La casa de la seda (9 page)

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Authors: Anthony Horowitz

Pero quizás cometí la mayor injusticia con Lestrade al sugerir que no era muy inteligente o que no tenía aptitudes para la investigación. Es justo decir que Sherlock Holmes a veces hablaba mal de él, pero Holmes era único, tan dotado intelectualmente que no había nadie en Londres que pudiera competir con él, y él desdeñaba igualmente a casi cualquier agente de policía con el que se topara, aparte quizás de Stanley Hopkins, e incluso su confianza en aquel joven detective era puesta a prueba a menudo. Siendo claros, al lado de Holmes, cualquier investigador se hubiera encontrado con que dejar su huella era rozar lo imposible, e incluso yo, que estaba a su lado con más frecuencia que nadie, a veces tenía que recordarme a mí mismo que no era un completo idiota. Pero Lestrade era un hombre muy competente en muchas cosas. Si se miran los registros públicos, se encontrarán muchos casos resueltos que él investigó por su cuenta, y los periódicos siempre hablaban bien de él. Hasta Holmes admiraba su tenacidad. A fin de cuentas, terminó su carrera como ayudante del comisario a cargo del Departamento de Investigación Criminal en Scotland Yard, aunque una buena parte de su reputación se basara en los casos que Sherlock Holmes había resuelto, pero de los que él se llevó los méritos. Lestrade me sugirió, durante nuestra larga y agradable conversación, que también era posible que él se hubiera sentido intimidado cuando estaba en la presencia de Sherlock Holmes, y que eso habría podido provocar que su desempeño no fuera muy brillante. Bueno, ya no está con nosotros, y estoy seguro de que no le importará que haga caso omiso de la confidencialidad y le dé el crédito que se merece. No era un mal hombre. Y al final del día, supe exactamente cómo se sentía.

De todos modos, fue Lestrade quien llegó a la pensión de la señora Oldmore a la mañana siguiente. Y sí, como siempre, estaba pálido y tenía los ojos hundidos pero brillantes, con la apariencia en general de una rata a la que habían obligado a vestirse formalmente para comer en el Savoy. Después de que Holmes hubiera alertado a los guardias que había en la calle, la habitación se había cerrado y puesto bajo vigilancia policial hasta que la fría luz pudiera dispersar las sombras y someterse a una investigación en regla, incluyendo los alrededores de la pensión.

—Bien, bien, señor Holmes —comentó con una pizca de irritación—. Me dijeron que le esperaban cuando estuve en Wimbledon, y aquí está usted otra vez.

—Los dos hemos estado siguiendo las huellas del pobre desdichado cuyos días terminaron aquí —replicó Holmes.

Lestrade le echó un vistazo al cadáver.

—Parece que este es sin duda el hombre al que hemos estado buscando. —Holmes no dijo nada y Lestrade le miró con severidad—. ¿Cómo es que le encontró?

—Fue ridículamente simple. Gracias a sus propias brillantes investigaciones, sabía que había vuelto en el tren que se dirigía a London Bridge. Desde entonces, mis oficiales han estado rastreando el área y dos de ellos fueron lo suficientemente afortunados como para encontrárselo en la calle.

—Supongo que se refiere a esa banda de golfillos que tiene a su disposición. Si estuviera en su lugar, yo guardaría las distancias, señor Holmes. De ahí no puede salir nada bueno. Son todos ladrones y carteristas cuando usted no los está animando. ¿Hay algún rastro del collar?

—No parece estar a la vista, no. Pero todavía no he tenido la oportunidad de examinar la habitación por completo.

—Entonces deberíamos empezar por hacerlo.

Acompañando las palabras con los hechos, Lestrade inspeccionó la habitación cuidadosamente. Era un lugar bastante deprimente, con cortinas harapientas, una alfombra mohosa y una cama que parecía más agotada que cualquiera que hubiera intentado dormir en ella. Un espejo rajado pendía en la pared. Un lavabo se erguía en la esquina con una palangana sucia y un grumo solitario y deforme de jabón duro. No había vistas: la ventana daba a un callejón estrecho y a la pared de ladrillos de enfrente, y aunque estaba un poco lejos y no era visible, el Támesis había impregnado la habitación con su olor y su humedad. Después volvió su atención al hombre muerto, que iba vestido tal y como Carstairs había descrito la primera vez, con una levita que le llegaba a las rodillas, un grueso chaleco y una camisa abotonada hasta arriba. Todo ello empapado en sangre. La navaja que le había matado estaba hundida hasta la empuñadura, y había seccionado la arteria carótida. Mi práctica en el ejercicio de la medicina me dijo que había muerto instantáneamente. Lestrade buscó en sus bolsillos, pero no encontró nada. Ahora que podía escudriñarle cuidadosamente, vi que el hombre que había seguido a Carstairs hasta Ridgeway Hall tenía poco más de cuarenta años, era fibroso, con hombros fuertes y brazos musculosos. Tenía el pelo muy corto y se le estaba encaneciendo. Lo que más llamaba la atención era la cicatriz que empezaba en una comisura de la boca y le sesgaba el pómulo, sin alcanzar el ojo por muy poco. Había visto la muerte de cerca una vez. Había sido menos afortunado la segunda.

—¿Podemos estar seguros de que este es el mismo hombre que importunó al señor Edmund Carstairs? —preguntó Lestrade.

—Desde luego. El mismo Carstairs lo identificó.

—¿Estuvo aquí?

—Por un breve momento, sí. Desgraciadamente, se vio obligado a marcharse.

Holmes sonrió para sí y recordé cómo nos habíamos visto obligados a despachar en un coche de alquiler a Edmund Carstairs y mandarle a Wimbledon. Apenas había vislumbrado el cuerpo, pero había sido suficiente para causarle un síncope y entendí cómo debía de haber estado a bordo del Catalonia después de los sucesos con la Banda de la Gorra en Boston. Podía ser que tuviera la misma sensibilidad que algunos de los artistas cuyas obras exponía. Definitivamente la sangre y la mugre de Bermondsey no eran lo suyo.

—Aquí hay más pruebas si las necesita. —Holmes señaló una gorra, tirada en la cama.

Mientras tanto, Lestrade se estaba fijando en un paquete de cigarrillos en la mesa cercana.

—Old Judge... —leyó en la etiqueta.

—Sabrá que están hechos a mano por Goodwind and Company en Nueva York. Encontré la colilla de un cigarrillo igual en Ridgeway Hall.

—¿Ah, sí? —Lestrade dejó escapar un juramento silencioso—. Bien —dijo—. Supongo que podemos descartar la idea de que nuestro amigo americano fuera víctima de un ataque al azar. Aunque ha habido muchos de esos en este barrio, y siempre es posible que este individuo volviera a su habitación y sorprendiera a alguien mientras la saqueaba. A continuación, una lucha. Se saca un cuchillo. Y al final...

—No es muy probable —disintió Holmes—. Sería demasiada coincidencia que un hombre que acababa de llegar a Londres y que no tramaba nada bueno finalizara de repente sus días así. Lo que sucedió en esta habitación de la pensión solo puede ser consecuencia directa de sus actividades en Wimbledon. Y después está la posición del cuerpo y el ángulo en el que la navaja se hunde en su cuello. Creo que el que le atacó le estaba esperando al lado de la puerta en la habitación a oscuras, pues no encontramos ninguna vela encendida cuando llegamos aquí. Entró y le agarraron por detrás. Mirándole, pueden ver que era un hombre fuerte, capaz de cuidar de sí mismo. Pero en este caso le sorprendieron y le mataron de un solo tajo.

—Robarle todavía podría ser el motivo —insistió Lestrade—. Faltan las cincuenta libras y el collar que se llevó. Si no es aquí, ¿dónde están?

—Tengo muchas razones para creer que encontrará el collar en una casa de empeños de Bridge Lane. Nuestro hombre acababa de salir de allí. Sin duda, se podría pensar que quien le mató fue el que se llevó el dinero, pero yo sugeriría que esa no fue la razón principal de este crimen. Quizás se debería preguntar qué más falta en esta habitación. Tenemos un cadáver sin identificar, Lestrade. Se podría pensar que un turista americano debería tener un pasaporte o cartas de presentación, quizás, para recomendarle a un banco. Su cartera, me he fijado, no está aquí. ¿Sabe qué nombre usó al registrarse en la pensión?

—Se hizo llamar Benjamin Harrison.

—Que es, por supuesto, el nombre del actual presidente de América.

—¿El presidente americano? Por supuesto. Ya lo sabía. —Lestrade frunció el ceño—. Pero independientemente del nombre que escogiera, sabemos exactamente quién es. Es Keelan O'Donaghue, anteriormente de Boston. ¿Ve la marca en su cara? Es una herida de bala. ¡No me dirá que se opone a eso también!

Holmes se volvió hacia mí y yo asentí.

—Ciertamente es una herida de bala —dije. Había visto muchas similares en Afganistán—. Diría que es de hace un año.

—Lo que encaja exactamente con lo que Carstairs me dijo —concluyó Lestrade, triunfante—. Me parece que por fin hemos llegado al final de este penoso episodio. O'Donaghue fue herido en el tiroteo de ese edificio en Boston. Al mismo tiempo, mataron a su hermano gemelo y vino a Inglaterra buscando venganza. Está tan claro como el agua.

—A mi modo de ver, no está nada claro, ni aunque hubieran utilizado el agua para asesinarle —objetó Holmes—. Así pues, Lestrade, quizás nos podría explicar quién mató a Keelan O'Donaghue... y por qué.

—Bien, el sospechoso más obvio sería el mismo Edmund Carstairs.

—Excepto que el señor Carstairs estaba con nosotros cuando el crimen fue cometido. Además, tras haber sido testigo de su reacción al descubrir el cuerpo, realmente no creo que tuviera el valor ni la voluntad de asestarle el golpe mortal por sí mismo. Ni siquiera sabía dónde se alojaba la víctima. Que sepamos, nadie en Ridgeway Hall tenía esa información, pues nosotros mismos la descubrimos en el último momento. También podría preguntarle por qué, si este es realmente Keelan O'Donaghue, tiene una pitillera con las iniciales WM?

—¿Qué pitillera?

—Está en la cama, medio tapada por la sábana. Eso sin duda explicaría por qué el asesino la pasó por alto.

Lestrade encontró el objeto en cuestión y lo examinó brevemente.

—O'Donaghue era un ladrón —dijo—. No hay razón por la que no hubiera podido robarla.

—¿Hay alguna razón por la que la hubiera robado? No es un objeto valioso. Está hecho de hojalata y tiene las letras pintadas.

Lestrade había abierto la caja. Estaba vacía. La cerró con fuerza.

—Esto es una soberana sandez —dijo—. El problema que tiene usted, señor Holmes, es su manera de complicar las cosas. A veces me pregunto si no lo hace deliberadamente. Es como si necesitara que el crimen se pusiera a la altura de sus retos, como si tuviera que ser lo suficientemente raro como para que mereciera la pena resolverlo. El hombre de esta habitación era americano. Fue herido en un tiroteo. Se le vio una vez en el Strand y otras dos en Wimbledon. Si visitó esa casa de empeños que usted dice, entonces sabremos que fue él el ladrón que saqueó la caja fuerte de Carstairs. Y de ahí, es bastante fácil reconstruir lo que pasó aquí. Sin duda, O'Donaghue contactaría con otros criminales aquí en Londres. También podría haber reclutado a alguno de ellos para que le ayudara en su vendetta. Los dos se empezaron a llevar mal. El otro sacó un cuchillo. ¡Y este es el resultado!

—¿Está seguro de eso?

—Tan seguro como necesito estarlo.

—Bueno, veremos. Pero no vamos a ganar nada discutiéndolo aquí. A lo mejor la dueña de la pensión es capaz de arrojar más luz sobre este asunto.

Pero la señora Oldmore, que estaba esperando en la pequeña oficina anteriormente ocupada por el limpiabotas, tenía poco que añadir. Era una mujer con el pelo gris y cara de pocos amigos que se sentó con los brazos cruzados, como si temiera que el edificio la pudiera contaminar a menos que se mantuviera lo más lejos posible de sus paredes. Llevaba puesto un sombrerito y una capa de piel sobre los hombros, aunque me estremecí al pensar de qué animal la habría sacado o cómo había llegado a su final. Muriéndose de hambre parecía la opción más probable.

—Alquiló la habitación para una semana —dijo—. Y me pagó con una guinea. Un caballero americano, recién desembarcado en Liverpool. Eso fue lo que me dijo, no mucho más. Era su primera vez en Londres. No me lo dijo, pero lo pude adivinar porque no tenía ni idea de cómo orientarse. Dijo que había venido a ver a alguien en Wimbledon, y me preguntó cómo llegar. «Wimbledon —le dije—, ese es un barrio de postín, y hay muchos americanos ricos con casas lujosas, eso es seguro». No es que él tuviera nada muy lujoso. Poco equipaje, ropa andrajosa, y además esa asquerosa herida en la cara. «Iré mañana —dijo—, pues hay alguien que me debe algo y por Dios que me lo cobraré». De la manera en que hablaba, ya se podía adivinar que no tramaba nada bueno, y pensé para mí: «Quienquiera que sea esa persona, a lo mejor debería cubrirse las espaldas». Ya esperaba problemas, pero ¿qué quieren que haga? Si decidiera rechazar a cada cliente que llama a mi puerta que pareciera sospechoso de algo, no tendría negocio que regentar. ¡Y ahora este americano, el señor Harrison, asesinado! Bueno, no es una sorpresa, supongo. Es este mundo en el que vivimos, ¿verdad? En el que una mujer respetable no puede dirigir una pensión sin acabar con sangre en las paredes y cadáveres tendidos en el suelo. Nunca me debería haber quedado en Londres. Es un lugar horrible. ¡Completamente horrible!

La dejamos rumiando su miseria y Lestrade aprovechó para despedirse.

—Estoy seguro de que nos encontraremos otra vez, señor Holmes —dijo—. Y si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.

—Si alguna vez me encuentro en el caso de necesitar al inspector Lestrade —rezongó Holmes después de que este se hubiera ido—, entonces habremos llegado a una situación inadmisible. Pero vayamos al callejón, Watson. El caso está resuelto, pero hay todavía una pequeña cuestión que debemos tratar.

Fuimos desde la parte delantera de la pensión hacia la calle principal, y entramos en el callejón estrecho y lleno de basura que se veía desde la habitación en la que el americano había encontrado su final. La ventana era claramente visible desde allí, y había una caja de madera colocada justo debajo. Era obvio que el asesino la había utilizado como escalón para poder entrar. De hecho, la ventana no estaba cerrada y se habría abierto fácilmente desde fuera. Holmes barrió el suelo con la mirada de manera mecánica, pero no parecía que hubiera nada que llamara su atención. Juntos seguimos por el callejón hasta el punto en el que terminaba con una empalizada de madera que lo separaba de un patio vacío. De ahí volvimos a la calle principal. Para aquel entonces, Holmes se había sumido en sus pensamientos y yo podía ver la desazón en su rostro pálido y alargado.

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