La cara del miedo (29 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

Al mismo tiempo oye pasos que lo siguen. Se da la vuelta, pero allí no hay nadie.

El ruido de pisadas se hace más fuerte.

Comienza a correr.

Los ruidos le envuelven.

Dobla una esquina, y ahí está el hombrecito frente a él.

Edgar se detiene.

—Samuel —dice.

La figura frente a él tiene la cara cubierta por una capa.

Edgar se acerca un paso más.

—¿Eres tú?

Entonces el hombre se quita la capa del rostro y deja ver su máscara.

De rodillas en la calle, mira hacia arriba al hombrecillo: no logra apartar los ojos de la cara y la máscara.

—¿Qué es eso?

—¡No me reconoces! —chilla la voz bajo la máscara de piel.

—No.

—Soy yo. Evan Olsen.

Edgar mira la máscara. La piel está arrugada, se ve amarilla y azul oscuro por la descomposición. En lugar de los ojos, hay cortadas dos aberturas circulares. Los labios han desaparecido, pero reconoce el bigote rubio de Evan Olsen sobre el labio superior.

Edgar se sienta en la calle sobre las rodillas y ríe.

—A mí no me asustas…, viejo amigo…, no tengo miedo…

Samuel lo mira indignado a través de la máscara.

Edgar no puede parar de reír.

—Es el final…, se terminó…, no tienes nada que ver conmigo…, ¡cara de máscara!

Esconde la cara entre las manos muerto de risa.

Cuando mira por entre los dedos, el hombrecito de la máscara se ha ido.

Edgar cruza la puerta del sastre. Sabe que Samuel no tiene nada que hacer con él.

En cuanto se ponga ropas nuevas, buscará algo fuerte y bueno de beber. ¡Ahora lo necesita!

Una hora más tarde está sentado en el bar Gunner’s Hall, vestido con ropas que no son suyas. Está tan borracho que no acierta a contestar a las preguntas que le hacen.

—¿Cómo lo lleva, señor Poe? —dice un hombre, y se acerca hasta quedar bien situado dentro de su campo visual. Hay algo conocido en su cara, pero no se acuerda de cómo se llama ese sujeto.

—Estoy en plena forma —dice Edgar.

—¿Me recuerda usted? —pregunta el hombre.

Edgar sacude la cabeza. Lo mira a los ojos.

—Joseph Evans Snodgrass —dice el hombre.

Edgar asiente. Los ojos del hombre son amarillos, y él reconoce el brillo fuerte de la araña de la ventana.

—Snodgrass —repite el hombre mientras él sacude la cabeza—. Soy un editor de Baltimore, he publicado varias novelas suyas…

Edgar sonríe a Snodgrass sin comprenderlo.

—Usted precisa asistencia enseguida —susurra Snodgrass.

Edgar sonríe.

—Sí, quizá.

Snodgrass se va durante un rato y regresa con otro tipo que lleva un abrigo gris carbón. Lo levantan y lo llevan hasta un carruaje. Lo acompañan hasta el Washington Medical College, un hospital de cinco pisos situado en un monte sobre la ciudad.

Mientras lo suben al carruaje, Edgar siente que su cuerpo se vuelve agradablemente laxo y que se hunde.

Un joven lo examina, es el doctor John Moran. Pero Edgar está inconsciente y no escucha lo que el médico dice; tampoco que ha leído sus poemas y sus novelas y que le gustaría hablar de ellos con él. Edgar está pálido y todo su cuerpo está empapado de sudor. Al cabo de unas horas de sueño profundo, su cuerpo tiembla y comienza a tiritar.

Mira fijamente al techo y habla consigo mismo. Calmado por un momento, luego con ira y resignado o aliviado. «Calambres extraordinarios, pinchazos en el hígado», murmura mientras desliza la mirada inquisidora por el techo de su habitación. Es como si estudiara su propio interior con la mirada neutral y analítica de un médico. «La sangre aúlla en las venas, toda la máquina está tan fantásticamente envenenada y los labios vibran y la piel tiembla…». Se habla a sí mismo de esta manera y luego duerme, yace totalmente inmóvil durante unos minutos antes de que el cuerpo se sacuda de nuevo como bajo una descarga eléctrica.

Durante la noche se confunde más aún. Ya no reconoce la diferencia entre el sueño y la vigilia, los sueños se mezclan con la realidad del hospital. Es una mezcla amarga. Cada vez que abre los ojos hay algo que le perturba la vista: un cura con un ridículo ramo de flores en la mano, una bella madre con un tenedor que le sale de la mejilla, una araña masculina y un pequeño actor que se esconde de él en el armario, bajo la cama. «¿Dónde estás?», le grita. Mira rápido en torno a sí de nuevo tras la cortina. Es astuto, nadie puede ver al pequeño actor, sólo él. Pero ¿por qué no se acerca? ¿Qué es lo que quiere?

—Impostor —le grita—. ¡Cretino!

Su primo, Nelson Poe, acude al hospital, pero no puede ver a Edgar; el paciente está demasiado mal. A la mañana siguiente vuelve un poco en sí. El doctor Moran comienza a interrogarlo, sobre dónde está y dónde estuvo, pero Edgar no está seguro.

—Tengo una esposa muy cariñosa en Richmond —dice.

—¿Cómo se llama ella, señor?

—Eso no lo recuerdo.

El doctor Moran le apoya una mano en la frente.

—¿Cómo se siente, señor Poe?

—Me hundo. Está bien —contesta él.

—Oh. Enseguida se le pasará —contesta el doctor Moran calmándolo—. Pronto estará de nuevo con sus amigos.

—¿Amigos? No significan nada, doctor —responde él con sarcasmo.

En cuanto el doctor Moran se va, Edgar descubre que el actor está acostado a su lado en la cama. Lo conoce, es el hombrecito con la cara decrépita.

—No tengas miedo —susurra Samuel.

—Yo no te temo.

—No seas hostil. ¿Acaso no te he ayudado siempre? —solloza el otro.

El cuarto está oscuro. Los médicos caminan por los pasillos como sombras sonámbulas.

—No. Nunca me has ayudado —dice Edgar bastante calmado—. Me has combatido, anguila miserable. No sé lo que hiciste, algo terrible, seguramente, pero no tiene nada que ver conmigo.

—Maestro…, maestro… —lloriquea Samuel.

—No soy tu «maestro».

—Yo hice… realidad tus novelas —dice el hombrecito, lleno de autocompasión.

Edgar ríe, se atraganta, casi se ahoga en su propia risa.

—¡No me digas! Eran reales cuando las escribí. Tú trataste de hacerlas irreales…. Eso es lo que hiciste. Una repugnante confusión…, eso fue toda tu contribución. ¿Entiendes? Y pronto estará olvidado, todo eso. Entonces la gente leerá a Edgar Allan Poe y pensará en la belleza. Ése es el remedio.

—¿Remedio?

—No lo entiendes. Nunca lo entendiste.

—Lo hice por ti.

—No tienes nada que ver conmigo. Yo no tengo nada que ver contigo. No tenemos nada en común. Lo que yo escribo, nada tiene que ver con tus actos. No eres más que un… impostor…, un imitador.

—Yo quería que se despertaran,
sah
.

—Oh. No me hables. Hazme el favor de irte. Ve y escóndete en un armario o bajo una cama. Salta desde una ventana. Haz lo que desees. Es como es. No cambiaré nada. Escribiré solamente lo que vi y lo que pensé.


Sah
, fuiste tú quien me dio las ideas.

—No quiero tener nada que ver con tus ideas.

Samuel se sienta, y permanece quieto y absorto al borde de la cama.

—¿Cómo te llamas realmente? Es algo que siempre quise saber.

—Samuel Jeremy Reynolds.

—¿Reynolds?

—Sí.

—Ve a la Policía, señor Reynolds. Cuéntales lo que hiciste.

Edgar comienza de nuevo a tener temblores por todo el cuerpo. Samuel le alcanza un poco de agua. Le aprieta el vaso contra los labios. Edgar escupe el agua, no quiere nada de beber, no el agua envenenada de Samuel. Pero el hombrecillo le sostiene la cabeza con firmeza, aprieta el vaso contra los labios secos.

—Las moléculas se atraen entre sí como hermanas —dice Samuel, y derrama un poco de agua sobre la boca cerrada.

—Ya no tengo un hermano, Reynolds —dice Edgar, y escupe—. Murió hace muchos años. Tengo una hermana viva…, se llama Rosie.

—Tienes un hermano, pero no lo sabes.

—¿De qué hablas?

—Una especie de hermano.

—¿Quién es?

—Mi madre estuvo con un hombre blanco.

—¿Quién eres tú?

—Tu hermano. El hijo del señor Allan. Él estuvo con mi madre.

Edgar suspira.

—¿Tú eres el pequeño bastardo de John Allan?

—Antes de morir, él me dejó dinero en su testamento y entonces lo entendí. Fue por eso por lo que nos llevó a mí y a mi madre de regreso a Richmond. Sintió que le debía eso.

—John Allan no era mi padre.

—Fue tu único padre.

—No eres más que un cretino. Yo no tengo padre.

—Pronto estarás como nuevo. No temas.

—Yo no temo —susurra él, parece como si sus sonidos se correspondieran.

Samuel le acaricia la cara, como si eso fuera de alguna ayuda. Edgar trata de morder la mano del pequeño comediante. Tiene un anillo rojo brillante en uno de los dedos. Edgar lo mira.

—¿De dónde sacaste ese anillo? —masculla.

Samuel llora.

—Lo tomé del señor Allan.

—Oh, torpe, torpe ladronzuelo —musita Edgar.

—Perdóname, maestro…, porque no logré hacer… que te sintieras orgulloso —solloza Samuel.

Se aprieta contra él, pero Edgar lo empuja echándolo de sí y dice con su última voz:

—No me llames «maestro».

Entonces cierra los ojos.

Cuando el doctor Moran regresa a la habitación de Edgar, lo encuentra en unas condiciones lamentables.

Le grita a alguien que no puede ver.

—¡Reynolds!

Varias veces.

—¡Reynolds!

Y cae nuevamente sobre las almohadas.

—Dios se apiade de mi pobre alma —sonríe aterrorizado. Luego se queda quieto.

Poe

Las horas

Y
a no respira más, el pulso ha desaparecido, el corazón ha dejado de latir. No se puede mover, pero los sentidos están inusualmente activos; el olfato y el gusto se combinan entre sí y son una sola sensación, anormal e intensa. Cuando el joven doctor se inclina sobre la cama para sentir su frente, Edgar percibe un aroma débil, se imagina flores, los colores son a la vez habituales y celestiales.

La presión de la mano del médico no desaparece cuando éste deja la habitación, pero llena su cuerpo como un agradable flujo de sangre. Tiene un pensamiento: no siente ningún dolor ni pesos morales. La voz del médico suena como una cadencia en un movimiento musical, la lluvia que cae sobre la ventana hace que su cuerpo vibre de placer. ¡Y ésta es la muerte de la que se preocupan tanto!

En el hospital lo visten y lo ponen en un féretro y lo llevan al cementerio. Unas figuras lo cargan sobre el suelo sucio y bajan el féretro a la tumba, la llenan de tierra y desaparecen.

Ahora se van las luces. Lo invade una ligera preocupación. La negrura se espesa y lo oprime en el féretro. El peso de la oscuridad es enorme.

Nada se mueve. Permanece largo, largo tiempo acostado en la oscuridad, y al final se confunde con ella de manera amigable. Ya no es algo que lo oprime y el peso que alguna vez tuvo desaparece por completo.

Los sentidos habituales son sustituidos por un nuevo sentido, perfecto. Lo inunda de placer. En un lugar de él hay algo que se mueve, un movimiento rítmico de ida y vuelta, como una luz que gira sobre una superficie. Ahora él es esto. Las sensaciones de la luz y el movimiento lo hacen sentirse contento, porque es como si no pudiesen ni cambiar ni tener fin.

Mientras se funde su ser y pasa a formar parte de ese nuevo estado, comprende que no le pertenece, no está en él, Edgar está en él, y Sissy también está allí, y las flores que vio cuando el médico se inclinó sobre él también están allí. Y de nuevo tiene la sensación de dormir y despertarse con la luz de una ventana que lo sobresalta. Pero lo que lo despierta no es amenazante. Es amor eterno.

La conciencia de «ser» se vuelve más y más difusa y la reemplaza una impresión cada vez más clara de la situación. Tiempo y lugar son lo único que siente. Forma parte de un todo; está con ellos y con ella. Para lo que no es, para lo que carece de forma, para lo que no tiene pensamiento, para lo que no tiene sentimientos, para lo que no tiene alma ni es parte de la materia, para todo lo que es nada, para toda esa inmortalidad, la tumba es, después de todo, una casa, y las horas corrosivas son sus amigas.

IV

Baltimore-Nueva York, 1849-1857

Para muchos, el trabajo de Poe representa todas las maldades que pueden pensarse, perversiones y crímenes.

Y para algunos, Poe es poco más que un criminal común.

Marie Bonaparte

Poe

Entierro

Baltimore, 8 de octubre de 1849

E
s un día horrible, llueve y el viento sopla y las nubes oscuras giran en remolinos sobre el cementerio. El pastor está frente a la ventana en la sacristía y se estremece: ¿a quién debe enterrar en este día tan miserable? ¿Un escritor, era eso? Un señor Poo…, o Poe. «Sí, sí», piensa. Pronunciará el responso normal y leerá un poco del libro de rezos. Abre el paraguas y sale a la lluvia.

Cuando pisa la hierba sucia, oye el silbato de un tren. Se da la vuelta y ve la línea de humo que se arremolina sobre las vías y se funde con las nubes inquietas. Entonces empieza a caminar hacia la nueva tumba.

La esposa del doctor Moran cose un sudario y ayuda a poner el cuerpo en condiciones. Las manos se colocan en los costados, los rizos negros se arreglan con cuidado sobre la frente. Ella alisa las cejas con los dedos, observa la boca. El muerto parece extrañamente satisfecho ahí donde yace.

—Ahora parece más natural que nunca —murmura alguno de los asistentes.

Llevan el cuerpo en una carroza desde el Washington Medical College hasta el pequeño cementerio presbiteriano en la esquina de Fayette y Green Street. Es un cementerio simple con tumbas de soldados ubicadas en largas filas, una detrás de otra. Sin otras ceremonias, el féretro desciende en la tumba número veintisiete, no muy lejos del general Poe y de su hermano, William Henry Leonard Poe.

La ceremonia se hace con toda rapidez.

Presencian el entierro el pastor, Neilson Poe, Joseph Evans Snodgrass, Henry Hierring y un abogado de Baltimore que estudió con el fallecido.

En medio del responso, el viento se apodera del hábito del pastor, enrollándolo en él. Irritado, patea el paño para que vuelva a su lugar. Con los dientes apretados, sostiene la Biblia en una mano mientras que con la otra controla el hábito.

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