Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (38 page)

—Soy consciente de ello. ¿De quién te creías que se trataba?

Disimulé cuidadosamente la expresión de alivio de mi rostro antes de mirarlo y me enjugué las lágrimas con la palma de la mano.

—El gran soberano de Grecia.

—¿Agamenón?

Asentí.

—¿Dónde se encuentra?

—En la tienda de la playa.

Aquiles fue hacia una cómoda que estaba al otro lado del camarote y de su interior extrajo un paño de delicado hilo que me tiró.

—Ten. Suénate y sécate el rostro. Vas a enfermar. Le obedecí. Al volver a mi lado, miró la colcha con pesar.

—Confío en que no queden señales cuando se seque. Es un obsequio de mi madre.

Me observó con aire crítico.

—¿No contaba Fénix con recursos para que te prepararan un baño y te proporcionaran ropa limpia?

—Me lo ofreció, pero me negué a aceptarlo.

—Pero conmigo no te resistirás. Cuando las sirvientas te preparen la bañera y vestidos limpios, los utilizarás. De no ser así, ordenaré que lo hagan por la fuerza… y no serán mujeres. ¿Lo has comprendido?

—Sí.

—Bien.

Puso la mano en el pestillo y se detuvo un instante.

—¿Cómo te llamas, muchacha?

—Briseida.

Sonrió complacido.

—Briseida, «la que prevalece». ¿Seguro que no lo has inventado?

—Mi padre se llamaba Brises, era primo hermano del rey Anquises y canciller de Dardania. Su hermano Crises era gran sacerdote de Apolo. Somos de casta real.

Durante la tarde se presentó un oficial de los mirmidones, soltó mis cadenas de la viga y me condujo a un costado de la nave. De la borda pendía una escalerilla de cuerdas por la que me indicó mediante señas que debía descender y me cedió primero el paso gentilmente para no mirarme las piernas. La nave estaba apoyada sobre los guijarros que rodaban y me herían los pies.

Una enorme tienda de cuero se extendía en la playa aunque no recordaba haberla visto cuando llegué a lomos del asno. El mirmidón me hizo pasar por la abertura de acceso a una sala atestada por un centenar de mujeres de Lirneso, a ninguna de las cuales reconocí. Sólo yo me veía atada por cadenas. Múltiples miradas se centraron en mí con tímida curiosidad mientras yo escudriñaba entre aquella multitud en busca de un rostro familiar. ¡Por fin lo descubrí en un rincón! Una preciosa melena rubia que resultaba inconfundible. Mi guardián seguía sujetándome por los grilletes, pero cuando demostré mi intención de dirigirme hacia aquel lugar me dejó ir.

Mi prima Criseida se cubría el rostro con las manos. Al tocarla se sobresaltó presa de pánico. Se descubrió, me miró con viva sorpresa y se arrojó a mis brazos llorando.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté sorprendida—. Eres hija del gran sacerdote de Apolo y, por lo tanto, inviolable.

Me respondió con un grito. La sacudí para que se calmara.

—¡Oh, deja de llorar, por favor! —exclamé con brusquedad.

Puesto que la regañaba desde los tiempos de nuestra infancia, me obedeció.

—Me han prendido sin ninguna consideración, Briseida —dijo por fin.

—¡Eso es un sacrilegio!

—Insistieron en que no era así. Mi padre vistió una armadura para luchar y los sacerdotes no luchan, por lo que lo consideraron un guerrero y me tomaron.

—¿Te tomaron? ¿Ya te han violado? —le pregunté.

—¡No, no! Según las mujeres que me vistieron, sólo las mujeres corrientes son entregadas a los soldados. Las que nos encontramos en esta habitación estamos reservadas con algún fin especial. —Bajó la mirada y observó mis grilletes—. ¡Oh Briseida, te han encadenado!

—Por lo menos llevo una evidencia visible de mi condición. Nadie puede confundirme con una buscona de campamentos con estas cadenas.

—¡Briseida! —exclamó con su característica expresión escandalizada.

Yo siempre conseguía horrorizar a la pobre y sumisa Criseida.

—¿Qué ha sido de tío Brises? —me preguntó seguidamente.

—Muerto, como todos los demás.

—¿Por qué no le lloras?

—¡Lo estoy haciendo! —repliqué—. Pero llevo bastante tiempo en poder de los griegos para saber que las cautivas necesitan mantenerse alertas.

Me miró sin comprender.

—¿Por qué estamos aquí?

—¡Eh, tú! —exclamé volviéndome hacia el soldado mirmidón que me custodiaba—. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió ante el tono empleado pero me respondió con cierto respeto.

—El gran soberano de Micenas ha sido invitado por el segundo ejército y se están repartiendo el botín. Las mujeres de esta sala serán distribuidas entre los reyes.

Aguardamos durante lo que nos pareció una eternidad. Criseida, que no podía hablar de agotamiento, se sentó en el suelo. De vez en cuando entraba un guardián y se llevaba consigo a un grupito de mujeres según el color de las señales que llevaban en las muñecas. Todas eran muchachas hermosas, no había entre ellas vejestorios, rameras, rostros desagradables ni cuerpos esqueléticos. Sin embargo, ni Criseida ni yo llevábamos distintivo alguno. La cantidad se reducía sin que nadie reparara en nosotras. Por fin fuimos las dos únicas que quedábamos en la sala.

Entró un guardián que nos cubrió los rostros con velos y nos condujo a la sala contigua. A través de una tenue malla que tenía sobre los ojos distinguí el inmenso resplandor de luz de lo que parecían mil lámparas, un dosel y alrededor de él un mar de hombres sentados ante mesas con copas de vino mientras los criados se apresuraban a servirles. Criseida y yo fuimos conducidas a una tarima situada frente a un gran estrado en el que se encontraba la mesa principal.

Tan sólo una veintena de hombres se sentaban a un lado, frente a los restantes comensales. En un sillón de alto respaldo situado en el centro se hallaba un hombre cuyo aspecto se asemejaba al que yo imaginaba tendría el padre Zeus. Su expresión era hosca en la noble testa, los negros aunque canosos cabellos laboriosamente rizados le caían en cascada por las resplandecientes ropas y, sobre el pecho, la barba lucía hilos de oro entrelazados y gemas rutilantes sujetas por alfileres ocultos. El hombre nos escudriñó pensativo con sus negros ojos mientras su mano blanca y aristocrática jugueteaba con su bigote. Era el imperial Agamenón, gran soberano de Micenas y Grecia, rey de reyes. El porte de Anquises no era la décima parte de regio.

Desvié de él la mirada para examinar a sus compañeros repantigados cómodamente en sus asientos. Aquiles se encontraba a la izquierda de Agamenón, aunque resultaba difícil reconocerlo. Lo había visto con armadura, sucio y comportándose con dureza. En aquellos momentos se hallaba en compañía de reyes, su pecho desnudo carente de vello brillaba bajo un collar de oro macizo y gemas que le pasaba por los hombros, en sus brazos resplandecían los brazaletes y los anillos en sus dedos. Iba perfectamente rasurado, sus cabellos brillaban como oro pulcramente peinados de modo que le despejaban la frente y lucía pendientes de oro. Sus dorados ojos eran claros y serenos y aquel insólito color resaltaba bajo las cejas y las pestañas muy marcadas, que llevaba pintadas al estilo cretense. Parpadeé y desvié la mirada confusa y agitada.

Junto a él se veía a un hombre de aspecto realmente noble, erguido en el asiento, con abundante cabellera pelirroja y rizada sobre su amplia y alta frente, y de cutis claro y delicado. Bajo sus cejas sorprendentemente oscuras, sus hermosos ojos grises tenían una penetrante mirada y eran los más fascinantes que había visto en mi vida. Cuando examiné su pecho desnudo me compadecí al advertir las múltiples cicatrices que mostraba; su rostro parecía la única parte de su cuerpo que había resultado ilesa.

A la diestra de Agamenón se encontraba otro individuo pelirrojo y torpón que mantenía su mirada fija en la mesa. Cuando se llevó la copa a los labios observé que le temblaba la mano. Su vecino era un anciano de aspecto muy regio, alto y erguido, con barba plateada y grandes ojos azules. Aunque vestía con gran sencillez una túnica blanca, llevaba los dedos cargados de anillos. El gigantesco Áyax se sentaba junto a él; parpadeé de nuevo sorprendida, sin apenas poder relacionarlo con el mismo que había descubierto el cadáver de mi padre.

Pero me cansé de examinar sus distintos rostros, todos tan engañosamente nobles. El guardián obligó a Criseida a adelantarse y le arrancó el velo. El estómago se me revolvió. Estaba hermosísima con aquellas ropas extranjeras que le habrían entregado de algún ropero griego y que en nada se asemejaban a las largas y rectas túnicas que lucíamos las mujeres lirnesas y que nos cubrían desde el cuello hasta los tobillos. Nosotras nos ocultábamos a la vista de todos, salvo de nuestros esposos; era evidente que las griegas vestían como rameras.

Sonrojada de vergüenza, Criseida se cubrió los senos desnudos con las manos hasta que el guardián la obligó a retirarlos de modo que los hombres reunidos en silencio en torno a la mesa pudieran apreciar la brevedad de su cintura ceñida por una faja y la perfección de su busto. Agamenón dejó de parecerse al padre Zeus y se convirtió en el dios Pan. El hombre se volvió a Aquiles y le dijo:

—¡Por la Madre que es exquisita!

—Nos complace que te agrade, señor —repuso Aquiles con una sonrisa—. Es para ti… en señal de la estima del segundo ejército. Se llama Criseida.

—Ven aquí, Criseida —le ordenó Agamenón haciendo con la blanca mano una señal que ella no se atrevió a desobedecer—. ¡Ven y mírame! No debes asustarte, muchacha, no te causaré daño.

Le sonrió mostrando una dentadura blanca y luego le acarició el brazo al parecer sin observar cómo se estremecía.

—Conducidla al punto a mi nave.

Se la llevaron y llegó mi hora. El guardián me arrancó el velo para exhibirme con mi indecoroso atavío. Me erguí todo lo posible con las manos en los costados y rostro inexpresivo. Eran ellos quienes debían avergonzarse, no yo. Fijé desafiante mis ojos en los ojos llenos de lujuria del gran soberano y lo obligué a desviar la mirada. Aquiles guardaba silencio. Moví ligeramente las piernas para que resonaran mis grilletes y Agamenón enarcó las cejas sorprendido.

—¿Cadenas? ¿Quién ha ordenado que se las pusieran?

—Yo, señor. No me fío de ella —respondió Aquiles.

—¿Sí? —Aquella simple palabra tenía un profundo significado—. ¿Y a quién pertenece?

—A mí. La capturé yo mismo —dijo Aquiles.

—Deberías haberme ofrecido la elección de ambas muchachas —comentó Agamenón, disgustado.

—Ya te he dicho que la capturé yo mismo, señor, lo que la convierte en mi propiedad. Además, no me fío de ella. Nuestro mundo griego sobrevivirá sin mí, pero no sin ti. Tengo suficientes pruebas de que esta muchacha es peligrosa.

—Hum —murmuró el gran soberano, aunque no estaba muy convencido.

Suspiró y añadió:

—Nunca había visto cabellos con este color entre rojo y dorado ni ojos tan azules.

Con un nuevo suspiro concluyó:

—Es más hermosa que Helena.

El individuo nervioso y pelirrojo sentado a la diestra del gran soberano propinó un puñetazo en la mesa con tal fuerza que las copas saltaron.

—¡Helena es inigualable! —exclamó.

—Sí, hermano, somos conscientes de ello —repuso Agamenón, paciente—. Tranquilízate.

—Llévatela —le ordenó Aquiles al oficial mirmidón.

Aguardé en su camarote sentada en una silla. Se me cerraban los párpados, pero me esforzaba por no dormirme. Nadie más indefenso que una mujer dormida.

Aquiles llegó mucho después. Cuando levantó el pestillo, pese a mi decisión, yo dormitaba. Me sobresalté. Había llegado el momento decisivo y estaba asustada. Pero Aquiles no parecía consumido por el deseo. Sin reparar en mí acudió a la cómoda y la abrió. Entonces se quitó el collar, los anillos, los brazaletes y el cinturón enjoyado, aunque no su faldellín.

—¡No puedo resistir por más tiempo estas tonterías! —exclamó mirándome.

Yo lo miré a mi vez sin saber qué decirle. Me preguntaba cómo comenzaría una violación.

La puerta se abrió y por ella entró un hombre muy similar a Aquiles en rasgos y complexión, aunque menos corpulento y con expresión más tierna. Tenía unos labios preciosos y sus ojos azules, no dorados, me inspeccionaron con un brillo receloso.

—Ésta es Briseida, Patroclo.

—Agamenón no se equivocaba, es más hermosa que Helena.

La mirada que dirigió a Aquiles estaba cargada de intención y dolor.

—Te dejo. Sólo quería saber si necesitabas algo.

—Aguarda fuera. No tardaré —dijo Aquiles con aire ausente.

Cuando ya se dirigía a la puerta, Patroclo se detuvo y fijó una mirada inconfundible en Aquiles, llena de absoluta alegría y posesión.

—Es mi amante —me explicó Aquiles cuando él se hubo marchado.

—Lo he comprendido.

Se sentó a un lado del angosto lecho con un suspiro de cansancio y me hizo señas para que ocupara una silla.

—¡Vuelve a sentarte! —me ordenó.

Le obedecí y lo miré con fijeza mientras él me observaba con una expresión que sugería distanciamiento; comenzaba a sospechar que él no me deseaba lo más mínimo. ¿Por qué entonces me había reclamado para sí?

—Creí que las mujeres de Lirneso estabais muy protegidas —dijo por fin—, pero parecéis conocer las costumbres del mundo.

—Algunas, las que son universales. Aunque no comprendemos modas como éstas. —Me toqué los senos desnudos—. La violación debe de estar muy extendida en Grecia.

—Al igual que en cualquier otro lugar. Las cosas llegan a perder su novedad cuando son… universales.

—¿Qué te propones hacer conmigo, príncipe Aquiles?

—No lo sé.

—Mi carácter no es fácil.

—Lo sé —repuso con una sonrisa seca—. En realidad, tu pregunta era muy reveladora. Lo cierto es que no sé qué hacer contigo.

Me miró con sus ojos dorados.

—¿Sabes cantar y tocar la lira?

—Muy bien.

Se levantó y anunció:

—Entonces te conservaré para que toques y cantes para mí —dijo. Y gritó—: ¡Siéntate en el suelo!

Lo hice así. Él levantó las pesadas faldas hasta mis muslos y salió del camarote. Regresó con un martillo y un escoplo y al cabo de unos momentos me había liberado de mis cadenas.

—Has estropeado el suelo —dije señalando las profundas marcas producidas por el escoplo.

—Esto no es más que un refugio en la avanzadilla de proa —dijo al tiempo que se levantaba y me ayudaba a ponerme en pie.

Sus manos eran firmes y estaban secas.

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