La casa de la seda (5 page)

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Authors: Anthony Horowitz

»Y esta, caballeros, es la historia de los cuadros de Constable perdidos y mi viaje a América. Por supuesto, le relaté a mi socio, el señor Finch, todo lo que había pasado y también se lo he contado a mi esposa. Pero nunca se lo había comunicado a nadie más. Sucedió hace más de un año. Y hasta que el hombre de la gorra apareció a la salida de mi casa en Wimbledon, pensé (recé) que nunca más tendría que volver a contarlo.

Holmes había terminado su pipa mucho antes de que el marchante finalizara su relato, y había estado escuchando con sus largos dedos entrelazados por delante y una mirada de intensa concentración en la cara. Hubo un prolongado silencio. Un trocito de carbón rodó y el fuego echó chispas. Ese sonido pareció sacarle de su ensoñación.

—¿Qué ópera quería ver esta noche? —preguntó.

Era la última pregunta que habría esperado. Parecía tener tan poca importancia en comparación con todo lo que acabábamos de escuchar que dudé de si estaba siendo deliberadamente maleducado.

Edmund Carstairs debió de pensar lo mismo. Empezó a responder, me miró, volvió a mirar a Holmes.

—Voy a una representación de Wagner, pero ¿nada de lo que le he dicho le ha causado impresión? —inquirió.

—Al contrario, lo he encontrado especialmente interesante y debo felicitarle por la atención al detalle y la claridad con la que nos lo ha contado.

—Y el hombre de la gorra...

—Evidentemente usted cree que es Keelan O'Donaghue. ¿Cree que le ha seguido hasta Inglaterra para vengarse de usted?

—¿Qué otra explicación podría haber?

—Así de pronto, quizás podría sugerir media docena más. Siempre me ha parecido que cualquier interpretación de una serie de eventos es posible hasta que la evidencia demuestra otra cosa, e incluso entonces uno debería ser cauteloso al llegar a una conclusión. En este caso, es cierto que puede ser que ese hombre haya cruzado el Atlántico y haya encontrado el camino hasta su casa en Wimbledon. De todos modos, uno se pregunta por qué le ha costado más de un año llegar hasta aquí, y cuál era su objetivo al invitarle a encontrarse con él en la iglesia de Santa María. ¿Por qué no dispararle allí donde estaba, si era eso lo que pretendía? Y todavía más extraño es que no apareciera.

—Él pretende asustarme.

—Y lo está consiguiendo.

—Desde luego. —Carstairs agachó la cabeza—. ¿Está diciendo que no puede ayudarme, señor Holmes?

—En este momento, no veo que haya mucho que pueda hacer. Quienquiera que sea, su visita no solicitada no nos ha dado pistas para encontrarle. En cambio, si vuelve a aparecer, entonces estaré encantado de proporcionarle la ayuda que solicita. Una última cosa puedo decirle, señor Carstairs: puede disfrutar de su ópera tranquilamente. No creo que intente hacerle ningún daño.

Pero Holmes se equivocaba. Al menos, eso pareció al día siguiente. Porque fue entonces cuando el hombre de la gorra golpeó de nuevo.

TRES

EN RIDGEWAY HALL

El telegrama llegó al día siguiente, mientras nos sentábamos para desayunar.

«O'DONAGHUE VOLVIÓ PASADA NOCHE. CAJA FUERTE FORZADA. POLICÍA AVISADA. ¿PUEDE VENIR?».

Estaba firmado por Edmund Carstairs.

—¿Qué piensa de esto, Watson? —preguntó Holmes, arrojando el papel a la mesa.

—Que quizás ha vuelto antes de lo que usted esperaba —dije.

—En absoluto. Anticipaba algo muy parecido a esto. Desde el principio se me ocurrió que el que llamamos hombre de la gorra estaba más interesado en Ridgeway Hall que en su propietario.

—¿Esperaba un robo? —tartamudeé—. Pero Holmes, ¿por qué no avisó al señor Carstairs? Por lo menos le podría haber sugerido esa posibilidad.

—Ya oyó lo que dije, Watson. Sin más evidencias, no había nada que pudiéramos esperar conseguir. Pero ahora nuestro indeseado visitante ha decidido ayudarnos generosamente. Probablemente ha forzado una ventana. Habrá caminado sobre la hierba, pisado unas flores y dejado un rastro de barro en la alfombra. Con eso sabremos como mínimo su estatura, su peso, su profesión y cualquier otro rasgo singular que podamos adivinar por su manera de andar. Incluso puede haber sido tan considerado como para que algo se le haya caído o se lo haya dejado. Si se ha llevado joyas, tendrá que deshacerse de ellas. Si fue dinero, eso también puede saberse. Por lo menos ahora habrá dejado un rastro que podremos seguir. ¿Le importaría pasarme la mermelada? Hay muchos trenes con destino Wimbledon. ¿Doy por sentado que me acompaña?

—Por supuesto, Holmes. Nada me gustaría más.

—Excelente. A veces me pregunto cómo sería capaz de encontrar la energía o la voluntad para encargarme de otra investigación si no estuviera seguro de que el gran público podrá leer cada detalle a su debido tiempo.

Me había acostumbrado a su humor ofensivo y me lo tomé como una señal de su buen estado de ánimo, así que no le contesté. Un poco después, cuando Holmes terminó su pipa matutina, nos abrigamos y salimos de la casa. No había mucha distancia hasta Wimbledon, pero ya eran casi las once cuando llegamos y me pregunté si el señor Carstairs no se habría cansado de esperarnos.

Mi primera impresión de Ridgeway Hall fue que era similar a un joyero, y que era muy adecuada para un coleccionista de arte que muy probablemente exhibiría muchos objetos de incalculable valor dentro. Dos puertas, una a cada lado, conducían desde la vía pública por un camino de gravilla con forma de herradura que se curvaba alrededor de un césped bien cuidado hasta la entrada principal. Las puertas estaban enmarcadas por recargadas columnas, cada una de ellas rematada por un león de piedra con una pata levantada como si advirtiera a las visitas que se pararan y lo reconsideraran antes de decidir entrar. Un muro bajo se situaba entre las dos. La casa en sí misma estaba a una cierta distancia. Es lo que yo hubiera llamado una villa, construida en el clásico estilo georgiano, blanca y perfectamente cuadrada, con elegantes ventanales situados simétricamente a cada lado de la entrada principal. Esta simetría alcanzaba incluso a los árboles, de los que había ejemplares muy bellos, pero que habían sido cultivados para que un lado del jardín fuera el reflejo idéntico del otro. Y, sin embargo, en el último momento todo lo estropeaba una fuente italiana, que, aunque era bonita, con angelitos y delfines de piedra jugando y la luz del sol haciendo brillar una fina superficie como de hielo, había sido colocada ligeramente descentrada. Era casi imposible verla y no desear moverla dos o tres metros a la izquierda.

Resultó que la policía había venido y se había ido. La puerta nos la abrió un criado bien vestido y con cara adusta. Nos condujo por un amplio pasillo que daba a habitaciones a ambos lados, las paredes adornadas con pinturas y grabados, espejos antiguos y tapices. Una escultura que representaba a un pastor apoyándose en su bastón se hallaba en una mesita con las patas curvas. Un elegante reloj de pie dorado y blanco se encontraba en el extremo opuesto, con el suave sonido de su tictac produciendo eco por toda la casa. Nos condujeron al salón donde Carstairs estaba sentado en una chaise longue, hablando con una mujer unos años más joven que él. Vestía una levita negra, chaleco plateado y zapatos de charol. Llevaba el pelo pulcramente peinado. Mirándole, uno podría pensar que había perdido una partida de bridge. Era difícil creer que había ocurrido algo más desagradable. Sin embargo, se puso en pie en cuanto nos vio.

—¡Así que han venido! Ayer me dijo que no había razones para temer al hombre que sospecho que es Keelan O'Donaghue. Sin embargo, la pasada noche allanó mi casa. Se ha llevado cincuenta libras y las joyas de la caja fuerte. Y porque mi mujer tiene el sueño ligero y le sorprendió en medio de su fechoría, que si no, ¿quién sabe lo que podría haber hecho luego?

Dirigí mi atención a la señorita que estaba sentada a su lado. Era bajita y muy guapa, de unos treinta años, y me impresionó su aire de inteligencia y su confianza en sí misma. Tenía el pelo rubio, recogido en un moño, un estilo que parecía diseñado para acentuar la elegancia y la feminidad de sus rasgos. A pesar del sobresalto matutino, intuí que tenía un vivo sentido del humor, porque se traslucía en sus ojos, que eran de una extraña mezcla entre el azul y el verde, y sus labios, que parecían al borde de la sonrisa. Las mejillas eran ligeramente pecosas. Llevaba un vestido sencillo de manga larga sin adornos. Un collar de perlas lucía en su cuello. Había algo en ella que me recordó inmediatamente a mi propia y querida Mary. Incluso antes de que hablara, estaba seguro de que tendría el mismo carácter: una entereza innata y al mismo tiempo un profundo sentido del deber para con el hombre con el que había escogido casarse.

—A lo mejor debería empezar por presentarnos —observó Holmes.

—Por supuesto. Esta es mi esposa, Catherine.

—Y usted debe de ser el señor Sherlock Holmes. Le estoy muy agradecida por haber respondido tan rápido a nuestro telegrama. Le dije a Edmund que lo enviara. Le aseguré que vendría.

—Creo que ha pasado usted por una experiencia perturbadora —dijo Holmes.

—Así es. Tal y como le ha contado mi marido. Me desperté la pasada noche y vi en el reloj que eran las tres y veinte. Había luna llena y se reflejaba a través de la ventana. Al principio pensé que debía de haber sido un pájaro o un búho el que me había despertado, pero después oí otro sonido, procedente del interior de la casa, y me di cuenta de que estaba equivocada. Me levanté, me puse un camisón y bajé las escaleras.

—Eso fue una tontería, cariño —comentó Carstairs—. Te podrían haber herido.

—No pensé que estuviera en peligro. Para ser sincera, ni siquiera se me ocurrió que podría haber un extraño en la casa. Pensé que serían el señor o la señora Kirby, o incluso Patrick. Sabes que no me fío de ese muchacho. De todas maneras, examiné rápidamente el salón. Nada parecía fuera de lugar. Y entonces, por alguna razón, me acerqué al estudio.

—¿No llevaba una luz consigo? —preguntó Holmes.

—No. La luz de la luna era suficiente. Abrí la puerta y allí había una figura, una silueta posada en la repisa del ventanal, sosteniendo algo en la mano. Me vio y los dos nos quedamos quietos, mirándonos, con la alfombra situada entre los dos. Al principio no grité. Estaba demasiado estupefacta. Después fue como si se cayera de espaldas por la ventana, deslizándose hasta la hierba, y en ese mismo momento me liberé del hechizo. Empecé a gritar y alarmé a todo el mundo.

—Examinaremos la caja fuerte y el estudio en unos momentos —dijo Holmes—. Pero antes de eso, señora Carstairs, deduzco por su acento que es usted americana. ¿Llevan mucho tiempo casados?

—Edmund y yo llevamos casados un poco más de año y medio.

—Debería haberle explicado cómo conocí a Catherine —dijo Carstairs—, porque está muy relacionado con lo que les conté ayer. La única razón por la que no lo hice fue porque pensé que carecía de importancia.

—Todo es importante —comentó Holmes—. A menudo me he encontrado con que el aspecto más irrelevante de un caso puede ser al mismo tiempo el más revelador.

—Nos conocimos en el Catalonia el mismo día que partió de Boston —dijo Catherine Carstairs. Se levantó y cogió la mano de su marido—. Viajaba sola, aparte por supuesto de una chica que había contratado para que fuera mi acompañante. Me fijé en Edmund mientras embarcaba y supe que algo atroz le acababa de ocurrir. Era obvio por su cara, el miedo en sus ojos. Nos cruzamos en cubierta esa tarde. Los dos estábamos solteros. Y, por un golpe de suerte, nos sentaron al lado en la cena.

—No sé cómo hubiera podido aguantar la travesía si no hubiera sido por Catherine —Carstairs continuó el relato—. Siempre he sido de disposición nerviosa y la pérdida de los cuadros, la muerte de Cornelius Stillman, esa terrible violencia... fueron demasiado. No me encontraba bien, tenía fiebre. Pero desde el primer momento Catherine me cuidó y descubrí que mis sentimientos hacia ella iban creciendo a medida que íbamos dejando atrás la costa americana. Debo reconocer que siempre me burlé del concepto de «amor a primera vista», señor Holmes. Es algo que podía haber leído en noveluchas, pero que nunca me creí. Y, sin embargo, fue lo que ocurrió. Para cuando llegamos a Inglaterra, sabía que había encontrado a la mujer con la que deseaba pasar el resto de mi vida.

—¿Y cuál, si puedo preguntar, era la razón de su visita a Inglaterra? —preguntó Holmes, girándose hacia la mujer.

—Estuve casada brevemente en Chicago, señor Holmes. Mi marido trabajaba con bienes inmuebles, y aunque en su trabajo y en la comunidad le respetaban, aunque iba frecuentemente a la iglesia, nunca se portó bien conmigo. Tenía un carácter horrible y hubo ocasiones en las que temí por mi seguridad. Yo no tenía muchos amigos y él hizo todo lo posible para que siguiera siendo así. De hecho, en los últimos meses de nuestro matrimonio me encerró en casa, quizás con miedo de que pudiera acusarle. Pero entonces, de repente, enfermó de tuberculosis y murió. Desgraciadamente, la casa y una gran parte de su fortuna fueron a parar a las manos de sus dos hermanas. Me dejó sin dinero, sin amigos y sin una razón para desear quedarme en América. Así que me fui. Venía a Inglaterra en busca de un nuevo comienzo. —Miró hacia abajo y añadió, con aire humilde—: No esperaba cruzármelo tan pronto, ni tampoco encontrar la felicidad que hacía tanto que faltaba en mi vida.

—Mencionó a una compañera de viaje que estaba con usted en el Catalonia —comentó Holmes.

—La contraté en Boston. No la conocía de antes, y dejó el empleo poco después de llegar.

Fuera, en el pasillo, el reloj repicó. Holmes se levantó de un salto con una sonrisa en la cara y esa sensación de energía y entusiasmo que yo conocía tan bien.

—¡No debemos perder más tiempo! —exclamó—. Deseo examinar la caja fuerte y la habitación en la que se encuentra. Dice que se han llevado cincuenta libras. Pensándolo bien, no es una cantidad muy elevada. Veamos si, por lo menos, el ladrón se ha dejado algo.

Pero antes de que nos pudiéramos mover, otra mujer entró en la habitación y vi que, aunque formaba parte de la familia, era lo más diferente a Catherine Carstairs que sería posible imaginar. Era fea y adusta, vestida de gris, con el cabello oscuro sujeto firmemente en la nuca. Llevaba puesta una cruz de plata y tenía las manos entrelazadas como para rezar. De sus ojos oscuros, la piel pálida y la forma de su boca, deduje que estaba emparentada con Carstairs. No tenía nada de su teatralidad; era más bien el apuntador, sumido para siempre en las sombras, esperando a que se le olvidara el papel.

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