La carta esférica (48 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

—Tiene que estar —repitió Tánger de pronto.

Seguía como antes, agitando los pies en el agua. Coy estuvo un poco más apoyado en la bitácora, buscando algo adecuado que decir, o que hacer. Como no se le ocurría nada, fue en busca de una máscara de buceo y se tiró al mar desde la proa, para comprobar el fondeo. El agua estaba limpia, tibia y agradable; y la luz decreciente permitía seguir la línea de la cadena extendida sobre el fondo de arena, con algunas piedras. El ancla, una CQR de veinticinco kilos, estaba en posición correcta, libre de algas que pudieran hacerla garrear si refrescaba el viento durante la noche. Bajó un poco a fin de verla bien, y luego ascendió despacio para regresar al velero nadando de espaldas con sólo el movimiento de las piernas, sin prisa, disfrutando del agua. Deseaba retrasar lo más posible el momento de encontrarse otra vez con Tánger cara a cara.

Una vez a bordo se frotó con una toalla, contemplando la costa que ya enrojecía del todo con el sol poniente, prolongada en arco hacia el este: la ruta del mármol, de las legiones romanas y de los dioses. Esta vez, sin embargo, la vista no le causó placer alguno. Puso a secar la toalla y bajó por el tambucho, sentándose en los últimos peldaños de la escala. El Piloto trajinaba con las cacerolas en la cocina, preparando una fuente de macarrones, y Tánger estaba sentada en la camareta, con las cartas náuticas desplegadas sobre la mesa principal.

—No hay error posible —aseguró ella, antes de que Coy dijera nada.

Tenía su lápiz en la mano e indicaba las coordenadas de latitud y longitud sobre las diferentes cartas, marcando millas en las escalas laterales para transportarlas con el compás de puntas sobre el rectángulo cuadriculado de la zona, como le había enseñado a hacer él.

—Tú mismo revisaste los cálculos —añadió—. Enfilaciones a Mazarrón, al cabezo de las Víboras, a Punta Percheles, al cabo Tiñoso —se inclinaba muy seria mostrándole los resultados, igual que una estudiante que pretendiera convencer al profesor—… 37º 32’ al norte del ecuador y 4º 51’ al este de Cádiz en las cartas esféricas de Urrutia, corresponden a 37º 32’ de latitud norte y 1º 21’ de longitud oeste respecto al meridiano de Greenwich… ¿Lo ves?

Coy hizo como que revisaba los números. Había realizado aquellas operaciones tantas veces que se las sabía de memoria. Las cartas estaban llenas de anotaciones de su puño y letra.

—Las tablas de corrección pueden estar equivocadas…

—No lo están —ella movía enérgica la cabeza—. Ya te dije que provienen de las
Aplicaciones de Cartografía Histórica
de Néstor Perona. Ahí, hasta el error de diecisiete minutos de longitud de Cádiz respecto a Greenwich que tenían las cartas de Urrutia está corregido. Son precisas en cada minuto y cada segundo… Gracias a ellas se encontraron hace dos años el
Caridad
y el
São Rico
.

—La posición dada por el pilotín pudo estar confundida. Con las prisas, tal vez alguien cometió un error.

—No. Eso no puede ser —Tánger seguía negando con la reticencia de quien oye lo que no desea oír—. Todo era demasiado exacto. El pilotín hablaba incluso de la cercanía del cabo, al nordeste… ¿Recuerdas?

Miraron al mismo tiempo por el portillo abierto en la banda de estribor, hacia la mole rojiza que se perfilaba al extremo del arco de costa, más allá de la bahía de Mazarrón y el cabo Falcó.
Teniendo ya avistado el cabo
, había declarado el pilotín, según el informe.

—También puede ocurrir —añadió Tánger— que el
Dei Gloria
esté muy enterrado en la arena, y hayamos pasado sobre él sin detectarlo…

Era posible, opinó Coy. Aunque poco probable. En ese caso, explicó, la sonda habría señalado al menos diferentes densidades en la estructura del fondo. Pero todo el tiempo había estado indicando capas de arena y fango de hasta dos metros; y ésa era mucha profundidad para no detectar nada.

—Algo tendría que haber ahí —concluyó— aunque sólo fuese el metal de los cañones. Diez cañones juntos son una masa de hierro importante… Y a esos diez hay que añadir, aunque quedaran dispersos por la explosión, los doce del corsario.

Tánger tamborileaba con el lápiz sobre la carta. La otra mano la tenía en la boca, royéndose la uña del dedo pulgar. Su frente tenía ahora arrugas como cicatrices. Coy alargó una mano para tocarle el cuello, en la esperanza de borrar aquel ceño; pero ella permaneció insensible a la caricia, pendiente de las cartas que tenía delante. Los planos del bergantín y del jabeque también estaban a la vista, sujetos con cinta adhesiva a uno de los mamparos de la camareta. Incluso habían calculado sobre las cartas el área de dispersión de los cañones del corsario, considerando la explosión, la deriva y la distancia al fondo.

—El pilotín —sugirió Coy, retirando la mano— pudo mentir.

Tánger volvió a negar con la cabeza, y las marcas de su frente se hicieron más pronunciadas.

—Demasiado joven para urdir un engaño de ese calibre. Habló del cabo cercano, de la costa a un par de millas… Y llevaba en el bolsillo, anotados a lápiz, los datos de latitud y longitud.

—Pues no se me ocurre nada… Salvo que no sea Cádiz el meridiano.

Tánger le dirigió una ojeada sombría.

—También he pensado en eso —dijo—. Es lo primero que hice, entre otras cosas porque en
El tesoro de Rackham el Rojo
, Tintín y el capitán Haddock cometen un error parecido, al confundir la longitud de París con la de Greenwich…

A veces, pensaba Coy escuchándola, me pregunto si no estará tomándome el pelo. O si todo esto no es más que una peripecia infantil imaginada en un libro de historietas. Porque no es serio. O no lo parece. O no lo parecería, rectificó, de no andar de por medio ese enano argentino con su navaja, pegado a nuestras sombras, y el dálmata de su jefe. El sueño de una niña que jugaba a buscar barcos hundidos. Con tesoros, y con malvados.

—Pero nosotros conocemos bien todos los meridianos usados en la época —dijo—. Tenemos la posición suministrada por el pilotín, y podemos confirmarla en la carta, incluso con el sitio donde fue recogido tras el naufragio… No puede tratarse de Hierro, ni de París ni de Greenwich.

—Claro que no —ella señalaba la escala en la parte superior de una de las cartas—. La longitud es respecto a Cádiz, sin la menor duda: con ella todo coincide. El meridiano cero de nuestra búsqueda es el castillo de los Guardiamarinas: ya lo era en 1767 y lo siguió siendo hasta 1798. Longitud antigua desde Cádiz al naufragio: 4º 51’ este. Longitud actual, una vez corregida: 5º 12’ este. Correspondencia con Greenwich: 1º 21’ oeste. Ningún otro meridiano puede situar en el Urrutia y en las cartas modernas el
Dei Gloria
de modo tan perfecto.

—Todo eso está muy bien. De modo perfecto, dices. Pero nos falta lo más importante: el barco.

—Algo hemos hecho mal.

—Eso es evidente. Ahora dime qué.

Ella había tirado el lápiz sobre la mesa. Se incorporaba, mirando la carta. Coy observó sus pies descalzos sobre las tablas del suelo, los muslos largos y moteados bajo la camiseta que se adaptaba a las formas de su pecho. Volvió a acariciarle el cuello y esta vez ella se recostó un poco contra él. Su cuerpo firme, tibio olía levemente a sudor, y a sal.

—No lo sé —dijo, pensativa—. Pero si hay error, lo hemos cometido nosotros. Tú y yo… Si mañana terminamos la búsqueda sin resultados, habrá que empezar de nuevo.

—¿Cómo?

—No lo sé. Por la aplicación de las correcciones cartográficas, supongo. Un error de medio minuto significa ya media milla. Y aunque las tablas de Perona son muy exactas, nuestros cálculos pueden, en cambio, no serlo. Bastaría una pequeña imprecisión en la latitud y longitud del pilotín; diez segundos o un par de décimas de minuto inapreciables con los sistemas de posicionamiento de entonces, pero decisivas al trasladarlo todo a la carta… Quizá el bergantín esté una milla más al sur, o más al este. Tal vez nos hayamos equivocado al reducir tanto el área de búsqueda.

Coy suspiró todo lo hondo que pudo. Aquello era razonable, pero significaba empezar de nuevo. De cualquier modo, también suponía seguir junto a ella. Rodeó la cintura de la mujer con los brazos; se había vuelto hacia él y lo miraba muy de cerca, interrogante, la boca entreabierta. Tiene miedo, comprendió él, resistiendo la tentación de besarla. Tiene miedo de que el Piloto o yo digamos basta.

—No disponemos de una eternidad —dijo—. El tiempo puede empeorar de nuevo… Hasta ahora hemos tenido suerte con la guardia civil, pero pueden empezar a incordiarnos cualquier día. Preguntas y más preguntas. Y después está Nino Palermo, y su gente —indicó al Piloto, que despejaba la mesa para poner el mantel haciendo como que no escuchaba la conversación—… También hay que pagarle a él.

—No me agobies —se había soltado despacio, con suavidad, de las manos que enlazaban su cintura—. Necesito pensar, Coy. Necesito pensar.

Sonreía un poco, distante, embarazada; como si pretendiera dulcificar el gesto. De pronto volvía a estar a millas de distancia, y Coy sintió deslizarse por sus venas una tristeza oscura. El vacío en los ojos azul marino se intensificó cuando éstos volvieron al portillo abierto sobre el mar.

—Y sin embargo está ahí, en alguna parte —murmuró ella.

Se apoyaba en el portillo con ambas manos, inclinada hacia afuera, dando la espalda a Coy. Éste se pasó una mano por la cara mal afeitada, palpando su propia desolación. De pronto ella parecía de nuevo aislada, sola, egoísta. Volvía a la nube donde todos estaban excluidos, y él nada podía hacer para cambiar las cosas.

—Sé que está abajo, cerca —añadió Tánger en voz muy baja—. Esperándome.

Coy no dijo nada. Sentía una ira sorda, impotente. La de un animal debatiéndose en una trampa. Y supo que aquella noche la pasaría despierto en la oscuridad, junto al muro infranqueable de una espalda silenciosa.

Y ahora es cuando estoy a punto de aparecer yo, aunque brevemente, en esta historia. O cuando, para ser exactos, nos acercamos a la parte más o menos decisiva que tuve en la resolución —por calificarla de algún modo— del enigma sobre el naufragio del
Dei Gloria
. En realidad, como tal vez haya advertido algún lector perspicaz, soy yo mismo quien durante este tiempo ha estado contándoles todo esto: el capitán Marlowe de la novela, si admiten la comparación; con la reserva de que hasta ahora no creí necesario salir de la cómoda voz que utilicé, casi siempre, en tercera persona. Son, dicen, las reglas del arte. Pero alguien apuntó una vez que los relatos, como los enigmas y como la vida misma, son sobres cerrados que contienen otros sobres cerrados en su interior. Además, la historia del barco perdido, de Coy, el marino desterrado del mar, y de Tánger, la mujer que lo devolvió a él, me sedujo desde el momento en que los conocí. Ya no ocurren apenas, que yo sepa, historias como ésa; y mucha menos es la gente que las cuenta, aunque sea adornándolas un poco igual que los antiguos cartógrafos decoraban las zonas blancas todavía inexploradas. Y tal vez no las cuentan porque ya no existen verandas rodeadas de buganvillas donde oscurece despacio mientras los camareros malayos sirven ginebra —Bombay azul zafiro, naturalmente— y en una mecedora un viejo capitán desgrana su narración envuelto en humo de pipa. Hace tiempo que las verandas y los camareros malayos y las mecedoras, e incluso la ginebra azul son propiedad de los operadores turísticos; y además no está permitido fumar, ni en pipa ni en ninguna otra maldita cosa. Resulta difícil, por tanto, sustraerse a la tentación de jugar a las viejas historias, contadas como siempre se contaron. Así que, al hilo del asunto, ha llegado el momento de que abramos el penúltimo envoltorio: el que me trae, modestamente, a primer término. Sin esa voz narrativa, compréndanlo, no habría aroma clásico. Así que sólo diremos, a modo de inmediato preludio, que el velero que aquella tarde cruzó la bocana del puerto de Cartagena era un barco derrotado; tanto como si en vez de regresar de unas millas al sudoeste volviera trasquilado, tras ir por lana, del encuentro real con un corsario que lo hubiera despojado de ilusiones. En la mesa de cartas, la cuadrícula sobre la carta náutica 4631 estaba llena de inútiles crucecitas, igual que un cartón de bingo usado, decepcionante e inservible. En aquella arribada se habló poco a bordo del
Carpanta
. Sus tripulantes aferraron en silencio las velas, al pairo frente a las superestructuras oxidadas del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, y después se dirigieron a motor hacia uno de los pantalanes del puerto deportivo. Bajaron juntos a tierra, balanceándose por la falta de costumbre al pisar en firme, pasaron junto al
Felix von Luckner
, el portacontenedores belga de la Zeeland Ship que se disponía a largar amarras en el muelle comercial, y empezaron por el Valencia y el Taibilla, siguieron con el Gran Bar, el bar Sol y la taberna del Macho, y terminaron el viacrucis tres horas más tarde en La Obrera, una pequeña tasca portuaria situada en un ángulo detrás del ayuntamiento viejo. Aquella noche parecieron, recordaría Coy más tarde, tres camaradas; tres marineros que bajaran a tierra después de un largo y azaroso viaje. Y bebieron hasta que se les enturbió la mirada: una y otra y otra más, qué se debe, la penúltima, al unísono y sin complejos. El alcohol distanciaba las cosas, las palabras y los gestos. De modo que Coy, consciente de ello, asistía a la velada, incluido el propio espectáculo, con una perversa curiosidad que era asombrada y culpable a la vez. También fue aquélla la primera y la última vez que vio beber mucho a Tánger, y hacerlo de un modo deliberado; intenso. Sonreía como si de pronto el
Dei Gloria
fuese un mal sueño dejado atrás, y apoyaba la cabeza en el hombro de Coy. Bebió lo mismo que él, ginebra azul con hielo y un poco de tónica, mientras el Piloto los acompañaba con sólidos latigazos de coñac Fundador entibiados por vasos de cerveza. El Piloto contaba historias breves e incoherentes de puertos y de barcos, con aquel tono serio y la voz muy lenta y cuidadosa que ponía cuando el alcohol le volvía insegura la lengua, y entornaba los ojos que relucían divertidos, pícaros, amistosos. A veces Tánger reía y lo besaba, y el Piloto, cortado, siempre tranquilo, agachaba un poco la cabeza, o miraba a Coy y sonreía de nuevo, los codos sobre la desvencijada mesa de formica. Se lo veía a gusto; y a Coy, también: acariciaba la cintura tensa de Tánger, la esbelta curva de su espalda, sintiendo el cuerpo de la mujer recostado contra el suyo, sus labios en la oreja y en el cuello. Todo habría podido acabar allí, y no era mal final para un fracaso. Porque todo era grotesco y lógico al mismo tiempo, decidió. No habían hallado el bergantín, y sin embargo era la primera vez que los tres reían juntos sin rebozo, sin problemas, desatados y ruidosos. Aquello parecía exactamente una liberación; y con ese estado de ánimo bebieron todo el rato como si interpretaran papeles sobre sí mismos, conscientes del ritual tópico que las circunstancias exigían.

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