobillos, protegió todo lo posible las esposas y me condujo a la costa a lomos de un asno. Allí me entregó a Fénix, un anciano noble de aspecto honrado con ojos azules y arrugados y los contoneantes andares de los marinos. Al ver mis grilletes, el hombre chasqueó la lengua pero no hizo ningún intento de quitármelos tras acomodarme a bordo de la nave insignia. Aunque me invitó a sentarme con gran cortesía, yo insistí en permanecer de pie.

—Lamento las cadenas —dijo con expresión pesarosa, aunque comprendí que no se apiadaba de mí, pues exclamó—: ¡Pobre Aquiles!

Me molestó que el anciano me juzgara a la ligera.

—¡Aquiles ha comprendido mejor que tú mi valor, señor! ¡Deja una daga al alcance de mi mano y yo me liberaré de esta muerte en vida o moriré en el intento!

Su tristeza se transformó en una risa burlona.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué valiente guerrera! No confíes en ello, muchacha. Fénix no liberará lo que Aquiles ha atado.

—¿Es ley sagrada su palabra?

—Lo es. Es el príncipe de los mirmidones.

—¿Príncipe de hormigas? Me parece muy acertado.

Por toda respuesta rió de nuevo y empujó una silla hacia adelante. La miré con odio pero me dolía la espalda por el trayecto recorrido a lomos del asno y las piernas me temblaban de debilidad tras haberme negado a comer y beber desde mi cautividad. Fénix me obligó a sentarme con su firme mano y destapó un botellón dorado de vino.

—Bebe, muchacha. Si deseas mantener tu oposición, necesitas sustentarte. No seas necia.

Era un consejo razonable. Al seguirlo descubrí que mi sangre estaba clara y el vino se me subió en seguida a la cabeza. Ya no pude seguir resistiendo. Apoyé la cabeza en mi mano y me quedé dormida en la silla. Cuando más tarde desperté, descubrí que me habían acostado en un lecho y que estaba sujeta con grilletes a una viga.

Al día siguiente me llevaron a cubierta y prendieron mis cadenas a la borda para que pudiera tomar el débil sol y el aire y observar las idas y venidas de los atareados personajes que se encontraban en la playa. Pero de pronto aparecieron cuatro naves a la vista en el horizonte y advertí que se producía una gran agitación en los atareados marinos, en especial entre sus superiores. Inmediatamente Fénix me soltó de la borda y me envió con presteza no a mi antigua prisión sino a un refugio en la popa que hedía a cuadra. Me condujo al interior y me sujetó a una barra.

—¿Qué sucede? —inquirí curiosa.

—Es Agamenón, rey de reyes —me respondió.

—¿Por qué me traes aquí? ¿No valgo bastante para que me vea el rey de reyes?

—¿No tenías espejos en Dardania, muchacha? —repuso con un suspiro de impaciencia—. Si Agamenón te viera, se te llevaría consigo a pesar de Aquiles.

—Puedo gritar —repuse pensativa.

Me miró como si me hubiera vuelto loca.

—Si lo hicieras, lo lamentarías. ¡Te lo aseguro! ¿Qué imaginas que conseguirás cambiando de amo? Créeme, acabarás prefiriendo a Aquiles.

Su tono me convenció, por lo que al oír voces fuera del establo me agazapé tras un pesebre y distinguí las puras y líquidas cadencias del griego perfecto y el poder y la autoridad que emanaba de una de aquellas voces.

—¿Aún no ha regresado Aquiles? —inquiría con acento imperioso.

—No, señor, pero tiene que llegar antes de anochecer. Debía supervisar el saqueo. Ha sido un espléndido alijo, los carros están muy cargados.

—Excelente. Aguardaré en su camarote.

—Será mejor que esperes en la tienda de la playa, señor. Ya conoces a Aquiles, para él las comodidades carecen de importancia.

—Como gustes, Fénix.

Cuando se desvanecieron sus voces salí de mi escondrijo. El sonido de aquella voz fría y orgullosa me había aterrado. Aquiles también era un monstruo, pero en mi niñez mi nodriza solía decirme que más valía monstruo conocido que monstruo por conocer.

Nadie acudió a verme durante la tarde. Al principio me senté en el lecho que imaginé pertenecía a Aquiles e inspeccioné curiosa el contenido de aquel camarote austero y anodino.

Contra un candelero se apoyaban algunas lanzas, las sencillas tablas de las paredes aparecían sin pintar y la estancia era de dimensiones muy reducidas. Sólo se veían dos objetos sorprendentes: una exquisita colcha blanca de piel en el lecho y una maciza copa de oro con cuatro asas en cuyos costados aparecía grabado el dios de los cielos en su trono, coronada cada una de ellas por un caballo a pleno galope.

En aquel momento di rienda suelta a mi desbordante aflicción, quizá porque por vez primera desde que me habían capturado no había tenido que enfrentarme a una situación apremiante ni peligrosa. Mientras yo me encontraba allí mi padre se hallaría tendido entre las basuras de Lirneso y serviría de alimento a los perros de la ciudad, siempre hambrientos; tal era el destino que aguardaba tradicionalmente a los grandes nobles caídos en combate. Las lágrimas inundaron mi rostro. Me eché sobre la blanca colcha de piel y lloré inconteniblemente. La piel se volvió resbaladiza bajo mi mejilla mientras yo seguía llorando, entre lamentos y gimoteos.

No oí el ruido de la puerta al abrirse, por lo que, al notar que una mano se apoyaba en mi hombro, el corazón me latió con fuerza en el pecho como un animal acorralado. Todos mis grandes propósitos de desafío se disiparon y sólo pensé que el gran rey Agamenón me había descubierto, y me sentí acobardada.

—¡Pertenezo a Aquiles! —gemí.

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