—Yo he soñado eso —estaba diciendo ella—. Lo he soñado durante años… Caigo en una oscuridad espesa, densa y negra.
La estudió con interés, un poco desconcertado por el tono confidencial. También por el modo en que se volvía de vez en cuando hacia las sombras.
—Supongo que se trata de morir —prosiguió Tánger en voz baja.
Estuvo en silencio, muy quieta, mirando con aprensión por encima de la balaustrada y entre la llovizna. Parecía, pensó él, mirar más allá del mar en sombras.
—Morir sola como
Zas
. A oscuras.
Había pronunciado esas palabras tras un larguísimo silencio, en tono que era casi susurro, apenas audible. De pronto parecía asustada de veras, o conmovida; y Coy se agitó un par de veces en la silla, desconcertado, mientras barajaba sus sentimientos. Alzó una mano para apoyarla en la de ella, y volvió a dejarla caer a un lado, sin concluir el ademán.
—Si alguna vez ocurre —dijo—, quisiera estar cerca y cogerte la mano.
Ignoraba cómo podía sonar aquello, pero le daba igual. Era sincero. De pronto veía a una niña temerosa de la noche: aterrada de viajar sola a través de una oscuridad infinita.
—No serviría de nada —respondió ella—. Nadie puede acompañar a otro en ese viaje.
Lo había observado con atención cuando él dijo lo que dijo: estar cerca y la mano. Muy seria y muy absorta, analizando lo que acababa de oír. Pero ahora movía la cabeza como si desestimara aquello con resignación, o derrota.
—Nadie.
Tras añadir eso se quedó callada. Lo miraba de pronto con tanta intensidad que Coy volvió a moverse en la silla, incómodo. Habría dado cuanto tenía —una frase: en realidad no tenía nada— por ser un tipo atractivo, con clase, o al menos con dinero suficiente para sonreír seguro de sí antes de poner su mano sobre la de ella, protector. Para decirle yo cuidaré de ti, pequeña, a aquella mujer a la que hacía sólo un momento había llamado maldita bruja, y que de pronto volvía a recordarle a la niña pecosa que sonreía entre los brazos de su padre en la foto puesta en un marco; la campeona del concurso infantil de natación, ganadora de la copa de plata que ahora, abollada y falta de un asa, ennegrecía en una repisa. Pero Coy no era nada de eso; sólo un paria con un saco al hombro y a bordo de un velero que tampoco era suyo, y estaba tan lejos de ella que ni siquiera podía aspirar a servirle de consuelo, o de última mano que oprimir antes de un hipotético viaje al final de la noche. Por eso sintió una impotencia muy amarga cuando ella contempló la distancia que separaba sus manos sobre el mantel y sonrió triste, como si lo hiciera a sombras, fantasmas y remordimientos.
—Le tengo miedo a eso.
Dijo. Entonces Coy, esta vez sin apenas pensarlo, alargó su mano hasta tocar la suya. Ella, sin dejar de mirarlo a los ojos, la retiró muy despacio. Y él apartó a un lado el rostro para que no lo viera enrojecer, azarado por su desliz, o su patinazo. Pero al cabo de medio minuto pensó que a veces la vida aporta situaciones singulares con la precisión de una coreografía rigurosa o la mala intención de un bromista agazapado en la eternidad. Porque en el preciso momento en que se volvía hacia la balaustrada y la playa, avergonzado de su mano torpe y solitaria encima del mantel, vio algo que acudió en su auxilio con tanta oportunidad que debió contenerse para no exteriorizar su júbilo: un impulso ciego, del todo irracional, que de pronto tensó los músculos de sus brazos y su espalda y proyectó un haz de intensa lucidez en su cerebro. Porque abajo, cerca de las luces que bordeaban la playa, bajo el porche de un chiringuito cerrado, acababa de reconocer la silueta, pequeña, inconfundible, casi entrañable a tales alturas, de Horacio Kiskoros: ex suboficial de la Armada argentina, sicario de Nino Palermo y enano melancólico.
Esta vez nadie iba a arrebatarle el atún del sedal. Así que aguardó treinta segundos, se excusó pretextando una visita a los servicios, y bajó los peldaños de dos en dos, salió por la puerta trasera, entre cubos de basura, y fue dando un rodeo en dirección contraria al restaurante y la playa. Caminaba con cuidado bajo las palmeras y los eucaliptos, pensando cómo hacerlo: un bordo a estribor y un bordo a babor. La llovizna finísima empezó a mojarle el pelo y la camisa, refrescándole el vigor que afinaba su cuerpo, tenso de agrio placer por la expectativa. Cruzó la carretera hasta un descampado, anduvo entre los hinojos de la cuneta, y volvió a cruzar la carretera con la oscuridad a la espalda, amparándose en un contenedor de basura. Por allí resopla, se dijo. Estaba a barlovento de la presa; que, ajena a lo que se le venía encima, fumaba protegiéndose del chirimiri bajo el porche de tablas y cañas. Había un coche aparcado junto a la acera: un Toyota pequeño, blanco, matrícula de Alicante, con la pegatina de alquiler en el cristal trasero. Coy rodeó el coche y vio que Kiskoros mantenía los ojos fijos en la terraza iluminada y la puerta principal del restaurante: vestía chaqueta ligera, corbata de pajarita, y su pelo negro peinado hacia atrás relucía de brillantina a la luz de la farola cercana. La navaja, pensó Coy, acordándose del arco de los Guardiamarinas. Tengo que precaverme de su navaja. Luego sacudió las manos y cerró los puños, evocando en su concurso a los fantasmas del Torpedero Tucumán y el Gallego Neira y el resto de la Tripulación Sanders. Las zapatillas deportivas le ayudaron a dar ocho pasos silenciosos, con feroz sigilo, antes de que el otro escuchara el ruido sobre la gravilla y empezara a volverse para comprobar quién venía por detrás. Coy vio los ojos de ranita simpática perder la simpatía abriéndose desmesuradamente, y el cigarrillo caer de la boca convertida en agujero oscuro, el último humo enredado con espirales en el bigote. Entonces saltó, cubriendo la última distancia, y el primer puñetazo alcanzó a Kiskoros en pleno rostro e hizo clac, echándole hacia atrás la cabeza como si acabara de troncharle el cuello, mientras lo proyectaba contra la pared del chiringuito, justo debajo del rótulo:
Kiosco Costa Azul. Especialidad en pulpo
.
La navaja, seguía obsesionado mientras golpeaba una y otra vez, con sistema y eficacia, en silencio. Ahora sonaba a gloria: tump y chof, y también plaf. Y Kiskoros, incapaz de tenerse en pie ante la arremetida, resbalaba apoyado en la pared, buscándose con desesperación el bolsillo. Pero Coy le conocía la querencia, así que se apartó un poco, tomó impulso, y la patada que asestó al argentino en el brazo hizo que éste soltase, por primera vez, un prolongado aullido de dolor; igual que un perro al que le pisaran el rabo. Entonces lo agarró por las solapas de la chaqueta y tiró de él con mucha violencia, haciéndolo cruzar la calzada en dirección a la arena de la playa. Tiraba y se detenía a golpearlo y tiraba otra vez; y el otro emitía una serie de gruñidos sordos, agónicos, debatiéndose para encaminar la mano al bolsillo; y en cada ocasión Coy golpeaba de nuevo. Aquella noche feliz no necesitaba espinacas. Ahora sí eres mío, pensaba atropelladamente, con aquella extraña lucidez que solía conservar en mitad del arrebato y la violencia. Ahora te tengo enterito, y no hay árbitro, ni testigos, ni policías, ni nadie que me diga lo que debo o no debo hacer. Ahora voy a machacarte hasta que seas una pulpa de mierda y las costillas rotas se te claven dentro y los dientes partidos te los tragues de seis en seis, y no te quede resuello ni para silbar un tango.
Semejante a un toro que buscase la barrera para tumbarse, Kiskoros apenas se debatía ya. Tenía la pajarita en la oreja. La navaja, que por fin logró sacar del bolsillo, había resbalado de sus dedos torpes y estaba en la arena después que Coy la alejara de un puntapié. La luz de las farolas cercanas daba densidad a la llovizna que seguía cayendo sobre ellos mientras, a patadas, Coy hacia rodar al argentino rebozado de arena húmeda hasta el borde del agua. Tump. Ay. Tump. Ay. Los últimos golpes se los dio cuando el otro ya chapoteaba en la orilla, gimiendo dolorido, en un intento por mantener la boca fuera del agua. Tump. Se metió en ella hasta los tobillos para sacudirle una última patada que lo hizo rodar un metro más allá, zambulléndolo por completo en los reflejos amarillentos y el espejeo del chirimiri sobre el agua negra.
Volvió sobre sus pasos a sentarse en la arena, cerca de la orilla. La tensión de sus músculos empezaba a decaer mientras recobraba el aliento. Le dolían los tobillos de dar patadas, y todo el dorso de la mano derecha, hasta el antebrazo y el codo, parecía anudado en los tendones. Nunca en mi vida, se dijo, he inflado a nadie a palos tan a gusto. Nunca. Se frotaba los dedos para desentumecerlos, alzando la cara a fin de que la tenue lluvia le mojase la frente y los ojos cerrados. Así, inmóvil, respirando profundamente con la boca muy abierta, esperó a que disminuyese el galope que latía con violencia en su pecho. Escuchó un ruido ante él y abrió los ojos. Chorreante de agua que lo hacía relucir entre los reflejos, Kiskoros se arrastraba por la orilla. Coy se quedó sentado en la arena, observando sus esfuerzos. Podía oír la respiración entrecortada y los gruñidos opacos de bestia apaleada, el chapoteo torpe de manos y piernas incapaces de ponerse en pie.
Era bueno pelear, pensaba. Era como limpiar sentinas. Era estupendo para la circulación de la sangre y los jugos gástricos volcar en los puños toda la angustia, y el malhumor, y la desesperanza que lastraban el alma. Era casi terapéutico que la acción diese tregua por un rato al pensamiento, y que los impulsos atávicos de cuando el ser humano debía elegir entre la muerte o la supervivencia reclamasen su parte en el juego de la vida. Quizá por eso el mundo iba ahora como iba, reflexionó. Los hombres habían dejado de pelear porque estaba mal visto, y eso los estaba volviendo locos.
Seguía frotándose la mano dolorida. Su cólera iba desvaneciéndose. Hacía tiempo que no se encontraba tan a gusto, tan en paz consigo mismo. Vio que el argentino, a gatas, sacaba medio cuerpo fuera de la orilla y volvía a desplomarse con el agua de cintura para abajo. La luz amarillenta mostraba su pelo y bigote manchados de arena, que oscuros regueros de sangre enrojecían al correr por ella.
—Cabrón —dijo Kiskoros desde la orilla, sofocado, gimiendo como si le doliera cada letra.
—Anda y que te den por culo.
Se quedaron los dos en silencio. Coy sentado, mirando. El argentino boca abajo, respirando con dificultad, un gemido en voz baja de vez en cuando, al querer cambiar de postura. Por fin se arrastró hacia adelante con los codos, dejando un surco en la arena hasta que pudo sacar las piernas del agua. Parecía una tortuga a punto de desovar, y Coy seguía observándolo, desapasionado. Su cólera había desaparecido, o casi. No sabía muy bien qué hacer ahora.
—Sólo hago mi laburo —murmuró Kiskoros al cabo de un rato.
—El tuyo es un laburo peligroso.
—Me limitaba a vigilar.
—Pues vete a vigilar a la puta que te parió en la pampa.
Se levantó sin prisas, sacudiéndose la arena de los tejanos. Después fue hasta el argentino, que se incorporaba con mucha dificultad, y lo estuvo mirando un rato hasta que decidió sacudirle otro puñetazo, esta vez menos impulsivo y más funcional, tumbándolo de nuevo boca arriba. Pequeño, mojado, tumefacto y rebozado en arena, Kiskoros parecía una croqueta patética. Se inclinó sobre él, oyendo su respiración —miles de pitos silbándole en los pulmones— y lo registró minuciosamente. Llevaba un teléfono móvil, un paquete de tabaco empapado, y las llaves del coche de alquiler. Tiró al mar las llaves y el teléfono. La cartera era grande y estaba llena de dinero y papeles. Fue bajo la luz de la farola más cercana, a echar un vistazo: un documento de identidad español con la foto y el nombre de Horacio Kiskoros Parodi, tarjetas de visita ajenas, dinero español y británico, una tarjeta Visa y otra American Express. También la fotocopia en color de una página de revista, que desplegó con precaución pues ya había sido manoseada muchas veces, y estaba empapada de agua de mar. Bajo el titular:
Nuestros buzos tácticos humillan a Inglaterra
, una foto mostraba a varios infantes de marina ingleses brazos en alto, custodiados por tres soldados argentinos con la cara tiznada que les apuntaban con subfusiles. Uno de los tres era de pequeña estatura, con ojillos saltones de ranita y bigote inconfundible.
—Vaya, lo había olvidado. El héroe de Malvinas.
Metió el documento de identidad y las tarjetas en la cartera, añadió el recorte, se guardó el dinero y tiró la cartera encima de Kiskoros.
—Cuéntame cosas, anda.
—No tengo nada que decir.
—¿Qué quiere Palermo?… ¿Está por aquí cerca?
—No tengo nada que…
Se interrumpió cuando Coy le asestó otro puñetazo en la cara. Lo hizo desapasionadamente, casi con desgana, y se quedó viendo cómo el argentino, tapándose el rostro con las manos, se retorcía como una lombriz de tierra.
Luego fue a sentarse otra vez en la arena, sin dejar de observarlo. Nunca se había ensañado con nadie de aquel modo, y le asombraba no sentir compasión; pero sabía quién era el hombre que estaba en el suelo, no podía olvidar a
Zas
envenenado sobre la alfombra, y estaba al tanto de la suerte que mujeres como Tánger habían corrido en manos del suboficial Horacio Kiskoros y compañía. Así que aquel fulano podía hacer un canuto con su recorte de Malvinas y metérselo cuidadosamente en el ojete.
—Dile a tu jefe que las esmeraldas me importan un carajo. Pero si alguien la toca a ella, lo mataré.
Lo dijo con insólita sencillez, casi con modestia, y ni siquiera llegó a sonar como una amenaza. Sólo era información desprovista de énfasis o matices. Avisos a los navegantes. De cualquier modo, hasta el oyente menos atento habría comprendido que, tratándose de Coy, aquello era información veraz. Kiskoros gruñó de modo opaco al moverse sobre un costado. Tanteó en busca de la cartera, guardándosela con manos torpes.
—Sos un boludo —masculló—. Y te equivocás mucho con el señor Palermo y conmigo… También te equivocás con ella.
Hizo una pausa para escupir sangre. Ahora miraba a Coy entre el pelo despeinado, húmedo y sucio que le caía sobre la cara. Los ojillos de ranita ya no eran simpáticos: relucían de odio y ansias de revancha.
—Cuando me llegue la vez…
Sonrió de modo horrible con su boca hinchada, hasta que dejó la frase en el aire, amenazante y grotesco a un tiempo, al interrumpirlo un acceso de tos.
—Boludo —repitió con rencor, otra vez escupiendo sangre.