La casa de la seda (2 page)

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Authors: Anthony Horowitz

Le había expuesto en un telegrama mi intención de ocupar mi vieja habitación y quedarme con Holmes una breve temporada, y me alegré al recibir su conformidad a vuelta de correo. Mi consulta se las arreglaría sin mí. Estaba temporalmente solo. Y tenía la intención de vigilar a mi amigo hasta que estuviera seguro de que había recuperado totalmente la salud. Pues Holmes había ayunado deliberadamente tres días y tres noches, sin tomar comida ni agua, para convencer a un rival particularmente cruel y vengativo de que estaba cerca de la muerte. La treta había tenido éxito y ese hombre estaba ahora en las competentes manos del inspector Morton de Scotland Yard. Pero todavía me preocupaba el esfuerzo al que Holmes se había sometido y pensé que sería conveniente estar pendiente de él hasta que su metabolismo estuviera restablecido.

Así que estaba encantado viéndole disfrutar de un gran plato de bollos con miel de violetas y nata, además de un bizcocho y té, todo lo cual lo había traído la señora Hudson en una bandeja y nos lo había servido. Holmes parecía estar reponiéndose, cómodamente recostado en el sillón grande, vestido con su batín y los pies extendidos frente al fuego. Siempre había sido de natural enjuto, casi esquelético, con esos ojos sagaces acentuados por su nariz aguileña, pero al menos ahora había algo de color en su piel, y su voz y su actitud recordaban mucho a su antiguo yo.

Me había recibido afectuosamente, y mientras me sentaba enfrente de él, sentí la extraña impresión de que estaba despertando de un sueño. Fue como si los dos últimos años nunca hubieran transcurrido, como si nunca hubiera conocido a mi querida Mary, me hubiera casado con ella y nos hubiéramos mudado a nuestra casa de Kensington, adquirida con los beneficios de las perlas de Agra. Podría haber estado todavía soltero, viviendo aquí con Holmes, compartiendo con él la emoción de la persecución y el esclarecimiento de otro misterio más.

Y se me ocurrió que él muy bien podría haberlo preferido de este modo. Holmes raras veces hablaba de mi vida hogareña. Estaba en el extranjero en la época de mi boda y ya entonces yo había pensado que podría no tratarse únicamente de una casualidad. Sería injusto decir que el tema de mi matrimonio estaba prohibido, pero había un pacto sin palabras por el que tampoco lo comentaríamos con detalle. Mi felicidad y satisfacción eran evidentes para Holmes, y era lo suficientemente generoso para no envidiarme.

Nada más llegar, había preguntado por la señora Watson. Pero no había solicitado más información y, desde luego, yo no le había dado ninguna, lo que hacía sus comentarios todavía más insondables.

—Me mira como si fuera un prestidigitador —observó Holmes riéndose—. ¿Debo suponer que ha renunciado a seguir con las obras de Edgar Allan Poe?

—¿Se refiere a su detective, Dupin? —dije.

—Usaba un método que denominó raciocinación. Según él, era posible adivinar los pensamientos más íntimos de una persona sin necesidad de que hablara. Lo conseguía estudiando sus movimientos, por el alzado de una ceja. La idea me impresionó mucho en su momento, pero creo recordar que usted se mostraba bastante desdeñoso...

—Y sin duda me arrepentiré ahora —convine—. Pero ¿en serio me está diciendo, Holmes, que ha podido adivinar la enfermedad de un chiquillo al que nunca ha conocido solo por mi actitud delante de un plato de bizcochos?

—Eso y bastante más —replicó Holmes—. Puedo decir que acaba de regresar de la estación de Holborn Viaduct. Que salieron de casa con prisas, pero que, aun así, perdió el tren. Quizás la razón es el hecho de que ahora mismo estén sin criada.

—¡No, Holmes! —exclamé—. No me lo creo.

—¿Me equivoco?

—No. Ha acertado en todo. Pero ¿cómo es posible...?

—Es una sencilla cuestión de observación y deducción, que se apoyan una a la otra. Si se lo explicara, le resultaría tremendamente pueril.

—Sin embargo, debo insistir en que lo haga.

—Bueno, como ha sido tan amable de visitarme, supongo que estoy en deuda con usted —contestó Holmes con un bostezo—. Empecemos por la circunstancia que le trae aquí. Si la memoria no me falla, nos acercamos al segundo aniversario de su boda, ¿cierto?

—En efecto. Es pasado mañana.

—Así que es un momento poco común para alejarse de su mujer. Como acaba de decir, el hecho de que haya elegido quedarse conmigo, y por un prolongado periodo de tiempo, podría sugerir que había una necesidad imperiosa para que ella se separara de usted. ¿Y cuál podría ser? Si no recuerdo mal, la señorita que de soltera se llamaba Mary Morston vino a Inglaterra desde la India y no tenía ni amigos ni familia aquí. Fue contratada como institutriz, al cuidado del hijo de la esposa de Cecil Forrester, en Camberwell, donde por descontado usted la conoció. La señora Forrester se portó muy bien con ella, sobre todo en tiempos de necesidad, y me imagino que las dos siguen siendo íntimas.

—Así es.

—Por lo tanto, lo más probable es que, si alguien había requerido la presencia de su esposa lejos de casa, fuera ella. Me he preguntado entonces qué razón podría estar detrás de esta convocatoria y, con este tiempo tan frío, inmediatamente uno piensa en la enfermedad de un niño.

Estoy seguro de que tener a su antigua institutriz de vuelta será muy reconfortante para el afligido muchacho.

—Se llama Richard y tiene nueve años —concedí—. Pero ¿cómo puede estar tan seguro de que es gripe y no algo más serio?

—Si fuera más grave, usted habría insistido en atenderle en persona.

—Su razonamiento ha sido hasta ahora completamente claro y conciso —dije—. Pero no explica cómo ha sabido que estaba pensando en ellos en este preciso momento.

—Me perdonará si le digo que es como un libro abierto, mi querido Watson, y que con cada movimiento pasa otra página. Cuando estaba sentado tomándose el té, observé cómo su mirada se desviaba al periódico de la mesa de al lado. Ojeó el titular y después lo cogió y lo puso boca abajo. ¿Por qué? Quizás le incomodaba el reportaje acerca del accidente ferroviario en Norton Fitzwarren hace unas semanas. Las primeras conclusiones de la investigación de la muerte de diez pasajeros han sido publicadas hoy y, por supuesto, era lo último que le apetecería leer después de dejar a su esposa en la estación.

—Efectivamente, me recordó su viaje —admití—. ¿Y la enfermedad del niño?

—Su atención pasó del periódico al remiendo de la alfombra debajo de la mesa, y le vi claramente esbozar una sonrisa. Por supuesto, ahí era donde guardaba su maletín de médico y esa asociación fue la que le recordó la causa de la visita de su esposa.

—Todo son conjeturas, Holmes —insistí—. Ha mencionado Holborn Viaduct, por ejemplo. Y hubiera podido ser cualquier estación de Londres.

—Sabe que deploro las conjeturas. En ocasiones es necesario enlazar los indicios evidentes con el uso de la imaginación, pero no es lo mismo. La señora Forrester vive en Camberwell. El tren de Londres a Chatham y Dover tiene las salidas programadas desde Holborn Viaduct. Me habría parecido el punto de partida lógico aunque no me hubiera ayudado dejando su equipaje al lado de la puerta. Desde donde estoy sentado, puedo ver claramente una etiqueta de la consigna de equipajes de Holborn Viaduct pegada al asa.

—¿Y lo demás?

—¿Lo de que haya perdido a su criada y tuviera prisa? La mancha de betún negro en el lateral del puño de la manga izquierda apunta claramente a ello. Se limpió sus propios zapatos y lo hizo sin mucho esmero. Es más, con las prisas, se dejó olvidados los guantes.

—La señora Hudson recogió mi abrigo. Podría perfectamente haberse llevado mis guantes.

—En ese caso, cuando nos estrechamos las manos, ¿por qué las suyas estaban tan frías? No, Watson, su porte entero habla de desorganización y desaliño.

—Todo lo que dice es correcto —admití—. Pero un último misterio, Holmes. ¿Cómo podía estar tan seguro de que mi esposa perdió el tren?

—En cuanto llegó, noté un fuerte aroma a café en su ropa. ¿Por qué iba a tomarse un café justo antes de venir a mi casa a tomar el té? La conclusión es que perdió el tren y se vio obligado a quedarse con su mujer más tiempo del que esperaba. Guardó su maleta en la consigna de equipajes y se fue con ella a una cafetería. ¿Acaso Lockhart's? Me han dicho que el café allí es bastante bueno.

Hubo un breve silencio y luego estallé en carcajadas.

—Bueno, Holmes, veo que no hay razón para temer por su salud. Sigue tan excepcional como siempre.

—Era bastante elemental —contestó el detective con un indolente gesto de la mano—. Pero a lo mejor algo más interesante se acerca. A no ser que me equivoque, esa es la puerta principal...

Efectivamente, la señora Hudson entró una vez más, en esta ocasión acompañando a un hombre que apareció en la habitación como si lo hiciera en los teatros de Londres. Iba vestido de etiqueta con un frac, cuello de punta y pajarita blanca con una capa negra sobre los hombros, chaleco, guantes y zapatos de charol. En una mano sostenía un par de guantes blancos y en la otra, un bastón de palisandro con empuñadura de plata. Su cabello era sorprendentemente largo, recogido hacia atrás sobre una frente ancha, y no llevaba barba ni bigote. Tenía la piel pálida, la cara un poco demasiado alargada para ser realmente atractiva. Diría que su edad podría rondar los treinta y tantos años y, sin embargo, la seriedad de su conducta, su evidente incomodidad por estar en este lugar le hacían parecer mayor. De pronto me recordó a algunos de los pacientes que habían venido a mi consulta; aquellos que se habían negado a creer que estaban enfermos hasta que sus síntomas les habían persuadido de lo contrario. Siempre eran los que tenían las enfermedades más graves. Nuestro visitante se presentó ante nosotros con igual renuencia. Se quedó esperando en el vano de la puerta, mirando ansiosamente a su alrededor, mientras la señora Hudson entregaba a Holmes su tarjeta de visita.

—Señor Carstairs —dijo Holmes—. Por favor, tome asiento.

—Discúlpenme por llegar de esta manera..., sin que me esperaran y sin avisarles. —Tenía una manera de hablar bastante seca y entrecortada. Sus ojos no terminaban de cruzarse con los nuestros—. Realmente, no tenía intención de venir aquí. Vivo en Wimbledon, cerca del parque, y he venido a la ciudad por la ópera, aunque no tenga ganas de ver a Wagner. Acabo de llegar de mi club de caballeros, donde me he encontrado con mi contable, un hombre al que conozco desde hace muchos años y que ahora considero un amigo. Cuando le conté los problemas que he estado teniendo, la sensación de angustia que me está complicando la vida con tanto encono, él mencionó su nombre y me instó a consultarle. Por casualidad, mi club no está lejos de aquí, así que decidí venir directamente.

—Estaré encantado de prestarle toda mi atención —dijo Holmes.

—¿Y este caballero? —Nuestro visitante se giró hacia mí.

—El doctor John Watson. Mi consejero más allegado, y le puedo asegurar que todo lo que me quiera decir puede ser expuesto en su presencia.

—Muy bien. Me llamo, como puede ver, Edmund Carstairs y de profesión soy marchante de arte. Tengo una galería, Carstairs y Finch, en Albemarle Street, que lleva abierta seis años. Estamos especializados en las obras de los grandes maestros, principalmente de finales del último siglo y principios de este: Gainsborough, Reynolds, Constable y Turner. Le resultarán familiares sus cuadros, supongo, y sabrá que alcanzan los precios más elevados. Esta misma semana he vendido dos retratos de Van Dyke a un particular por 25.000 libras. Nuestro negocio tiene éxito y hemos prosperado, a pesar de todas las nuevas galerías (todo sea dicho, inferiores a la nuestra) que brotan en las calles aledañas. A lo largo de los años nos hemos construido una reputación de seriedad y fiabilidad. Entre nuestros clientes figuran muchos miembros de la aristocracia y hemos visto nuestras obras expuestas en algunas de las mejores mansiones del país.

—¿Y su socio, el señor Finch?

—Tobias Finch es bastante mayor que yo, aunque somos socios a partes iguales. Si hay algo en lo que no coincidimos es que él es más precavido y conservador que yo. Por ejemplo, yo estoy muy interesado en algunas de las nuevas obras que nos llegan desde el continente. Me refiero a los pintores que se conocen como
impressionistes
, como Monet y Degas. Hace solo una semana me ofrecieron una marina pintada por Pissarro que consideré bastante encantadora y llena de color. Lamentablemente, mi socio pensó lo contrario. Insiste en que tales obras no son más que borrones, y aunque es cierto que algunas de las formas no se distinguen mirándolas de cerca, no puedo convencerle de que no comprende lo esencial. De todas maneras, caballeros, no les aburriré con un sermón sobre arte. Somos una galería tradicional, y por ahora nos mantendremos así.

Holmes asintió con la cabeza.

—Por favor, continúe.

—Hace dos semanas, señor Holmes, me di cuenta de que me observaban. Ridgeway Hall, que es el nombre de mi casa, está en la acera de un callejón estrecho con varios asilos al final. Esos son los vecinos más cercanos. Lo que nos rodea es propiedad comunal y desde mi vestidor se ve el parque municipal. Fue allí, el martes por la mañana, donde me fijé en un hombre de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados, y me impresionó su extraordinaria quietud. Estaba demasiado lejos como para distinguirlo con claridad, pero yo diría que era extranjero. Vestía una levita larga con hombreras, con un corte que estoy seguro de que no era inglés. De hecho, estuve en América el año pasado y, si tuviera que adivinarlo, diría que es originario de ese país. De todas formas, lo que más me impactó, por las razones que ahora les contaré, fue que además llevaba sombrero, una gorra plana con visera, como las que a veces llevan los vendedores de periódicos.

»Fue eso y la manera de quedarse de pie allí lo primero que atrajo mi atención y me desconcertó. Juro que no podría haber estado más quieto aunque hubiese sido un espantapájaros. Estaba lloviznando, y se levantó un ligero viento, pero él no parecía notarlo. Sus ojos estaban fijos en mi ventana. Les puedo decir que eran muy oscuros y que parecían querer perforarme. Le observé por un minuto, a lo mejor un poco más, y me bajé a desayunar. Aunque antes de comer mandé al chico de los recados a ver si el hombre seguía fuera. No estaba. El muchacho volvió y dijo que el parque estaba vacío.

—Un suceso extraño —comentó Holmes—. Pero Ridgeway Hall es, estoy seguro, un edificio singular. Cualquiera que visite este país puede haber pensado que merece ser examinado de cerca.

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