La carta esférica (42 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

—La fase de búsqueda —dijo— me preocupa menos que si encontramos el
Dei Gloria
… En tal caso, y aunque disimulemos con idas y venidas, nuestra inmovilidad será más sospechosa a medida que pasen los días —se volvió a Tánger—… Lo que no sé es cuánto tiempo puede llevarnos eso.

—Yo tampoco.

Habían subido por la calle del Aire hasta la taberna del Macho. Los peldaños de la cuesta de la Baronesa ascendían hacia las ruinas de la catedral vieja y el teatro romano, entre embocaduras de calles estrechas, casi todas ya desaparecidas, pero cuyo trazado permanecía indeleble en la memoria de Coy. Más allá, el barrio popular de obreros portuarios y pescadores que recordaba apiñado bajo el castillo, con ropa tendida de balcón a balcón, se veía ahora medio derruido, poblado por inmigrantes africanos que miraban, hoscos o cómplices, desde las esquinas. Hachís bueno, paisa. Resién traído de Marueco. Había gatos deslizándose junto a las paredes como comandos en plena incursión nocturna, bajo antiguas rejas con macetas. De las tascas cercanas salía olor a vino y a boquerones fritos, y una puta solitaria se paseaba lejos, igual que un centinela aburrido, bajo el farolito que iluminaba una hornacina con la Virgen de la Soledad.

—Habrá que tomar medidas del pecio comparándolas con los planos —dijo Tánger— para situar la proa y la popa. Y luego cribar el lugar donde debe encontrarse la cámara del capitán… O lo que quede de ella.

—¿Y si está enterrada?

—En ese caso nos iremos de allí, y volveremos con los medios adecuados.

—Tú estás al mando —Coy evitaba los ojos del Piloto, que sentía fijos en él—. Tú sabrás.

La taberna del Macho ya no se llamaba así, ni olía a aceitunas y vino barato; pero conservaba el antiguo mostrador, los toneles de roble oscuro y el aspecto de añeja bodega que recordaba Coy. El Piloto bebía coñac Fundador, y la mujer desnuda tatuada en su antebrazo izquierdo se movía lascivamente cada vez que tensaba los músculos al levantar la copa. Coy había visto aquellos trazos azules hacerse más borrosos con el paso del tiempo. El Piloto la tenía grabada desde muy joven, cuando una visita del
Canarias
a Marsella, y después tuvo fiebre durante tres días. El mismo Coy había estado a punto de hacerse un tatuaje en Beirut mientras navegaba de tercer oficial en el
Otago
: una serpiente alada muy bonita, elegida entre los modelos que el grabador tenía expuestos en la pared. Pero ya con el brazo desnudo extendido y la aguja a punto de tocarle la piel, se arrepintió. Así que puso diez dólares sobre la mesa y se fue con el brazo intacto.

—Hay otro inconveniente —dijo—: Nino Palermo. A lo mejor ya tiene a alguien por aquí, vigilándonos. No me sorprendería que nos deje buscar, y aparezca en cuanto demos con el pecio.

Bebió un sorbo de su ginebra azul con tónica, dejándola deslizarse, fresca y aromática, por la garganta. Todavía conservaba el regusto de sal del baño nocturno.

—Es un riesgo que hay que correr —dijo ella.

Sostenía entre dos dedos, pulgar e índice, una copa de moscatel que apenas había probado. Coy la observó por encima del borde de su vaso. Pensaba en el 357 magnum. Había registrado su equipaje blasfemando en voz baja, sin encontrarlo. Estaba dispuesto a tirarlo al mar, pero sólo dio con sus cuadernos de notas, gafas de sol, ropa, algunos libros. También una caja de tampones y una docena de braguitas de algodón.

—Espero que sepas lo que haces.

Había mirado al Piloto antes de hablarle a ella. Era mejor que el marino ignorase lo del revólver, pues no le iba a hacer gracia navegar con el
Carpanta
artillado. Ninguna gracia.

—Lo he sabido todo el tiempo —respondió Tánger, glacial—. Vosotros ocupaos de encontrar el barco, y dejad que yo me ocupe de Palermo.

Tiene cartas en la manga, se dijo Coy. La muy perra tiene cartas en la manga que sólo ella conoce, porque de lo contrario no estaría tan segura de sí misma cuando sacamos a cuento al dálmata cabrón. Me juego las córneas a que ya ha considerado todas las hipótesis: las posibles, las probables y las peligrosas. El único problema es saber en cuál de ellas figuro yo.

—Queda un asunto —había pocos clientes y el tabernero estaba en la otra punta del mostrador, pero aun así bajó la voz al hablar—… Las esmeraldas.

—¿Qué pasa con ellas?

En los ojos del Piloto, Coy leyó que también su amigo pensaba lo mismo: si un día juegas al póker, procura no hacerlo con ella. Aunque llevas tiempo jugando.

—Supongamos que aparecen —respondió—. Que encontramos el cofre. ¿Es cierto lo que dijo Palermo?… ¿Que ya te has ocupado de colocarlas?… Habrá que limpiar, o qué sé yo. Cosa de especialistas.

Ella frunció el ceño. Miraba al Piloto de soslayo.

—No creo que sea el momento…

Coy cerró un puño sobre el mostrador. Su irritación iba en aumento, y esta vez no se molestó en disimularla.

—Oye. El Piloto está hasta el cuello, como tú y como yo. Se juega el barco y también problemas con la justicia. Hay que garantizarle…

Tánger alzó una mano. A mí me temblaría a veces, pensó Coy. De hecho, me están temblando casi todo el maldito tiempo. Y ahí la tienes.

—La cantidad que he pagado justifica su riesgo, de momento. Luego, con las esmeraldas, todos quedaremos compensados y satisfechos.

Había recalcado el
todos
, vuelta a Coy con dureza. Luego, mientras él se preguntaba una vez más con cuántas piezas había ella construido su personaje, se llevó la copa de moscatel a los labios, mojándolos apenas, y la puso en el mostrador. Inclinaba el rostro como si estuviese considerando la conveniencia de añadir algo más o no hacerlo. Veronica Lake, pensó Coy admirando la cortina asimétrica que le cubría medio rostro. Tánger había hablado de
El halcón maltés
, pero mejor Kim Bassinger en
L.A. Confidencial
, que había visto doscientas veces en el vídeo de la camareta del
Fedallah
. O Jessica Rabbit, en
¿Quién engañó a Roger Rabbit?
. En realidad no soy mala. Es que me dibujaron así.

—En cuanto a las esmeraldas —añadió Tánger al cabo de un instante—, puedo contaros que hay un comprador. Hablé con él, como dijo Palermo… Alguien vendrá aquí para hacerse cargo de ellas tan pronto las saquemos del mar. Sin trámites ni complicaciones —hizo otra pausa y los desafió con fijeza a los dos—. Con dinero suficiente para todos.

No iba a ser tan fácil, intuía Coy mirándole las pecas. O para ser más exacto,
sabía
que no lo iba a ser. Seguían en la isla de los caballeros y los escuderos, y el último caballero hacía siglos que estaba muerto y enterrado. Su calavera momificada conservaba la mueca perpleja de gilipollas.

—Dinero —repitió mecánicamente, poco convencido.

Se tocó la nariz antes de consultar inquisitivo al Piloto, que escuchaba con aparente indiferencia. Al cabo de un momento vio que éste entornaba los ojos, asintiendo.

—Me hago viejo —comentó el Piloto—. El
Carpanta
no da más de sí, y nunca he cotizado a la Seguridad Social… Compraría un botecito pequeño, con un motor, para sacar los domingos a pescar a mi nieto.

Sonreía casi, tocándose la cara sin afeitar, cubierta de pelos grises. Su nieto tenía cuatro años. Cuando salían a pasear de la mano por el puerto, el crío le llevaba escrupulosamente la cuenta de las cervezas que bebía, por orden de su abuela, y luego se chivaba al volver a casa. Por suerte sólo había aprendido a contar hasta cinco.

—Comprarás ese bote, Piloto —dijo Tánger—. Te lo prometo.

Había apoyado una mano en su antebrazo con un gesto espontáneo. Un gesto de camaradería, casi masculino. Exactamente, observó Coy, sobre el tatuaje borroso de la mujer desnuda.

Como el titubeo de una guitarra ronca, las primeras notas de
Lady be Good
punteaban las luces de la ciudad en los reflejos del agua negra, entre la popa del
Carpanta
y el muelle. Poco a poco, el arcaico swing de las cuerdas del bajo fue sumergido por la compleja entrada del resto de los instrumentos, las trompetas de Killian y McGhee, los solos del piano de Arnold Ross y el saxo alto de Charlie Parker. Coy escuchaba todo eso muy atento, con los auriculares en los oídos, mirando los puntitos luminosos del agua como si las notas que inundaban su cabeza se materializaran en aquella superficie negra y grasienta. El metal de Parker, decidió, olía a alcohol, y a mangas de camisa ahumadas de tabaco, y a agujas de relojes clavadas, verticales, como cuchillos en el vientre de la noche. Aquella melodía, como todas las otras, sabía a escala en tierra, a mujeres solas al extremo de una barra. A siluetas titubeantes junto a cubos de basura, y también a neón rojo, verde y azul iluminando medias caras rojas, verdes y azules de hombres indecisos, soñolientos y borrachos. La vida simple, hola y adiós, sin otra complicación que el aguante del estómago y de lo otro, aquí te pillo y aquí te mato. No había tiempo para enamorar a la princesa de Mónaco, recórcholis, qué guapa es usted, señorita, permítame que la invite a un té, yo también leo a Proust. Por eso Rotterdam, o Amberes, o Hamburgo tenían cines porno, bares topless, madonnas de lance que hacían punto al otro lado de escaparates con visillos, gatos con aire filosófico observando el paso de Tripulaciones Sanders, zigzag de acera a acera, vomitando aguarrás etiqueta negra en espera del momento que los devolviera al runrún de las planchas de acero, a las sábanas arrugadas de una litera, a la luz cenicienta del amanecer filtrándose entre las cortinas del ojo de buey. Tararará. Dong. Tarará. El saxo de Charlie Parker seguía subrayando la ausencia de compromiso, el carácter casi autista del invento. Era como los puertos de Asia, Singapur y todo lo demás, cuando te quedabas afuera, fondeado, borneando en torno al ancla con la costa al otro lado de la tapa de regala donde apoyabas los brazos, esperando la lancha con la Mamá San y las niñas de Mamá San y su gorjeo de pajaritos bulliciosos al subir a bordo ayudadas por el tercer oficial, con Mamá San anotando con tiza en la puerta de cada camarote igual que un camarero en el mármol de su tasca: una cruz una chica, dos cruces dos chicas. Pieles de satén complacientes y frágiles, muslos flexibles, bocas obedientes. Slurp. No problema, marinero, hola y adiós. Nadie lo ha hecho, decía el Torpedero Tucumán, hasta que no lo ha hecho aquí con tres a la vez. A ningún marino se le veía deprimido cuando Asia o el Caribe quedaban a proa, entre los ojos de los escobenes. Al contrario: Coy había visto llorar a hombres como castillos en la derrota opuesta, porque regresaban a casa.

Alzó la mirada dirigiéndola algo más lejos, al otro lado del pantalán. Los tripulantes de un velero sueco cenaban en la bañera, a la luz de un farol en torno al cual revoloteaban palomillas nocturnas. De vez en cuando, a pesar de la música, llegaba hasta él una frase dicha en voz muy alta o una risa. Eran todos rubios y enormes talla XXL, con niños pequeños que durante el día paseaban desnudos por cubierta, amarrados con un arnés al guardamancebos. Rubios, recordó, como la práctico del puerto de Stavanger que había conocido cuando el
Monte Pequeño
pasó allí dos meses en lastre. Era una belleza nórdica como las de las fotos y las películas, grande y alta; una noruega de treinta y cuatro años con título de capitán de la marina mercante que subió desenvuelta a bordo por la escala de gato desde la lancha, en alta mar, cortándoles la respiración a todos los hombres que había en el puente, y luego dirigió la maniobra fiordo adentro en un inglés impecable, orientando a los remolcadores con un walkie—talkie que llevaba colgado al cuello mientras don Agustín de la Guerra la miraba de reojo y el timonel lo miraba a él. Stop her. Dead slow ahead. Stop her. A little push now. Stop. Después se bebió con el capitán un vaso de whisky y se fumó un cigarrillo, antes de que Coy, entonces joven agregado de veintidós años, la acompañara al portalón, atlética bajo los pantalones de lona y el grueso anorak rojo, sonriéndole antes de largarse. So long, officer. Se la encontró tres días más tarde en el Ensomhet, mientras la tripulación del petrolero enloquecía con aquellas escandinavas de ensueño: un bar lujoso y triste junto a las casas rojas del muelle Strandkaien, lleno de hombres y mujeres para quienes una juerga equivalía a mamarse durante horas sin abrir la boca, como atunes, hasta agarrar una trompa del 9 parabellum. Había entrado en el bar por casualidad; y ella, que estaba con un noruego barbudo e impasible que parecía recién licenciado de un drakkar vikingo, lo reconoció como el joven del portalón del petrolero. El pequeño español, dijo en inglés. The shorty spanish boy. Luego sonrió antes de invitarlo a una copa. Una hora más tarde, el vikingo impasible seguía apoyado en la barra del mismo bar, suponía Coy, mientras él, desnudo, empapado de sudor, sintiendo el aire frío de la madrugada que entraba por una ventana abierta al fiordo y a las cumbres nevadas sobre el mar, arremetía contra la sólida presencia de la mujer, espalda ancha y muslos musculosos, y ojos claros que lo miraban con fijeza desde la penumbra mientras sus labios, cada vez que la boca de Coy los dejaba libres, emitían extraños susurros en lengua bárbara. Se llamaba Inga Horgen, y de los dos meses que el
Monte Pequeño
estuvo en Stavanger, Coy, envidiado por toda la tripulación desde el pinche de cocina hasta el capitán, pasó con ella cuanto tiempo libre tuvo. De vez en cuando bebían cerveza y aquavit con el vikingo impasible, que nunca puso objeciones a que, cada noche, cuando la mujer se apartaba de la barra con los ojos brillantes y cierta indecisión en la forma de andar, el shorty spanish boy se esfumara en compañía de aquella walkiria que le llevaba casi tres palmos de estatura. Con ella conoció Lysefijord y Bergen, el
koldtbord
, algunas palabras íntimas en noruego y ciertos secretos útiles sobre anatomía femenina. Aprendió, incluso, a creerse enamorado, y también que no todas las mujeres se toman la molestia, o la precaución, de enamorarse antes. También aprendió que a veces, cuando uno se aproxima lo bastante y presta atención, la hembra de máscara ausente cuyos ojos entreabiertos vagan perdidos por el techo mientras te abres paso entre lo más hondo, tiene el rostro de todas las mujeres que durante siglos poblaron el mundo. Y por fin, una noche en que hubo un problema a bordo y bajó a tierra más tarde de lo habitual, el shorty spanish boy fue directamente a la casa de troncos negros y ventanas blancas, y encontró allí al vikingo impasible, tan borracho como en la barra del bar de siempre, con la diferencia de que esta vez estaba desnudo. Ella también lo estaba, y miró a Coy con una sonrisa fija e indiferente, turbia de alcohol, antes de pronunciar unas palabras que no llegaron a sus oídos. Tal vez le dijo ven, o tal vez le dijo vete. Entonces él cerró despacio la puerta y regresó a su barco.

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