La casa de la seda (25 page)

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Authors: Anthony Horowitz

Me horroricé.

—¿Cómo?

—Eso no puedo decírselo. El envenenamiento o la estrangulación serían los métodos más fáciles, pero hay cientos de accidentes que se podrían amañar. Sin duda, encontrarán una manera de hacer que la muerte parezca natural. Pero créame: la orden ya está dada. Su tiempo se agota.

Cogí la llave.

—¿Cómo la ha conseguido?

—Eso no importa.

—Entonces dígame cómo voy a dársela. No me dejan verle.

—Eso es problema suyo. No hay más que pueda hacer sin que se averigüe mi participación en esto. Ya tiene al inspector Lestrade de su parte. Hable con él. —Se puso en pie de repente, apartando la silla de la mesa—. No hay nada más que decir, creo. Cuanto antes vuelva a Baker Street, antes podrá empezar a considerar lo que se debe hacer. —Se relajó un poco—. Solo añadiré esto: no tiene ni idea de cuánto me ha complacido que nos hayamos conocido. De hecho, envidio a Holmes por tener a tan fiel biógrafo a su lado. Yo también poseo ciertas historias de considerable interés que compartir con el público, y me pregunto si algún día podría requerir sus servicios. ¿No? Bien, era solo una idea. Pero aparte de este encuentro, supongo que siempre es posible que me convierta en un personaje de una de sus historias. Espero que me haga justicia.

Esas fueron las últimas palabras que me dirigió. A lo mejor había activado algún artilugio secreto, pues en ese momento la puerta se abrió y apareció Underwood. Apuré mi copa, pues necesitaba que el vino me diera fuerzas para el camino. Entonces, cogiendo la llave, me levanté.

—Gracias —dije.

No me respondió. En la puerta, eché un último vistazo. Mi anfitrión estaba sentado solo presidiendo esa gran mesa, inspeccionando su comida a la luz de las velas. Después la puerta se cerró. Y salvo brevemente en la estación Victoria un año después, nunca más volví a verle.

QUINCE

LA PRISIÓN DE HOLLOWAY

Mi regreso a Londres fue, en algunos aspectos, todavía más duro que la ida. Entonces me había encontrado poco más que preso, en manos de personas que probablemente me querían hacer daño, siendo llevado a un destino desconocido en un viaje que podría haber durado la mitad de la noche. Ahora sabía que estaba volviendo a casa y que solo tenía que aguantar unas pocas horas, pero me era imposible no alterarme. ¡Holmes iba a ser asesinado! Las fuerzas misteriosas que habían conspirado para arrestarle todavía no estaban satisfechas y solo con su muerte lo conseguirían. Estaba agarrando tan fuerte la llave de metal que me habían dado que habría podido hacer un duplicado con la marca incrustada en mi mano. Mi único pensamiento era llegar a Holloway para advertir a Holmes de lo que estaba pasando y ayudarle para que saliera inmediatamente de ese lugar. Y sin embargo, ¿cómo iba a contactar con él? El inspector Harriman ya había dejado claro que haría todo lo que pudiera para mantenernos separados. Por otro lado, Mycroft había dicho que podía contactar con él de nuevo «en las circunstancias más graves», que eran estas seguramente. Pero ¿cuánto podría influir? ¿O sería demasiado tarde para cuando consiguiera entrar en el correccional?

Con esos pensamientos bullendo en mi mente, y sin nada más para distraerme aparte del silencioso Underwood, que me miraba maliciosamente desde el asiento de enfrente, y la oscuridad al otro lado del cristal esmerilado, el viaje pareció alargarse hasta el infinito. Peor todavía, parte de mí sabía que me estaban engañando. El carruaje estaba seguramente dando vueltas y más vueltas, exagerando a propósito la distancia entre Baker Street y la extraña mansión donde me habían invitado a cenar. Era bastante humillante pensar que, si Holmes hubiera estado en mi lugar, hubiera tomado nota de todos los diferentes elementos: el repique de la campana de una iglesia, el pitido del tren, el olor a agua estancada, las superficies que cambiaban bajo las ruedas, incluso la dirección del viento repiqueteando contra las ventanas, y habría dibujado al final un mapa detallado de nuestro camino. Pero yo no estaba a la altura del desafío y solo podía esperar a que el brillo de las lámparas de gas me asegurara que habíamos vuelto a la ciudad y, quizás media hora después, que los caballos fueran más lentos, y la sacudida final que señalaba que habíamos terminado nuestro viaje. Efectivamente, Underwood abrió la puerta y ahí, cruzando la calle, estaba mi conocida residencia.

—De vuelta a casa completamente a salvo, doctor Watson —dijo—. Me disculpo otra vez por haberle molestado.

—No le olvidaré fácilmente, señor Underwood —contesté.

Enarcó las cejas.

—¿Mi señor le ha dicho mi nombre? Qué curioso.

—A lo mejor le apetecería decirme el de él.

—Oh, no señor. Admito que soy solo una mota en el lienzo general. Mi vida tiene poco significado en comparación con su grandeza, pero, de todas maneras, me siento unido a ella y me gustaría que continuara por un tiempo. Le deseo buenas noches.

Me bajé. Hizo una señal al conductor y observé mientras el carruaje se alejaba traqueteando; después me apresuré a entrar.

Pero no iba a haber descanso para mí esa noche. Ya había empezado a esbozar un plan en el cual la llave podría ser entregada de forma segura a Holmes, junto con un mensaje alertándole del peligro en el que se encontraba, incluso si, como me temía, no se me permitía visitarle. Ya había llegado a la conclusión de que una carta que fuera al grano no me serviría. Nuestros enemigos nos rodeaban y todo apuntaba a que la interceptarían. Si descubrían que yo sabía sus intenciones, eso podría alentarles a actuar todavía más rápido. Pero aún podía mandarle un mensaje, y necesitaría algún tipo de código. La cuestión era cómo podía avisarle de que necesitaba ser descifrado. Aparte, estaba la llave. ¿Cómo podía entregársela en mano? Y entonces, echándole un vistazo a la habitación, me encontré con la respuesta: el mismo libro del que Holmes y yo habíamos estado hablando hacía unos días,
El martirio del hombre
de Winwood Reade. ¿Qué podía ser más natural que enviar a mi amigo algo que leer mientras estaba encerrado? ¿Qué podría ser más inocente?

El volumen estaba encuadernado en cuero y era bastante grueso. Al examinarlo, vi que sería posible meter la llave en el espacio entre el lomo y la encuadernación. Eso hice y, cogiendo la vela, vertí cuidadosamente la cera líquida en los dos extremos, para mantenerla dentro. El libro se seguía abriendo con normalidad y no había nada que sugiriera que había sido manipulado. Con mi pluma, escribí el nombre, «Sherlock Holmes», en la portadilla y, debajo, la dirección: « 122B Baker Street ». El observador casual no pensaría que había nada raro, pero Holmes reconocería mi letra de inmediato, y vería que el número de nuestra casa estaba invertido. Finalmente, fui a la página 122 y, usando un lápiz, marqué una serie de puntitos, casi invisibles a simple vista, debajo de ciertas letras del texto de manera que se deletreaba un nuevo mensaje:

«ESTÁ EN GRAN PELIGRO, PLANEAN MATARLE. USE LA LLAVE DE LA CELDA. LE ESPERO. J. W.».

Satisfecho con mi trabajo, me terminé yendo a la cama y caí en un sueño agitado salpicado con imágenes de la chica, Sally, tendida en la calle en medio de toda la sangre, y de una cinta blanca anudada en la muñeca de un crío muerto, y del hombre de la frente prominente cerniéndose sobre mí en la mesa del comedor.

Me levanté temprano al día siguiente y mandé un recado a Lestrade, instándole a que me ayudara a concertar una visita a Holloway, sin importar lo que el inspector Harriman tuviera que decir al respecto. Para mi sorpresa, recibí una respuesta que me informaba de que podía entrar en la prisión a las tres de esa misma tarde, que Harriman había concluido las investigaciones preliminares, y que le habían dado fecha para el juicio, el jueves, dentro de dos días. A primera vista, me parecieron buenas noticias. Pero después se me ocurrió una explicación más siniestra. Si Harriman era parte de la conspiración, tal y como Holmes creía y como su actitud e incluso su apariencia sugerían, podría haberse apartado por una razón bien diferente. Mi anfitrión de la pasada noche había insistido en que a Holmes nunca le permitirían presentarse a juicio. Supongamos que los asesinos se estuvieran preparando para atacarle. ¿Podría Harriman saber si era demasiado tarde?

Apenas me pude contener a lo largo de la mañana, y me fui de Baker Street mucho antes de la hora acordada, por lo que llegué a Camden Road mucho antes de que los relojes dieran la media. El conductor me dejó enfrente de la puerta exterior y, a pesar de mis protestas, se fue, dejándome con el frío y la niebla. Tampoco podía reprochárselo. Éste no era un lugar donde las almas cristianas decidirían entretenerse.

La cárcel era de estilo gótico: a primera vista, un gran y siniestro castillo, quizás algo sacado de un cuento de hadas escrito por un niño perverso. Construido en piedra procedente de Kent, consistía en una serie de torrecillas y chimeneas, astas de bandera y muros almenados, con una sola torre que se alzaba sobre estos y desaparecía en el cielo. Un camino tosco y embarrado llevaba a la entrada principal, que estaba diseñada a propósito para ser tan poco acogedora como fuera posible, con una enorme puerta de madera y una reja levadiza de acero enmarcada por unos pocos árboles mustios y sin hojas a los lados. Una pared de ladrillo, de al menos quince pies de altura, rodeaba la estructura por completo, pero por encima pude adivinar una de las alas, con dos hileras de pequeñas ventanas con barrotes, cuya estricta homogeneidad de alguna manera dejaba ver lo vacía de significado y llena de miseria que era la vida dentro. La cárcel había sido construida al pie de una colina y, mirando por encima, era posible ver las bonitas praderas y las cuestas que ascendían hasta Highgate. Pero ese era otro mundo, como si hubieran bajado el decorado equivocado en el escenario. La prisión de Holloway se erigía en el lugar de un antiguo cementerio, y el tufo a muerte y decadencia todavía persistía en la zona, condenando a aquellos que estaban dentro, y advirtiendo a los que no lo estaban de que se mantuvieran bien lejos.

Era lo máximo que podía soportar, esperar treinta minutos en esa deprimente luz con el aliento congelándoseme y con el frío extendiéndose desde mis pies al resto del cuerpo. Por fin entré, agarrando el libro con la llave escondida en su lomo, y mientras accedía a la prisión se me ocurrió que, si me descubrieran, este horroroso lugar podía muy bien convertirse en mi hogar. Creo que me ciño a la verdad si digo que en compañía de Holmes quebranté tres veces la ley, siempre por una buena razón, pero este fue el momento culminante de mi carrera criminal. Extrañamente, no estaba nada nervioso. No se me ocurrió que nada pudiera ir mal. Todos mis pensamientos estaban dirigidos a la difícil situación de mi amigo.

Llamé a una puerta que pasaba desapercibida al lado de la exterior, y la abrió casi de inmediato un guardia sorprendentemente natural e incluso jovial, vestido con una casaca y pantalones azul oscuro, y con un manojo de llaves colgando de un cinturón ancho de cuero.

—Pase, señor. Pase. Se está mejor dentro que fuera y no hay tantos días en los que se pueda decir eso sin faltar a la verdad.

Le observé cerrar la puerta tras nosotros, después le seguí por un patio hasta una segunda puerta, más pequeña pero no por eso menos segura que la primera. Ya era consciente del sobrecogedor silencio dentro de la cárcel. Un cuervo negro y zarrapastroso se posó en la rama de un árbol, pero no había otra señal de vida. La luz estaba desapareciendo rápidamente, pero como las lámparas todavía no habían sido encendidas, yo percibía sombras y más sombras, un mundo sin ningún color.

Habíamos entrado en un pasillo con una puerta abierta al fondo, y fue por allí por donde me llevaron a una habitación pequeña con un escritorio, dos sillas y una sola ventana que daba a una pared de ladrillo. A un lado había un armario con unas cincuenta llaves pendiendo de ganchos. Tenía un reloj grande enfrente y me fijé en que la segunda manecilla se movía con parsimonia, parándose tras cada movimiento, como enfatizando el lento paso del tiempo para todos aquellos que habían entrado allí. Un hombre estaba sentado debajo. Iba vestido de manera similar al guardia que me había acompañado hasta allí, pero su uniforme tenía unos cuantos adornos dorados, en la gorra y en los hombros, que avisaban de su rango superior. Era mayor, con el pelo canoso cortado al rape y mirada férrea. Cuando me vio, se puso de pie apresuradamente y rodeó el escritorio.

—¿Doctor Watson?

—Sí.

—Me llamo Hawkins. Soy el celador jefe. ¿Ha venido a ver al señor Sherlock Holmes?

—Sí. —Pronuncié esa palabra con una repentina premonición que me llenó de miedo.

—Lamento informarle de que ha enfermado esta mañana. Le puedo asegurar que hemos hecho cuanto podíamos para acomodarle de una manera apropiada a un hombre de su fama, a pesar de los crímenes tan serios de los que se le acusa. Se le ha mantenido apartado de otros prisioneros. Le he visitado en persona en varias ocasiones y he tenido el placer de conversar con él. Su enfermedad le atacó de repente y se le procuró tratamiento de inmediato.

—¿Qué le sucede?

—No tenemos ni idea. Tomó el almuerzo de las once y tocó la campana para pedir ayuda justo después. Mis guardias se lo encontraron retorciéndose en el suelo de la celda con claras muestras de dolor.

Sentí un escalofrío en lo más hondo de mi corazón. Era exactamente lo que me había estado temiendo.

—¿Dónde se encuentra ahora? —pregunté.

—Está en la enfermería. Nuestro médico residente, el doctor Trevelyan, reserva varias habitaciones privadas para casos críticos. Después de examinar al señor Holmes, insistió en que lo trasladaran allí.

—Tengo que verle enseguida —dije—. Yo también soy médico...

—Por supuesto, doctor Watson. Estaba esperándole para llevarle allí.

Pero antes de que pudiéramos irnos, algo se movió tras nosotros y un hombre al que conocía demasiado bien apareció, cortándonos el paso. Si le habían dado la noticia al inspector Harriman, no parecía muy sorprendido. De hecho, su actitud era bastante indolente, apoyándose en el marco de la puerta, fijando su atención en un anillo de oro en su dedo corazón. Vestía de negro, como siempre, y llevaba un bastón negro.

—¿Así que eso es lo que pasa, Hawkins? —preguntó—. ¿Está Sherlock Holmes enfermo?

—Gravemente enfermo —declaró Hawkins.

—¡Estoy consternado! —Harriman se enderezó—. ¿Seguro que no le está engañando? Cuando le vi esta mañana, estaba en un perfecto estado de salud.

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